Indígena,
pues, es aplicable a todo aquello que es relativo a una población originaria
del territorio que habita, que precede al de otros pueblos o cuya presencia es
lo suficientemente prolongada y estable como para tenerla por oriunda, por lo
que se aplica a pueblos y etnias que
preservan las culturas tradicionales o tradiciones organizativas anteriores al
estado moderno, culturas que sobrevivieron la expansión planetaria de la
civilización occidental. Es decir, “indígena” sirve para separar a los pueblos
que no tienen ascendencia europea, que en sí mismos representan una antítesis
de la cultura europea, aunque esto no necesariamente sea aplicable a toda
realidad, pues existen pueblos con culturas preeuropeas a quienes no se aplica
el término de indígenas, es el caso de los hindúes –paradójicamente, pues es
ahí de donde nació la confusión colombina que se tornó en concepto–, así como
los chinos, japoneses, persas, árabes, judíos, egipcios y esquimales entre
otros.
Donde
quizás no hay grado de confusión es en América, en donde tenemos 500 años
llamando indígenas a los pueblos originarios de aquí, también llamados
amerindios, indios y nativos americanos y en donde nunca se nos ha ocurrido que
puedan tener un nombre propio, que quizás los podríamos llamar como se llaman a
sí mismos. Preferimos meterlos a un costal nominal que, como vemos, no explica
mayor cosa.
En
México, la definición histórica de indio, de lo indígena, tiene su origen
evidentemente en la conquista española de 1521 y el largo periodo colonial, en
el que hubo múltiples y controversiales argumentos sobre lo que había que
entenderse por indígena, como lo ilustra Luis Villoro en Los tres grandes momentos del indigenismo mexicano. Parte
importante de esa discusión transitó el paso hacia la vida nacional que
sobrevino con la Independencia de España en 1824. Dejando a un lado las
opiniones de sustancia racista, que eran las de la mayoría de los criollos y
muchos de los mestizos acaudalados a costillas de la explotación de pobladores
indígenas, lo rescatable en el siglo XIX son las opiniones de los escritores,
educadores e intelectuales liberales que buscaron sinceramente una salida a las
dificultades sociales que implicaba la consideración de “ser indígena”.
Un
breve recorrido por las mentes preclaras de los decimonónicos mexicanos nos
hará una idea de los sentimientos que movían aquella preocupación. Francisco
Pimentel, lingüista e historiador observó que “tan triste es su situación que
sólo se alegra al ver morir y llora al ver nacer” (Villoro, 1979:183), por lo
que dedicó buena parte de su obra a descubrir el declive de las civilizaciones
indias, en las que observaba una religión bárbara; despotismo de sus gobiernos,
educación cruel, comunismo y esclavitud, culpando de su estado a la
“degradación sufrida” en manos de los españoles y a la falta de una religión
ilustrada, como la católica. A pesar de ello, Pimentel no tiene duda de su
educabilidad, “si acaso Camper tiene razón sobre su capacidad craneana”, para
lo que sugiere impulsar la inmigración, blanquear México para la salvación
nacional y el olvido de sus costumbres e idiomas, puesto que los indios pueden
rebelarse, por lo que se les extermina o se les transforma: “matar o morir”. (Villoro,
1979:184)
Guillermo
Prieto critica su brutal explotación y su sometimiento al vicio, esta situación
“frustra todas las combinaciones políticas” en el modo de ser de México. “En el
fondo de ese cenagal de vicios… resplandece la idea del dominio pasado, el
resentimiento de la dignidad ultrajada… el odio y la esperanza de venganza”.
(Stabb, 1969)
El
fundador del positivismo mexicano, Gabino Barreda, veía grandes esperanzas en
la educación para moldear una sociedad. Pide una educación pública uniforme
(1870), “borrar rápidamente toda distinción de razas y de orígenes entre los
mexicanos”. La idea de Barreda fue retomada por Justo Sierra, Ignacio Ramírez,
Rafael de Zayas e Ignacio Manuel Altamirano: hay que educar al indio, que
Francisco G. Cosmes negaba por irrealizable, injusta e inútil. Sierra responde
que el criterio de inactividad sistemática es contrario a la dignidad humana, a
la verdad histórica y a la ciencia. Y cita a Comte y Littré: “una sociedad es
más modificable cuanto más compleja sea”. (Stabb, 1969) De los tres, Ignacio
Ramírez tuvo la visión para pedir una educación especial, que apenas en 1982
el estado mexicano tuvo a bien aceptar como opción viable: Deben conocerse a sí
mismos y tener nociones exactas de lo que los rodea y su “entrenamiento
vocacional” debe ser especial, pues los beneficiaría más que la enseñanza
académica tradicional, afirma Ramírez, que además pugna por reconocer sus
lenguas, sus formas de pensar, pues “no llegarán a una verdadera civilización
sino con el idioma en que piensan y viven”.
Francisco
Bulnes es en muchos sentidos el malo de la película, pues sus razonamientos
estuvieron imbuidos en una perspectiva racista sin pelos en la lengua. Para
Bulnes (el indio “es un hombrecillo pendenciero, sucio y ladrón”) el indígena
es patriota en su raza, pero no para la que lo ha oprimido. (Stabb, 1969)
El
llamado “ideólogo de la Revolución”, Andrés Molina Enríquez, opinaba que a
pesar de parecer inferior, su “adelantada selección” y “adaptación al medio”
representa, en sentido biológico, a un grupo superior. Manuel Gamio, el padre
de la antropología mexicana, desde su influyente puesto en la primera
Secretaría de Educación Pública, pidió no abandonarlos a su suerte; crear una
política estatal para su progreso, para investigar y satisfacer sus necesidades
y aspiraciones biológicas, culturales y psicológicas. Lo hizo, fundó el
indigenismo mexicano, que en palabras llanas significaba acabar con el indio
para transformarlo en mestizo.
José
Vasconcelos, primer secretario de la educación postrevolucionaria, pensaba que no
obstante su ignorancia y miserables sistemas sociales y económicos, los indios
“son y pueden volverse aptos”. Recomienda sin embargo “dejarse influir por el
indígena, por su cultura y por sus artes”.
Moisés
Sáenz fue de los primeros antropólogos en experimentar sistemas para aplicar la
política de asimilación indígena. Enfatizó su atraso, su aislamiento, “el
ambiente pasivo” que los envuelve. Vive en “un medio de pobreza espiritual, de
incapacidad económica y de aislamiento”. Su pobreza espiritual “es más bien una
deficiencia de expresión que de cualidad espiritual misma”. (Sáenz, 1979: 106)
Después de todo, dijo Sáenz, sus almas
no están muertas; hay que despertar su deseo de aprender mediante su propia
colaboración.
El
historiador y académico Alberto María
Carreño, prolífico ensayista literario y revisor de textos de mística y poesía,
cree que no habrá solución a “la realidad social” mientras no se modifique de
manera radical el “modo de ser de nuestros indios”. Y veía un solo camino:
“total occidentalización”, pues como para otro secretario de Educación pública,
Narciso Bassols, era urgente sacar de su postración y miseria intelectual a los
indígenas puros. Transformarlos cultural, biológica, económica y socialmente.
Vicente
Lombardo Toledano, junto a Miguel Othón de Mendizábal y Julio de la Fuente,
pensaban que había dos vías visibles para el tratamiento del indígena: obligarlo
a mestizarse o respetar sus características y así que se incorporen a la
economía y cultura de la patria. Lombardo observó que nunca se pensó realmente
en su beneficio, “siguieron siendo los parias de siempre… los asalariados
paupérrimos; en muchos casos los esclavos”, como lo afirmó en la Conferencia de
Pátzcuaro de 1940. La mestización y disolución de los indios es una falsa
enseñanza del pasado. Debe haber otros métodos para colocar al indígena en un
mismo plano de posibilidades que el mestizo y el blanco. Por otra parte, el
arte indígena ha servido para que no nos avergoncemos de ser mexicanos.
Gonzalo
Aguirre Beltrán, el más influyente y moderno implantador del indigenismo
operativo en México, observó que el indio manifiesta situación de
subdesarrollo, pero que en los estudios antropológicos de los pioneros
mexicanos se da una “importancia exagerada” a la definición del indio y de lo
indio, hasta 1949, fecha del II Congreso Interamericano de Cuzco “donde esta
preocupación epistemológica alcanzó su clímax” y se abandonó “la idea de la
definición personal para intentar su definición en el grupo organizado”. La definición de “lo indio”, de “indígena” dejó
de tener importancia trascendente, lo importante era el desarrollo integral del
sistema que comprende indios, mestizos y ladinos. En ellos no era importante
descubrir niveles de aculturación, sino los niveles de integración
intercultural. El indio, pues, resumió don Gonzalo, es el sujeto de la acción
indigenista.
No
hay una explicación lógica que justifique el uso moderno de la palabra “indígena”,
“indio”, “indito” para referirnos a los habitantes de los pueblos originarios
mexicanos, persistentes sujetos de nuestro humor nacional (el chiste del indito
es un género posicionado), la común invocación de lo abyecto y del atraso, la
ignorancia y la suciedad es lo indígena, así como uno de los insultos más
usados en nuestra amplia gama de improperios cotidianos: pinche indio.
El
poeta ñuu–savi Kalu Tatyisavi, ganador del Premio Nezahualcóyotl de Literatura
en Lenguas Mexicanas 2012, declaró que es tiempo de poder redefinir conceptos
como pueblos indígenas, indios y etnias, ya que éstos contribuyen a continuar
con el racismo, la discriminación y el olvido de la historia mesoamericana. (La
Jornada de Oriente, Paula Carrizosa, 2013-02-26) Coincido con él, por eso en este blog se trata de evitar, en lo posible pues su materia es la antropología, el uso de los conceptos de indígena, indio, indito para utilizar mejor el de pobladores originarios, pueblos originarios; o mejor, el de náhoas, O`dam, Ben'Zaa, Binnizá del istmo, Homshuk, Konkaak, Mayas,
Mazahuas,Ha shuta enima, Me'phaa, Ayuuk,
Nayeri, Ñähñú, Ñuu Savi, Pai pai, Purépechas, Rarámuri, Tinujei, Wirrárika, Dinik,
Xi'úi, Yoreme, Yoreme, Tsa ju jmí o Sheí Chué, sus nombres propios que es como
debiéramos llamarlos.
Bibliografía
Sáenz,
Moisés, México íntegro, SepSetentas, 1979
Stabb,
Martin S., América Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo
ideológico hispanoamericano, 1890-1960. Trad. de Mario Giacchino, Caracas,
Monte Ávila editores, 1969.
Villoro,
Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México. Ed. Casa Chata,
num. 9, México, 1979.
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