Finca
Puebla, 21 de Marzo de 2012. El natalicio de Benito Juárez es una coincidencia
paradójica en mi visita a esta enorme plantación de café de doce mil hectáreas
en el municipio de Xicotepec de Juárez, Puebla, llamado popularmente Villa
Juárez. En una triste población llamada La Ceiba se toma un camino de terracería que
asciende sinuoso entre cafetales custodiados por árboles de cítricos,
chalahuites, cedros palo de rosa y chacas de troncos brillantes y rojos;
pájaros papanes emiten sus ruidosos graznidos ante una impasible exuberancia
verde oscuro que se extiende como una alfombra infinita de cafetos que ya han perdido
sus cerezas rojas, pues justamente venimos al final de la temporada de pizca
del café.
La Finca Puebla, dividida en seis secciones, es propiedad de un ciudadano alemán que
nadie de nuestros contactos conoce; eficientes brechas en buen estado lo llevan
a uno de una sección a otra entre paredes de cafetos, algunos hasta de tres
metros de altura, verdaderos árboles; en el camino nos encontramos camiones de
tres toneladas de modelo reciente llevando su carga de cerezas hacia el
beneficio, y al llegar a la Sección Uno,
primera escala de nuestra visita, nos reciben unos edificios escolares modernos
y comunes con dos flamantes camionetas negras estacionadas a la entrada. Un
enorme y sonriente policía empistolado nos da la bienvenida, para subirse luego
a una de las camionetas y perderse en las sinuosidades del monocultivo.
Nuestra
estancia en la primera sección es breve y productiva, entrevistamos a maestros
y funcionarios educativos y tomamos las fotografías escolares que nos han
encargado; el itinerario nos lleva ahora a la sección cuatro, donde hacemos lo
propio. Nada indica que vivimos hoy uno más de los festejos por el natalicio
del indígena más importante que haya tenido México, don Benito, y el día
transcurre como se prevé que lo hacen todos y cada uno de los días del año,
entre los ruidos selváticos de los papanes y esporádicos motores de los
camiones que transitan en la espesura. Nada de lo que vemos nos indica pobreza,
necesidad, marginalidad, pero descubrimos muy pronto que esta es una imagen
ilusoria. Es la hora de comer y la pobreza, representada por cientos de
trabajadores y trabajadoras de todas las edades, se hace presente como una
imagen buñueliana desde los cuatro puntos cardinales. ¿Quiénes son?
“Buenas
tardes” repetimos una decena de veces a su paso. Son los pobres más pobres,
padres de los niños cuyas escuelas hemos venido a visitar. Desheredados
infinitos que viven seis meses en la humedad de su sudor para cortar cada uno
de los frutos del oro verde que aquí inicia su tránsito hasta nuestras alacenas.
La masa de migrantes se acerca desconfiada y solemne a que les sirvan el plato
de arroz que hoy toca en el menú, como todos los miércoles; no hay sonrisas, ni
juegos, ni empujones, ni soeces retozos sexuales como suele haberlos en otros
grupos de obreros o albañiles que se aprestan a disfrutar de su descanso
intermedio; estas personas están tristes, sucias y enojadas. ¿Quiénes son?,
reitero mi pregunta a la maestra que me acompaña. Me responde con la mirada. No
son nadie, son los Nadie de aquel poema de Galeano, “los hijos de nadie, los
dueños de nada. Los nadie: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo
la vida, jodidos, re`jodidos”. Cómo resonó ese poema en mi cabeza mientras los
miraba, mientras ellos no me miraban y desviaban la vista para no verme, para
no encararme, para desaparecerme.
Los
trabajadores migrantes en el interior de México pertenecen a un segmento desconocido
de la migración económica, carecen de atractivo periodístico y de impacto
económico con sus salarios de sobrevivencia. Vienen de la alta sierra totonaca,
de las cumbres de Domingo Arenas, Veracruz y de las barrancas de Vicente
Guerrero, en Puebla. No han tenido educación, viajaron de niños con sus padres
a recoger los frutos de la naturaleza cultivada en tierras ajenas y ahora
viajan con sus hijos a los mismos lugares. En Puebla había tres fincas
cafetaleras que los recibían, ahora quedan solo dos, porque los deprimidos
precios internacionales del café quebraron a una de ellas. La Finca Puebla es una de las más
grandes, apenas inferior a la Finca
Tianmakán (“buena mano” en tutunakú) también llamada Oro
Verde, propiedad de otro alemán, e igualmente en territorio municipal de
Xicotepec de Juárez. Las familias llegan en octubre y se van en marzo, y aunque
está prohibida la fuerza de trabajo infantil, se las arreglan para que después
de los ocho años los niños y las niñas rindan la productividad de un adulto,
llevándolos al campo con el pretexto de que deben cuidar a sus hermanitos más
pequeños, cosa que también hacen, por cierto, los pequeños de cuatro a ocho
años.
Ante
tanta carencia y tan evidente desamparo el gobierno creó un sistema educativo
para hijos de migrantes con buenas intenciones y poca planificación. Al menos en
este estado, pues se sabe que en otros marcha mejor. “Trabajamos con unos niños quince días, nos vamos el fin de
semana, regresamos y esos niños ya no están, ahora están otros niños, entonces
volvemos a empezar. No hay continuidad, los niños se van a sus comunidades porque
ya les pagaron, o porque ya no les gustó y se van, y llegan unos nuevos".
Tomar
clases de día es imposible, los infantes trabajan “cuidando a sus hermanitos
más pequeños”, la única opción posible es en la noche, de seis a ocho, de siete
a nueve, dependiendo de la disponibilidad. El programa enfrenta la desconfianza
de los padres, en primer lugar ¿estudiar para qué? ¿para leer qué? ¿para contar
qué?, en tanto que la SEP
envía estudiantes voluntarios de la Universidad Pedagógica
Nacional, en modalidad de becados, para enfrentar el reto, prácticamente con
las manos vacías.
El
resultado es incuantificable, escapa a estadísticas y a los controles
acostumbrados en las escuelas normales por la movilidad perenne de los niños;
no hay exámenes, no hay calificaciones, no hay grados. En muchos momentos tampoco
hay alumnos. Y los que había la semana pasada han emigrado y hoy llegaron
otros, que partirán en dos semanas o en un mes. “Ahorita vienen solo cuatro –me
dice la maestra–, ya no tardan en llegar, vienen cansaditos”. Lo que queda de
fuerza en esos niños a las seis de la tarde la dedican a obtener una vaga idea
de lo que significa “la educación”, a veces obstaculizada aún más por las
fronteras del idioma, pues en una zona totonaca los maestros de la UPN son hablantes del náhuatl:
“tenía que aprenderme esos idiomas, sus lenguas maternas, cosa que hice, pero
muy poquito, porque el totonaco no tiene nada qué ver con el náhuatl”. Hay
rutinas educativas sin embargo, hay juegos didácticos que ingeniosamente las
maestras inventan ante la carencia absoluta de materiales didácticos; por
lo demás, bien les vendrían una caja de lápices, unos cuantos cuadernos, libros
de texto aunque fuera usados; gomas, sacapuntas y, ya entrados en gastos, un
sueldito formal, una manga y botas de hule para la constante lluvia; ayuda en
el transporte, seguridad social. Bueno, se conformarían hoy con que se les
pagara los emolumentos de su beca que a finales de marzo no han recibido en
todo el año.
En
fin, es un esfuerzo interesante de las autoridades educativas, es una buena
idea, pero al menos en Puebla carece del apoyo institucional adecuado y de una
planeación profesional capaz de seguir la trayectoria de esos niños para
ofrecerles una verdadera educación. Es un simulacro que resultará dignificado con
nuestro trabajo de campo como una experiencia presentable para el elegante
libro que estamos ayudando a construir. Felicidades, licenciado; gracias por su
esfuerzo, señor director. Es nuestro papel de ayudar a los niños de México; no quedará
un solo niño sin educación. Fotos de plana entera de sus bellas caritas, la
maestra sonriente; fotos del dibujo del artista niño sobresaliente, portada
asegurada. Apretones de manos, flashes, ceremonias. El sindicato está contento,
los becarios quizás consigan una plaza; el presidente y su señora estarán
felices.
Por
ahora, pasan a comer el arroz que corresponde a este miércoles 21 de marzo, Día
de don Benito.
-
¿Día de quién, mamá?
-
Come, hijo, come.
Foto: la maestra Jeny en su aula-recámara