Jacinta era una
niña que quería más del mundo pero sus deseos se vieron truncados por la
ignorancia de sus padres. No que fueran económicamente demasiado pobres, sino
que la pobreza de aquellos hombres y mujeres de la época revolucionaria era de
miras, de expectativas que eran incapaces de percibir en sus hijos como sus
padres tampoco las habrían advertido para ellos. La única verdadera respuesta era
la violencia.
DOÑA JACINTA
BÁEZ RODRÍGUEZ
Soy
Jacinta Báez Rodríguez. Yo nací en Atlixco, Puebla, el 11 de Septiembre de 1910
en el barrio de La Merced. Se le decía así porque hasta hoy existe una iglesia
que se llama De la Merced.
Toda
la gente era muy amable, se saludaban, platicaban, muy pocas veces yo llegué a
oír que hubiera problemas. Mi papá se llamaba Dolores Báez, era maestro de
albañiles, trabajaba en la hacienda de San Mateo con los señores Maurer.
Dirigía a un grupo de gente que trabajaba y él tenía que estar pendiente de lo
que hacían todos.
Era Atlixco un
lugar muy tranquilo. Yo que me acuerde ya no vi revolucionarios como en 1910,
el año que yo nací. Pero mis recuerdos son por los veintes. A mi hermana –que
no es hermana completa, es media hermana-, se la trajeron para Puebla de
Atlixco porque las muchachas tenían peligro, porque se las llevaban. Se la
trajeron a Puebla y yo me acuerdo, muy poco, cuando le venimos a traer. A
Puebla nos veníamos en tren, era la única forma, además de la carreta o
caballo, pero nosotros veníamos en tren. Salía el tren a las 6 de la mañana y
llegaba aquí como a las doce, una de la tarde. Venir a Puebla era la aventura
de subir al tren y luego la ciudad que muy bonita, grande, con mucha gente, muy
arregladas las mujeres. Me gustaba todo. Comíamos con una amiga de mi mamá.
A mi hermana la
quería mucho, se llamaba Eulalia y era mucho mayor que yo, era nada más de mi
mamá, no de mi papá. Era una buena mujer. Entonces la mayoría de las muchachas
tenían el pelo largo, eran contadas las que tenían el pelo cortado. Se ponían
trocitos de papel, se enrollaban el pelo para que les quedara medio chino y ya
luego se peinaban. Entonces no había en Atlixco salones de belleza, entre las
amigas se ayudaban.
Fui a la
escuela muy poco, pero sí fui. Son temporadas muy bonitas para uno porque uno
era una niña y, aparte del estudio que le daban a uno, lo enseñaban bien porque
en ese entonces las maestras eran muy exigentes. Teníamos que estudiar, pero a
la vez nos daban recreo, nos daban un tiempo para jugar. Jugábamos a la Víbora
de la mar, la Naranja dulce, todo eso. Se correteaba uno con otro, eran juegos
muy sencillos, no como ahora.
Era un colegio
católico que se llamaba Corazón de Jesús. Era con maestras que no eran de
Atlixco, sino que, como la escuela era de los señores Maurer, unos hacendados
de ahí de Atlixco, las maestras vinieron de otros lugares, no me acuerdo de
dónde. Era católico pero no de monjas. Estaba en una bonita casa debajo de los
portales, no la llegaron a cerrar durante la persecución. Nomás nos decía la
maestra que no entráramos juntos, que fuéramos entrando poco a poco. Y así lo
hicimos y nunca pasó nada, seguimos estudiando. Pero yo ya no seguí estudiando,
estudié el primer año y parte del segundo, porque mi mamacita, en paz descanse,
una tarde que estaba haciendo mi tarea en la mesa del comedorcito, me dice:
“¿oye, qué estás haciendo?” Estoy haciendo mi tarea. Me dice: “¿entonces ya
sabes escribir?” Le digo: no bien, pero ya empiezo a entender, mire, aquí estoy
escribiendo. “Ah, bueno.” Nomás eso me dijo. Ya después que le dice a mi papá:
“ella ya sabe escribir, ya que no vaya a la escuela.” Como era de paga la
escuela, usted comprenderá. Y como ni mi mamá ni mi papá sabían escribir, al
verme escribir dijo: “ya, ya sabe...” y ya no me mandó. Y hasta ahí me quedé.
Mi mamá era una
mujer muy buena, muy trabajadora. Y yo era la única hija, no tenía más que a mi
media hermana. Ella guisaba y hacia todo el quehacer de la casa. Yo comía de
todo lo que ella me daba, de todo.
Siempre viví en
Atlixco, allá me casé. Estudié hasta el segundo año, luego ayudé en los
quehaceres de la casa hasta que me casé. A mi esposo lo conocí en la calle,
cuando me enviaron a algún mandado. Muy poco salía yo a la calle, y una vez que
me enviaron a un mandado es cuando él me conoció. Él me vio a mí. En ese
entonces, hasta cierto punto era uno un poco tonta, porque las mamás nos traían
muy cortas. Y cuando la mandaban a uno a un mandado y se tardaba un poquito, ya
la estaban esperando a uno. Sí, era muy delicada. Ese día, en una de esas salidas,
me mandaron al centro a comprar ya no me acuerdo qué, y fue que me empezó a
seguir y yo no le hacía caso, porque me daba miedo que mi mamá me viera o le
fueran a decir. Entonces empezó a mandarme cartas y yo empecé a contestarlas.
Eran cartas muy bonitas. Él era mecánico de la fábrica de Metepec, era un
hombre muy educado y estaba joven; sí, sí me gustó. Estuvimos como tres años de
novios, puras cartas, muy pocas veces que llegamos a cruzar unas cuantas
palabras, porque mi mamá era muy delicada y le tenía yo miedo porque me pegaba.
Mi papá no. Porque cuando mi mamá me acusaba con él decía: “tú le pegas, pues
qué más quieres, tú la maltratas, tú le pegas, tú la regañas, para qué me dices
a mí. Yo no me voy a meter.” Mi papá me defendía. Yo tenía una buena relación
con él, porque tenía muy bonito carácter. Mi mamá era una buena mujer, pero sí,
era mucho muy dura. Mucho, para todo. Yo con mis hijos ya no fui tan dura, no.
Decía yo “no, si yo sufrí tanto con mi mamá, como voy a hacer sufrir a mis
hijos.” Sí, claro, los regañaba, pero que yo les pegara no, muy rara vez,
solamente que fuera una cosa ya muy grave era que les pegaba. No, nomás los
regañaba.
Me casé muy
joven y me encontré gracias a dios un hombre muy bueno, muy comprensivo. Él
tenía 22 años, yo tenía 16, muy joven porque lo que quería una era salirse de
las casas porque anteriormente eran muy duras las mamás. Se llamaba Faustino
Linares y tuvimos tres hijos. Los enviamos a la primaria en Atlixco.
Ahora veo mi
vida un poco aburrida, por lo que recuerdo, porque ahora hay mucha libertad. En
aquel entonces no había ninguna libertad para las muchachas. Algunas sí tenían
libertad, pero la mayoría no, las mamás eran muy delicadas. No nos dejaban
tener ni amiguitas, porque nos veían platicando con alguna amiguita y “nos
daban”. Yo le tenía mucho respeto porque no le gustaba que anduviera yo con
amiguitas ni que anduviera yo en la calle. Era delicada ella. Le tenía yo
miedo. No era tanto miedo al ridículo de que le pegaran a una en la calle, sino
al dolor de los manazos que me daba. Mi papá le decía que no estaba bien que me
estuviera pegando. Le respondía: “tú cállate, tú no te metas, yo soy la que
tiene que ver con esto.” Bueno, ya ni modo. Antes eran muy delicadas las mamás.
Ahora creo que ese rigor no era necesario, creo que exageraban. Teníamos que
andar con las amiguitas a escondidas. Nomás que ¡ujule! con un cuidado
tremendo, que no nos vieran las mamás. Porque si nos veían a una o a otra les
daban su zumba, a todas. Nos daban con la mano o con un palo. Eran muy
vigiladoras, no como ahora. Ahora los regañan porque tienen que regañarlos,
pero ya no es lo mismo que antes.
En realidad las
niñas y los niños deben de tener cariño y amor, no deben de tratarse con puro
rigor, porque no debe de ser. Sí, hay que tener rigor para que no se críen
malcriadas o amigueras, pero en realidad no como nos trataban a nosotros. Vimos
que no estaba bien y no tratamos a nuestros hijos así. Yo tuve ocho hijos y los
ocho viven. Cinco hombres y tres mujeres. Son buenos mis hijos, me quieren, me
llaman y ya no puedo pedir más. Ellos trabajan, viven bien, tienen sus casas,
tienen sus cosas, sus hijos.
Atlixco tiene
muchos pueblos, y de los pueblos bajan verdura, fruta al mercado, pero ya las
fábricas las cerraron, y cuando eso ocurrió se vació, se fue mucha gente que se
quedó sin trabajo. Ahora está otra vez muy bonito. La gente va a hacer plaza,
se llena los martes y los sábados. No como antes con tanta fábrica, pero sí. Va
gente de México, de acá de Puebla porque venden al por mayor, entonces se
compra mucho.
La poca gente
que conocí vivía con mucho trabajo, era medio difícil su vida. Yo nunca fui
rica pero nunca me faltó, ni con mis padres ni con mi esposo. No me puedo
quejar. No tuve demasiado, pero nunca me faltó, gracias a Dios. Tengo 91 años.
No me quito la edad, a veces se me borran las cosas cuando estoy hablando, pero
no me quito la edad. Hubo tiempo en que me enfermé mucho, pero ahora que estoy grande
ya no me enfermo de nada. Y como lo que comen mis gentes, lo que me dan yo lo
como, nunca me hace daño, gracias a dios. Todo bien.
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