La pobreza que he visto en las sierras de Puebla, Guerrero y Oaxaca en realidad la he visto a lo largo de toda mi vida. Primero en mi pueblo natal Cuauhtémoc, Chihuahua, luego en mi peregrinar al sur para vivir en el DF casi quince años y recorrer largamente las vías del sur, de Xochimilco a Tláhuac, y más allá, a Tlalmanalco y Amecameca; ahí la miseria estaba a flor de piel; luego, veinte años en Puebla donde he recorrido la sierra norte, la sierra negra y la propia ciudad con sus pueblos y municipios circundantes, donde la miseria sigue al caminante como una luna llena a través de los cerros y los bosques.
Basta asomarse en las entradas de los pueblos del camino para mirar la miseria cruda de los habitantes sin ningún servicio, que viven en sendas casuchas mal construidas entre arroyuelos de meados y perros, cerdos, gallinas y guajolotes, todos deambulando por las casas tan campantes y acostumbrados. Es la miseria de las ciudades y los pueblos mexicanos, que allá en las sierras de México alcanza índices estadísticos alarmantes. Es cuando interviene la ONU y otros organismos humanitarios y señalan índices de miseria absoluta (marginalidad “muy alta”, reconoce Microregiones), se hacen obligatorias las acciones. Estos organismos tienen una amplia experiencia en África y Asia. Se toman medidas para combatir la insalubridad poniendo pisos de concreto en las chozas de adobe y carrizo, de tal forma que, al menos, ya no haya tierra en las cocinas. Las letrinas se reparten empotradas en una base de cemento que se instalan sobre un hoyo, que deben hacer los vecinos.
Es muy extraña la improvisación de todos para aplicar esos programas. En primer lugar se hacen a toda velocidad, como si los persiguiera Ban Ki-moon con un sable coreano. Queriendo hacer en meses lo que no se ha hecho en décadas, en siglos. Es un error, los pueblos no tienen tanto apuro. Es decir, no es que no tengan apuro, pero bien podrían esperar un mes para que se hiciera un análisis de cada municipio, para detectar y buscar encauzar sus principales problemas. Es tanto como decir: que sean los pueblos partícipes de la inversión y que el gobierno aporte sus recursos en concordancia con los resultados de su estudio. Parece fácil, y quizá lo es, el problema es cuando el gobierno escucha más –o más perentoriamente- las recomendaciones internacionales, que cuando intenta procurar un desarrollo en escenarios ciertamente complicados como son los 350 municipios más marginados del país.
Pero existe en los pueblos otra clase de miseria que no es medible en los índices de la ONU o del gobierno federal, tiene que ver con los sabores, con la variedad que ofrece la naturaleza. Esta miseria se halla en la memoria y, paradójicamente, ya no duele. Se le recuerda con el placer de la sobrevivencia, de la realidad superada, del triunfo de la propia naturaleza humana sobre los embates de la disentería, la desnutrición y la gastroenteritis. Así la recordaron tres ancianos de Huitzilan de Serdán, en la Sierra Norte de Puebla, saboreando el recuerdo de miserias idas, sin ninguna nostalgia pero con placer. Me lo dijeron con sus propias palabras:
Me dice don Pedro Cipriano Bonilla recargado en la pared amarilla del local de antorcha campesina.
“En mi infancia mis padres eran muy pobres, muy de escasos recursos; en mi infancia crecía y no conocía alimentos como ahora que hay de todo, eso no lo comimos. En años anteriores cuando yo empecé a ir a la escuela, nomás nos daban en la mañana tortilla con tantito frijolito, o cuando encontraban compraban algo, compraban carne, pero una vez al mes, casi siempre nos daban quelite, puro quelite, tortilla con sal nada más, eso estamos comiendo. Nosotros le llamábamos buena comida cuando mataban un pollito, un cochinito, ya para nosotros era una comida suculenta. Chilpozonte de pollo, o mole, pero eso solamente cuando hacían una fiestecita. El chilpozonte es rojo, nosotros le llamamos mole de olla. El mole, pues, es con chile ancho, chipocle, eso le llamamos mole de pollo, de cerdo. Es el mismo mole que en la ciudad de Puebla, pero antes lo hacían muy aguadito, ahora ya cambió todo, ahora lo hacen espeso, bien preparadito.”
Interviene don Crecencio Bonilla
“En 1946 mi madre nos hacía comida con chile macho, ella nos hacía una salsa y nos ayudábamos con tortillas para almorzar. Sabiendo que nosotros éramos de dinero, mi padre tenía dinerito, pero igual eso comíamos. Y a la escuela. Nos daban cinco centavos para comprar, pero eso nos alcanzaba para mucho. Un centavo de cacahuates, dos de galletas, o sea que los cinco centavos rendían bien. Después no nos alcanzaban los cinco centavos, nos lo subieron a diez, pero a traer zacate para las bestias, teníamos que ir con nuestra palita a traer zacate. O si no, a ver los animales al potrero, había que picarles la pastura y desgranarles su maíz. La cena, el que quería cenar, pobrecita de mi mamá, de dónde voy a agarrar dinero para el pan si tu papá ni siquiera nos da para comprar pan. Nos daba un tarro de café y nos metía las tortillas dentro del café como si fuera pan, ahí estamos comiendo. El pan lo comíamos en Todos Santos, era cuando comíamos. A veces un blanquillo que ponía la gallina y corríamos a la panadería y lo cambiábamos por pan. Pero sí conocíamos el pan. Yo tengo un chamaco nada más, pero ese sí, le tiene usted que comprar el pan, lo que tiene que comer, ya no va a comer los frijoles con epazote, ya no va a comer café con una tortilla metida, ya son chamacos que le van abriendo a uno más los ojos. Y yo, un sobrino mío, que se crió en la casa, le di su carrerea de maestro, y es un muchacho que está saliendo bien, trabaja por Tehuacán de maestro federal. Puedo decir que me regala cada año lo que tiene gusto por regalarme, no se ha olvidado de mí. Yo le agradezco mucho porque me había yo enfermado de agarrar la jarra, y él fue el que intervino para que me curaran. Y hasta la fecha, ahí estoy. Yo ya era precandidato a Los Pinos, porque ya me sentía muy mal, pero ahorita recapacité y ya llevo dos años y medio de no tomar. Lo que me dijo el médico de Zacapoaxtla fue que me salvé porque no fumé, si yo hubiera fumado me hubiera ido derechito, `se te hubieran cerrado los pulmones y ya`. Es lo que le agradezco a mi sobrino, que está de director, y el otro muchacho que está en Tehuacán, que yo formé. Son los únicos que me están cuidando, me visitan, cualquier cosa que quiero, ellos responden: así como nos ayudaste tú, así te vamos a ayudar también. Y eso es lo que les agradezco.”
Don Filiberto Hernández es un poco menor que los Bonilla, sus recuerdos todavía le ensombrecen el gesto:
“Yo recuerdo que nosotros sufrimos mucho, yo sufrí bastante porque casi no comía, pues, en la mañana comía tortillas con sal, me acuerdo que mi mamá buscaba mucho un quelite que le decíamos aquí en náhuatl, pitopilitl, que hoy lo conozco como mapapa, es una hoja ancha que había que quitarle todas las venas y dejar el puro quelite, se desvena, se junta y se hierve. Nomás que es muy agarroso ese quelite, por lo que debe hervirse bien, se le echa ajonjolí molido. O cacahuate. Nos dábamos una comida pero buena con ese quelite. Ese lo recogíamos en los cafetales. También comíamos frijolitos. Cuando mataban pollo, el chilmolito, que le dicen, consiste en chipocles hervidos, los molían en metate, a los jitomates también los molían y los echaban en el caldito de pollo. Cuando mataba mi mamá un pollo hasta hacíamos fiesta. Desgraciadamente no era seguido, porque mi mamá criaba las gallinitas, los pollos, para venderlos y comprar maíz. Sí, tuvimos una vida muy sufrida, con mucha desigualdad económica. Mi papá sembraba maíz, pero mi papá se fue a un rancho, se fue a meter en una cueva, y nosotros le íbamos a dejar de comer hasta allá. Me acuerdo que nomás nos daba media almud de maíz, unos tres kilos y medio, una medida antigua con la que medían el maíz, el café, el frijol. Con ese medio almud le teníamos que llevar los tacos para dos días, a nosotros nos quedaba muy poquito. Ya mi mamá andaba corriendo para conseguir con qué sopear, qué comer. Porque nomás pura tortilla, pues no. Sufrimos bastante. Dulces, de vez en cuando, por ejemplo el chicloso, había unos dulces de colores, tipo caramelo, envueltos en papelitos. Costaban cinco centavos. Nosotros no tuvimos la gracia de tomarnos un refresco en esa época, nomás veíamos a la gente que tomaba, pero nosotros no teníamos dinero para darnos el lujo de comprarnos un refresco, pues, tomábamos agüita nada más. Nuestro mundo era demasiado pobre, incluso yo terminé mi primaria, pero ahora sí con mucho esfuerzo. Después de que mi mamá me consiguió un pantalón y lo pintó, porque mi papá no me compró mi uniforme cuando salí de la primaria, pues ahí anda mi mamá consiguiendo la ropa, calzado prestado porque tampoco tenía. Terminé la primaria a empujones, como dice el dicho. Tenía ganas de seguir estudiando, pero no pude, se nos cerró el mundo, no pudimos salir adelante. Por eso hoy estamos mejor, todos mis hijos tienen la preparatoria, se desenvuelven más, tengo tres hijos en Nueva York, uno es cheff, y los otros trabajan por allá en otras actividades. Se fueron con preparatoria y cuando llegaron fueron a la academia de inglés, pues siempre les dije que si estaban allá aprovecharan a estudiar el inglés, pues si no estudian estando allá, carambas, como un burrito. Pero ellos se han defendido y hablan inglés y ya se han desenvuelto bien. Tienen como cuatro años que vinieron y ahora otra vez piensan venir. Hasta blanquitos quedaron, pues no es lo mismo trabajar a pleno sol como nosotros, que como ellos que trabajan adentro de lugares. Me siento orgulloso, me siento bien, pues a pesar de todo ellos ya no sufren como yo, pues. Ya nos les cierras el mundo, pues, como a mí. Ya tienen mejor vida. Y la única que está aquí es mi hija nada más, que es la secretaria del Registro Civil. Me encuentro sólo con mi hija, pues, pero contento. Tuvimos dificultades con mi esposa y nos tuvimos que separar, pues, después me encontré a otra señora y volvimos a fracasar, pues, ahorita a ver qué mariposa me encuentro por ahí.”
Basta asomarse en las entradas de los pueblos del camino para mirar la miseria cruda de los habitantes sin ningún servicio, que viven en sendas casuchas mal construidas entre arroyuelos de meados y perros, cerdos, gallinas y guajolotes, todos deambulando por las casas tan campantes y acostumbrados. Es la miseria de las ciudades y los pueblos mexicanos, que allá en las sierras de México alcanza índices estadísticos alarmantes. Es cuando interviene la ONU y otros organismos humanitarios y señalan índices de miseria absoluta (marginalidad “muy alta”, reconoce Microregiones), se hacen obligatorias las acciones. Estos organismos tienen una amplia experiencia en África y Asia. Se toman medidas para combatir la insalubridad poniendo pisos de concreto en las chozas de adobe y carrizo, de tal forma que, al menos, ya no haya tierra en las cocinas. Las letrinas se reparten empotradas en una base de cemento que se instalan sobre un hoyo, que deben hacer los vecinos.
Es muy extraña la improvisación de todos para aplicar esos programas. En primer lugar se hacen a toda velocidad, como si los persiguiera Ban Ki-moon con un sable coreano. Queriendo hacer en meses lo que no se ha hecho en décadas, en siglos. Es un error, los pueblos no tienen tanto apuro. Es decir, no es que no tengan apuro, pero bien podrían esperar un mes para que se hiciera un análisis de cada municipio, para detectar y buscar encauzar sus principales problemas. Es tanto como decir: que sean los pueblos partícipes de la inversión y que el gobierno aporte sus recursos en concordancia con los resultados de su estudio. Parece fácil, y quizá lo es, el problema es cuando el gobierno escucha más –o más perentoriamente- las recomendaciones internacionales, que cuando intenta procurar un desarrollo en escenarios ciertamente complicados como son los 350 municipios más marginados del país.
Pero existe en los pueblos otra clase de miseria que no es medible en los índices de la ONU o del gobierno federal, tiene que ver con los sabores, con la variedad que ofrece la naturaleza. Esta miseria se halla en la memoria y, paradójicamente, ya no duele. Se le recuerda con el placer de la sobrevivencia, de la realidad superada, del triunfo de la propia naturaleza humana sobre los embates de la disentería, la desnutrición y la gastroenteritis. Así la recordaron tres ancianos de Huitzilan de Serdán, en la Sierra Norte de Puebla, saboreando el recuerdo de miserias idas, sin ninguna nostalgia pero con placer. Me lo dijeron con sus propias palabras:
Me dice don Pedro Cipriano Bonilla recargado en la pared amarilla del local de antorcha campesina.
“En mi infancia mis padres eran muy pobres, muy de escasos recursos; en mi infancia crecía y no conocía alimentos como ahora que hay de todo, eso no lo comimos. En años anteriores cuando yo empecé a ir a la escuela, nomás nos daban en la mañana tortilla con tantito frijolito, o cuando encontraban compraban algo, compraban carne, pero una vez al mes, casi siempre nos daban quelite, puro quelite, tortilla con sal nada más, eso estamos comiendo. Nosotros le llamábamos buena comida cuando mataban un pollito, un cochinito, ya para nosotros era una comida suculenta. Chilpozonte de pollo, o mole, pero eso solamente cuando hacían una fiestecita. El chilpozonte es rojo, nosotros le llamamos mole de olla. El mole, pues, es con chile ancho, chipocle, eso le llamamos mole de pollo, de cerdo. Es el mismo mole que en la ciudad de Puebla, pero antes lo hacían muy aguadito, ahora ya cambió todo, ahora lo hacen espeso, bien preparadito.”
Interviene don Crecencio Bonilla
“En 1946 mi madre nos hacía comida con chile macho, ella nos hacía una salsa y nos ayudábamos con tortillas para almorzar. Sabiendo que nosotros éramos de dinero, mi padre tenía dinerito, pero igual eso comíamos. Y a la escuela. Nos daban cinco centavos para comprar, pero eso nos alcanzaba para mucho. Un centavo de cacahuates, dos de galletas, o sea que los cinco centavos rendían bien. Después no nos alcanzaban los cinco centavos, nos lo subieron a diez, pero a traer zacate para las bestias, teníamos que ir con nuestra palita a traer zacate. O si no, a ver los animales al potrero, había que picarles la pastura y desgranarles su maíz. La cena, el que quería cenar, pobrecita de mi mamá, de dónde voy a agarrar dinero para el pan si tu papá ni siquiera nos da para comprar pan. Nos daba un tarro de café y nos metía las tortillas dentro del café como si fuera pan, ahí estamos comiendo. El pan lo comíamos en Todos Santos, era cuando comíamos. A veces un blanquillo que ponía la gallina y corríamos a la panadería y lo cambiábamos por pan. Pero sí conocíamos el pan. Yo tengo un chamaco nada más, pero ese sí, le tiene usted que comprar el pan, lo que tiene que comer, ya no va a comer los frijoles con epazote, ya no va a comer café con una tortilla metida, ya son chamacos que le van abriendo a uno más los ojos. Y yo, un sobrino mío, que se crió en la casa, le di su carrerea de maestro, y es un muchacho que está saliendo bien, trabaja por Tehuacán de maestro federal. Puedo decir que me regala cada año lo que tiene gusto por regalarme, no se ha olvidado de mí. Yo le agradezco mucho porque me había yo enfermado de agarrar la jarra, y él fue el que intervino para que me curaran. Y hasta la fecha, ahí estoy. Yo ya era precandidato a Los Pinos, porque ya me sentía muy mal, pero ahorita recapacité y ya llevo dos años y medio de no tomar. Lo que me dijo el médico de Zacapoaxtla fue que me salvé porque no fumé, si yo hubiera fumado me hubiera ido derechito, `se te hubieran cerrado los pulmones y ya`. Es lo que le agradezco a mi sobrino, que está de director, y el otro muchacho que está en Tehuacán, que yo formé. Son los únicos que me están cuidando, me visitan, cualquier cosa que quiero, ellos responden: así como nos ayudaste tú, así te vamos a ayudar también. Y eso es lo que les agradezco.”
Don Filiberto Hernández es un poco menor que los Bonilla, sus recuerdos todavía le ensombrecen el gesto:
“Yo recuerdo que nosotros sufrimos mucho, yo sufrí bastante porque casi no comía, pues, en la mañana comía tortillas con sal, me acuerdo que mi mamá buscaba mucho un quelite que le decíamos aquí en náhuatl, pitopilitl, que hoy lo conozco como mapapa, es una hoja ancha que había que quitarle todas las venas y dejar el puro quelite, se desvena, se junta y se hierve. Nomás que es muy agarroso ese quelite, por lo que debe hervirse bien, se le echa ajonjolí molido. O cacahuate. Nos dábamos una comida pero buena con ese quelite. Ese lo recogíamos en los cafetales. También comíamos frijolitos. Cuando mataban pollo, el chilmolito, que le dicen, consiste en chipocles hervidos, los molían en metate, a los jitomates también los molían y los echaban en el caldito de pollo. Cuando mataba mi mamá un pollo hasta hacíamos fiesta. Desgraciadamente no era seguido, porque mi mamá criaba las gallinitas, los pollos, para venderlos y comprar maíz. Sí, tuvimos una vida muy sufrida, con mucha desigualdad económica. Mi papá sembraba maíz, pero mi papá se fue a un rancho, se fue a meter en una cueva, y nosotros le íbamos a dejar de comer hasta allá. Me acuerdo que nomás nos daba media almud de maíz, unos tres kilos y medio, una medida antigua con la que medían el maíz, el café, el frijol. Con ese medio almud le teníamos que llevar los tacos para dos días, a nosotros nos quedaba muy poquito. Ya mi mamá andaba corriendo para conseguir con qué sopear, qué comer. Porque nomás pura tortilla, pues no. Sufrimos bastante. Dulces, de vez en cuando, por ejemplo el chicloso, había unos dulces de colores, tipo caramelo, envueltos en papelitos. Costaban cinco centavos. Nosotros no tuvimos la gracia de tomarnos un refresco en esa época, nomás veíamos a la gente que tomaba, pero nosotros no teníamos dinero para darnos el lujo de comprarnos un refresco, pues, tomábamos agüita nada más. Nuestro mundo era demasiado pobre, incluso yo terminé mi primaria, pero ahora sí con mucho esfuerzo. Después de que mi mamá me consiguió un pantalón y lo pintó, porque mi papá no me compró mi uniforme cuando salí de la primaria, pues ahí anda mi mamá consiguiendo la ropa, calzado prestado porque tampoco tenía. Terminé la primaria a empujones, como dice el dicho. Tenía ganas de seguir estudiando, pero no pude, se nos cerró el mundo, no pudimos salir adelante. Por eso hoy estamos mejor, todos mis hijos tienen la preparatoria, se desenvuelven más, tengo tres hijos en Nueva York, uno es cheff, y los otros trabajan por allá en otras actividades. Se fueron con preparatoria y cuando llegaron fueron a la academia de inglés, pues siempre les dije que si estaban allá aprovecharan a estudiar el inglés, pues si no estudian estando allá, carambas, como un burrito. Pero ellos se han defendido y hablan inglés y ya se han desenvuelto bien. Tienen como cuatro años que vinieron y ahora otra vez piensan venir. Hasta blanquitos quedaron, pues no es lo mismo trabajar a pleno sol como nosotros, que como ellos que trabajan adentro de lugares. Me siento orgulloso, me siento bien, pues a pesar de todo ellos ya no sufren como yo, pues. Ya nos les cierras el mundo, pues, como a mí. Ya tienen mejor vida. Y la única que está aquí es mi hija nada más, que es la secretaria del Registro Civil. Me encuentro sólo con mi hija, pues, pero contento. Tuvimos dificultades con mi esposa y nos tuvimos que separar, pues, después me encontré a otra señora y volvimos a fracasar, pues, ahorita a ver qué mariposa me encuentro por ahí.”
Qué bueno está esto!
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