Diez años después de la Era Magnífica, cuando estudiaba yo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), la discusión del indigenismo estaba borrada de las preocupaciones y discusiones de la antropología de moda: la filosófica. Entonces discutimos incansablemente a mallarmé, foucauld, heiddegger; nos fascinamos con deleuze y guattarí, ciorán, eco, sabater, trías y una sartre de kosic. La suerte quiso que tomáramos un seminario con Carlos Monsiváis que insistió en llamar “La cuestión nacional”. Fue un año en el que en realidad estudiamos a este famoso intelectual y su graciosa personalidad. Nos reunimos una vez a la semana durante dos semestres en la escuela de restauración de Churubusco –“cerca de una estación del metro” condicionó Monsi–, leímos autores alemanes sobre cuestión nacional y nos hizo muchas recomendaciones de lecturas mexicanas. Nos preguntó sobre los Magníficos y su libro crítico a la antropología mexicana, pero ninguno de los presentes, estudiantes del tercer semestre de Antropología social, lo habíamos leído. Léanlos, ordenó Monsiváis. Nunca terminé de agradecérselo, pero tampoco lo hice formalmente, por lo que esta reflexión algo le debe a aquel seminario.
Al final de la carrera me encontré con el polémico tema. La única forma de poder leer la colección de ensayos de Los Magníficos: Eso que llaman Antropología, fue buscándolo entre los maestros y alumnos avanzados para fotocopiarlo. Finalmente conseguí un ejemplar piratísimo al que le faltan algunas hojas, pero pude por fin saber que los antropólogos habían gritado diez años antes una protesta por el fraude mayor del indigenismo mexicano. Y la academia de antropología, simplemente, no los había escuchado.
Mientras estudiaba yo en la ENAH se realizó el coloquio de aniversario de 1982 por los 40 años de la escuela, una serie de conferencias que resultaron muy reveladoras sobre eso que llamamos los magníficos. Enrique Valencia recordó en aquel aniversario cómo Marcela Lagarde señalaba que “todos estos factores –la antropología cultural, el materialismo histórico y la ideología marxista– han conformado una visión del indio cuya función es la realización ideológica de sus exponentes, puesto que lo único que ha generado ha sido el análisis teórico, la impugnación del sistema y la denuncia, elementos indispensables para transformar la realidad social, pero no por sí mismos. Si estos factores no están apoyados por un verdadero compromiso social con los explotados, sólo sirven para hacer el juego al sistema y para conformar una utopía más sobre el indio”. O sea que Marcela caracteriza a nuestra corriente –explicó Enrique Valencia–, con todas las diferencias que podamos tener, como creadora de utopismos y, por lo tanto, más bien reforzadora del sistema. (Valencia:62)
Conocí a Marcela Lagarde en el último semestre de antropología social, pensando en que dirigiera mi tesis. Ni en la ENAH ni en el CIESAS encontré ningún interesado en discutir el indigenismo mexicano. Ella amablemente aceptó. Fue en el espantoso año de 1985. Le propuse que leyera mis avances –cierto, era algo más que una propuesta, ya tenía capítulos y la organización de cientos de fichas y apuntes- y aunque leyó algunos escritos, a los pocos días la abrumé con decenas de cuartillas que la hicieron enloquecer. Marcela era una señora muy guapa de cara larga y ojos expresivos. En una de las tres o cuatro sesiones que nos vimos, entré a su casa y conocí a Daniel Cazes, su esposo, de quien sabía que era grueso y barbón, pero no sabía más. Fue una pena que no se le ocurriera a Marcela -que en ese momento trabajaba un tema fascinante de mujeres-, ni a mí, que Cazes observara mis escritos y me diera una opinión. Recuerdo que se le veía cómodo. Entró a la cocina, saludó y se puso a calentar un té; tranquilo; un hombre descargado, seguramente acomodado en alguna dependencia o en una oenege. Calentó su té inmerso en sus propias reflexiones, quizás con un poco de tiempo para echarle un ojo a mis tediosos resúmenes. Era su tema, los magníficos y la crisis del indigenismo de la generación de los magníficos, a lo que yo agregaba en mi tesis que en esa crisis interviene también Miguel Othón de Mendizábal, que en el origen del indigenismo institucional observó lo mismo que los magníficos cuatro décadas después. Por eso la llamaba El primer magnífico, título que no prosperó. Era demasiado optimista.
El maestro Eckart Boege intervino en aquel aniversario de 1982 con un interesante análisis sobre los años que siguieron al boom “magnífico” y se dedicaron a buscar la antropología del otro lado del río Bravo. Según Eckart ya no se buscó explicación de los fenómenos políticos, sociales, económicos, religiosos y otros de conciencia social con las teorías del relativismo cultural, regiones de refugio, continumm folk urbanum, funcionalidad y disfuncionalidad, colonialismo interno, etcétera. Se buscaron más bien teorías que englobaran todo. Por ejemplo, que explicasen al indio como campesino dentro de un todo contradictorio, de tal manera que se rindieran cuentas a su especificidad, pero también a su ubicación dentro de la sociedad, así como la reflexión e integración en el análisis de quiénes estudian y por qué. Según Boege, se abrió horizontes a la práctica antropológica en México.
Se comenzaron a examinar los problemas del campo mexicano con teorías como las del subdesarrollo, la dependencia, la lucha de clases contradictorias, a veces antagónicas, relacionando a esta última con el análisis de la articulación de los modos de producción, del intercambio desigual, de la formulación socioeconómica y del desarrollo desigual dentro de la acumulación capitalista a nivel mundial. Asimismo se abrió la perspectiva de incluir el tema de los procesos de industrialización y modos de vida de la clase obrera... (Boege 94)
Desafortunadamente, en el momento en que se rompió la estructura autoritaria de la ENAH no había una experiencia académica que permitiera suplir aquella vieja antropología con una nueva. (Gómez Tagle:119) El estudio de la antropología mexicana en la ENAH, como lo hizo notar Octavio Paz por aquellos tiempos, no existía. Y la respuesta estudiantil al poeta fue incómoda y defensiva, desautorizada en todo caso. Lo cierto es que en la Escuela Nacional no se estudiaba –y tal vez sigue sin estudiarse- la antropología mexicana, que resumo arbitrariamente como crítica del indigenismo, no sólo del oficialista y el académico, sino del indigenismo nacional, que es la opinión del ciudadano común y corriente.
En mi licenciatura hubo por parte de muchos compañeros un rechazo al marxismo esquemático, a un marxismo que se nos presentó como una pantalla a través de la cual no nos encontrábamos libres para conocer la realidad. Y en efecto. En mis tiempos gobernaba políticamente la escuela una organización de fama maoísta llamada por sus siglas la Upome. Académicamente inofensivos, la Upone funcionaba como brazo “armado” en una realidad sin armas. La única vez que el líder de la Upome terminó en mi casa, la acusación de pequeño burgués en mi contra fue insoslayable ante mis vagos argumentos sobre observar la vida, no la teoría; un acompañante de Abelardo me quería madrear y al irse de mi departamentito de la colonia Portales me robaron un cuadro del pintor nicaragüense Álvaro Gutiérrez, que no era ni bueno ni malo, pero era mío. Me gustaba ese cuadro pintado en mi presencia, con mis óleos.
Siguiendo en el análisis de aquel coloquio, Javier Guerrero describió mejor que yo el ambiente de una Escuela que no había conseguido edificar una estructura académica sólida “y al mismo tiempo –enfatizó Guerrero-, lo suficientemente abierta para dar cauce a la práctica democrática. El nivel académico es muy bajo y las formas de participación y autogobierno son rudimentarias y caricaturescas”. (Guerrero:105)
A principios de los años ochenta la ENAH se debatía en la discusión mundial en torno a la muerte del marxismo. Aunque más o menos todos recitábamos que en la medida en que existiera la explotación del hombre y la “científica” plusvalía el marxismo no podía morir, lo cierto es que las nuevas tendencias que acogimos en la currícula académica de Antropología Social se separaban ostensiblemente de la visión marxista tradicional, ofreciéndonos sesgos enriquecedores como el estructuralismo y la filosofía sin pelos en la lengua, más que la antropología en sí. Con enorme torpeza, pero mucho entusiasmo, nos acercamos a la Escuela de Frankfurt y a Heidegger, pero sobre todo a las entonces nuevas corrientes francesas de Foucauld, Barthes, etc. Leímos a Braudillard, a Clastres, a Duvignaud. La antropología mexicana nos era impartida por un maestro peruano, Ricardo Melgar Bao, un buen hombre con nobles intenciones pero grandes limitaciones, que nunca pudo introducirnos a la discusión de la antropología mexicana, aunque nos enseñó a Redfield y nos presentó a Miguel Othón de Mendizábal con su ensayo de la sal. Yo, al menos, nunca supe cuál era la discusión antropológica, ni de antes ni de entonces. En un régimen educativo que bautizamos como “alumnocracia”, con un amable y desinteresado director que andaba en “otras luchas” y a todo nos decía que sí, Gilberto López y Rivas, nos avocamos a diseñar una carrera en concordancia con nuestros difusos intereses intelectuales, gustos y preferencias esotéricas, así como a contratar a los maestros que tuvieran el mejor rollo, sin importar si era de antropología o no. Trajimos entonces –lo robamos, en realidad- de Lingüística a Santiago Ramírez -hijo del psiquiatra homónimo y hermano de otra querida e importante maestra, Elisa Ramírez-, que nos abrió los ojos a la filosofía. Enseñaba maravillosamente a los griegos y sus clases fueron las más exitosas de toda la carrera, con alumnos sentados en el suelo, un magnífico trabajo de pizarrón y mucho humo de sus inextinguibles cigarros – y los nuestros, claro. Trajimos de la carrera de Historia a Jorge Juanes, un especie de sabio algo incomprensible para oídos profanos que contemplábamos boquiabiertos; a Gregorio Kaminsky, que nos introdujo a la psicología social, la antropología psicológica; tal vez la llamada antropología de pares (que nunca pude comprender, pues estudiarse antropológicamente a sí mismo tiene más que ver con la sociología o la psicología, no tanto con la antropología.); durante dos semestres contratamos a Carlos Monsiváis, el famoso escritor, a quien desaprovechamos con inclemencia, pues a la distancia es obvio que su ”clase” tendría que haber sido una revisión crítica de su propia obra, una lectura antropológica de sus famosos libros, de los conceptos, pero ni él ni nosotros fuimos capaces de estructurar, no tuvimos una clase y nos dedicamos al reventón intelectual (incluida la R taciturna), que se concretó a una simpática reunión semanal con un señor famoso al que le divertían aquellos veleidosos jovencillos de pelo largo (la R meditabunda); tomábamos café en pleno Parnaso con el gran Monsiváis (la R cruzada de brazos).
Así –expresó sobre esto Jorge Boege en aquel simposium sobre aquellos años en la ENAH–, ocurría que algunos estudiantes en toda la carrera no abrieran un libro y las materias se acreditaban según el contenido de los apuntes, que resultaban ser refritos elaborados muchos años atrás (claro que con gloriosas excepciones). El trabajo de campo, tan vital para la antropología social y la etnología, se había reducido al mínimo y se dependía muchas veces de profesores-investigadores del INAH para poder salir. (Boege:89)
“Aquí estamos –confesó Guerrero– ante el problema de si hacemos ciencia por la ciencia o ciencia para la liberación de nuestros pueblos”. (Guerrero:122) Y ese era el meollo de nuestras discusiones; hubo maestras que aún nos mandaban leer a Martha Harnecker, maestros barco, desempleados sudamericanos, recién egresados, soñadores y prácticos. Entre estos últimos destaca Elisa Ramírez, que fue la única que me enseñó a hacer algo práctico en el campo antropológico con sus clases de tradición oral, en donde descubrí el insondable mundo de la memoria y sus aplicaciones en la realidad.
Bibliografía
El Simposio del 40 aniversario fue recogido en un libro de donde provienen todas las citas:
Valencia, Enrique, ENAH, Cuatro décadas de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, INAH, 1982, p. 62
Boege, Eckart, Ibid, p. 94
Gómez Tagle, Ibid, p. 119
Guerrero, Javier, Ibid, p. 105
Boege, Eckart, Ibid, p 89
Guerrero, Javier, Ibid, p. 122
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