Los arquitectos tienen la responsabilidad de pensar en la belleza y el confort de los edificios que construyen. Sabemos que no lo hacen. Presionados por sus amos, diseñan multifamiliares infames, viviendas ínfimas donde ellos nunca serían capaces de vivir.
No es la única profesión que falla en México, que falla a México y a los mexicanos; los ingenieros que construyen malas obras; los abogados que nos esquilman, policías corruptos, políticos tramposos, vividores, solapados por nuestra increíble pasividad.
El poder político en México tiene ese defecto de origen, nació junto a las demás consecuencias de la Revolución, cuando esa bandada de pillos sonorenses tomaron el poder y establecieron las bases de lo que sería nuestro institucional país, lleno de sindicatos amafiados, autoridades cínicas y una mediocre burguesía apegada al modo de vida gringo, vacía y ambiciosa, que tienen una gran deuda con su país. Lo han hecho mal –no completamente todo, es cierto-, toleran casas de cartón en 30 metros cuadrados para “la clase media”, pavimentos fraudulentos; enjuiciados impunes, salubridad a medias; paupérrima educación; eternos perdedores en las olimpiadas, asistentes vacíos la noche del grito, ciegos, sordos y mudos.
Los antropólogos también tienen su deuda con su país. Tuvieron la oportunidad y las herramientas para conocer e interpretar culturalmente a los pueblos originarios, pero se plegaron a la indiferencia general. El estudio de “los indios” no ha sido precisamente la estrategia de la antropología académica en México. Si bien se han hecho centenares de estudios como lo ilustró prolijamente Margarita Nolasco, éstos han quedado encasillados para lectores específicos, necesariamente especializados.
Los estudios antropológicos no han tenido un impacto social en México, y lo más agraciado que el país ha recibido sobre los indios ha provenido de periodistas y viajeros como Fernando Benítez y Antonin Artaud, antropólogos extranjeros como Lumholts, y libres pensadores y novelistas varipintos como Juan Rulfo, Octavio Paz, Gutierre Tibón, Roger Bartra, Carlos Monsiváis, algunos cineastas, videoastas del once y del Fonca; caminantes, peregrinos y revolucionarios que han sabido acercar el tema a las masas disipantes. Ellos se han acercado al gran público nacional para llevarles páginas sensibles sobre las dimensiones culturales de los pueblos originarios mexicanos. Nos han acercado a ellos como no lo ha hecho ningún antropólogo de la historia, que permanecen ocultos tras la erudición.
En mi opinión esto podría cambiar. Los antropólogos mexicanos deben aprovechar la variedad de medios con que cuentan ahora para llevar a cabo una tarea. Comprometerse a divulgar, de la mejor manera, el horizonte cultural de los pueblos originarios de sus respectivas entidades. Se trata de hacer estudios de gabinete sobre los pueblos originarios de un estado, como Puebla, un recuento bibliográfico con la participación de los alumnos sobre lo que se ha trabajado sobre ellos, lo que se ha escrito y estudiado, y buscar la mejor manera de divulgarlo a través de historias en cine, video, ensayo, grabaciones de sonido, pósters, libelos, historietas; con las herramientas de la lingüística, la musicología, la danza, el folclor, la literatura y por supuesto el internet.
Su misión consiste en dejar claro a los habitantes del Estado que aquí se convive con siete pueblos originarios (originarios, por cierto, de ninguna otra cosa que) de nosotros mismos, en esa incómoda mitad negada.
En el estado de Puebla sus etnias que representan el 13.8 por ciento de la población total, distribuidos en 127 municipios de la sierra norte, la nororiental y la Sierra Negra. Es el cuarto estado con mayor diversidad cultural y lingüística en el país. En cuatro de sus siete zonas naturales existen pueblos originarios.
¿Le importa esto a la gente, a los políticos, a los antropólogos?
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