Una de las características más llamativas del indigenismo mexicano es su insistencia en situar al indio como a un igual de los indigenistas, casi sin distinción. Esto ha contribuido fundamentalmente a la pérdida del “objetivo antropológico” a favor de estudios sociológicos y políticos, tratando de acercarse a su objeto de estudio en el supuesto de que somos lo mismo, de que somos iguales.
Luis Villoro, haciendo eco a una idea de Echánove Trujillo, piensa que el derrotero de nuestro mestizaje ha sido desde la Independencia en el sentido de una creciente indigenización”, salvo algo que lo contradiga, acepta el autor de Los tres grandes momentos del indigenismo. Esto quiere decir que el mestizaje del futuro “lejos de suponer la continuación del predominio del mestizo tal y como ahora está constituido, supondrá un predominio del indígena”. (Villoro:211)
La afirmación, en su sentido somático no es sorprendente, pues, en realidad, es lógico, en tanto que el componente indígena, en una supuesta mezcla general de los mexicanos, es mayor que el componente europeo. Pero visto desde la óptica de una realidad cotidiana, el mestizaje hacia lo indígena resulta irreal en sus términos culturales que, en última instancia, es el único sentido en que puede situarse una discusión, pues se supone que el criterio racial está “ampliamente superado”.
A pesar de estar ampliamente superado, es conveniente resaltar la conducta mestiza o “ladina” (para usar esta expresión más adecuada de Julio de la Fuente para referirse a los “no indios”) hacia los valores culturales del indígena, que manifiesta un racismo puro que no es posible llamar de otra manera.
El racismo, tantas veces negado por la Antropología mexicana, es en realidad una conducta que se vive en todo momento de las relaciones sociales mexicanas. No sólo en los medios de comunicación, cuya tendencia claramente racista apunta a una pretensión blanquizadora que niega constante y rotundamente el color moreno, sino en el resto de la sociedad. El mexicano promedio tiende a negar, o al menos ignorar, sus orígenes indígenas tratando de ocultarlos con los medios que su condición social le permita. El indígena es en México el más bajo del escalafón social, al que se niega constantemente a favor de una “civilización moderna”, presuntamente asentada en las costumbres generales del mexicano. Como también es evidente.
Esta actitud no es sólo evidente en la práctica de la justicia del Estado, donde el indígena es eternamente el perdedor de cualquier litigio, sino de una sociedad mexicana que acepta sus valores indígenas sólo cuando le conviene, desconociéndolos cuando ve amenazada su proyección ideal, motivada por la creciente influencia de la mentalidad estadounidense; el mestizo mexicano toma para sí los valores ideales de esa ideología separándose, ya no sólo de la posibilidad de un origen indígena, sino de la supuesta conciencia nacional que nos acoge a todos y que también empieza a repudiar.
En la antropología mexicana se aprecia claramente una contradicción respecto al indio: por un lado el indio es diferente a la población ladina, puesto que es indio; por otro, es lo mismo que cualquier habitante nacional, de acuerdo a la ley. Manuel Gamio dice en su introducción a La Población del Valle de Teotihuacan que en México hay dos grandes agrupaciones conviviendo en un mismo territorio: una que es minoría y presenta “civilización avanzada y eficiente”; otra que es mayoría y “ostenta civilización atrasada”. En tanto que una posee la dirección política, la riqueza y el conocimiento científico, la otra permanece en estado de decadencia y miseria material e intelectual. (Comas:98) A partir de estos parámetros, la contradicción de la antropología mexicana, iniciada con Gamio, se incrementa en cada antropólogo –a excepción de Julio de la Fuente- y origina el mito de que México es un país donde no existe el racismo, que dura hasta nuestros días. La convivencia de las clases sociales que tanto admiró a los viajeros europeos en el siglo XIX se reafirma en la circunstancia de que, en efecto, en México siempre han convivido las clases sociales en la plaza del pueblo, costumbre que los europeos veían desaseada aunque en el fondo los asistiera cierta admiración.
Vayamos por partes: Mendizábal dijo en una conferencia en el palacio de Bellas Artes el 13 de abril de 1942, bajo el sugestivo título de “Los indios deben verse como hombres capaces, útiles y creadores”, que los hombres de ciencia ya no dudaban en que todas las razas del mundo “tienen potencialmente la misma capacidad para el progreso, para la vida útil y creadora”, y que eran circunstancias históricas y geográficas las que podían acelerar o retardar su estado evolutivo. (MOM II:485) Algo muy parecido a lo que el profesor Moisés Sáenz dijera un poco antes, sobre que “una ciencia menos apasionada y más verídica nos asegura que entre raza y raza la suma de los factores positivos y negativos es más o menos equivalente” (Sáenz:105), conceptos que ambos utilizaron para explicar la inconveniencia del uso del concepto de raza en el censo, y la introducción del concepto sustitutivo de cultura, pues raza había dejado de tener “utilidad en el orden administrativo, jurídico y político”.
No era, sin embargo, una discusión novedosa. Desde 1895 se había suprimido el concepto de raza en las preguntas del censo de población para usar mejor el de lengua, sistema que también aplicó en los censos de 1900 y 1910. Pero tan no estaba agotada la discusión que, en el censo de 1921, que “se realizó en condiciones desfavorables” según el propio Mendizábal, se tomó de nuevo en cuenta el concepto de raza, conjuntamente con el de idioma. En 1930, en vista de que el concepto de raza era visiblemente “anticientífico”, se volvió a suprimir dejando únicamente el de lengua, y añadiéndose la pregunta de si el entrevistado era bilingüe o monolingüe. (MOM V:8-9 y IV:173)
En medio de esas discusiones, siguió por extensión la pregunta sobre “qué era un indígena y qué no”, obteniéndose las respuestas más variadas. Mendizábal, por ejemplo, piensa que el indio es aquel que se siente indio, puesto que desde un punto de vista somático, que alude al color de la piel, la población mexicana guarda muy pocas diferencias con la población indígena y, no obstante, “no la podemos considerar como indígena”. (MOM IV:163)
El asunto de la igualdad somática llevó a Mendizábal a considerar que, en tanto los mexicanos eran más o menos morenos en su conjunto, nuestro país carecía por completo de los sentimientos racistas que distinguían las relaciones sociales de otros países, como los Estados Unidos. En México “no existe problema antropológico, porque nuestro desarrollo histórico nos ha permitido eliminar progresivamente el prejuicio racial”, explica Mendizábal, por lo que seríamos un pueblo mestizo con alto porcentaje de sangre indígena.
Las razones que argumenta para comprobarlo son estrictamente legales e históricas, y nada tienen que ver con la conducta social de los individuos: “nosotros terminamos con la discriminación racial, es decir, somática, por los caracteres hereditarios de los individuos, desde la constitución de l824 que declara sujetos de las mismas obligaciones y acreedores a los mismos derechos a toda nuestra población. Rompíamos, pues, con un régimen de castas estrictamente mantenido durante cerca de tres siglos”. (MOM IV:161) En sus escritos dedicados a la ley vemos como Mendizábal, junto a Gamio, pensaba que las leyes eran inadecuadas para los indios y que éstos debían tener una legislación especial, puesto que la vigente no estaba en condiciones de ser aplicada a ellos con justicia, pues era para la población mestiza, con lo que el argumento anterior sobre el antirracismo mexicano queda en entredicho.
Mi insistencia en hacer notar esta costosa maniobra de la antropología, la de negar el racismo en México (Alfonso Caso dice en 1962, casi con las mismas palabras, que el indio en México “no es un problema racial, sino cultural”, que el racismo es una actitud “anticientífica”, pues “la sociedad mexicana rechaza toda discriminación de origen racial” –Caso:1), no fue sostenido, ya no se diga por la práctica social de los individuos mexicanos, ni siquiera por los antropólogos que lo negaban. Así, dolorosamente, Mendizábal al hacer notar que las leyes mestizas eran inadecuadas a los indios, dice que éstos “tienen un atraso de evolución cultural, con relación a un francés, de 300 años” (MOM IV:153); por su parte, Manuel Gamio hablando de la imposibilidad de incorporarlos a “una civilización más avanzada”, dice que el indígena simplemente no puede, “como el niño no puede transformarse en adulto de la noche a la mañana; esto es obvio y no requiere discusión” (Comas:99); o las numerosísimas notas de corte racista del profesor Rafael Ramírez que a lo largo de su obra insiste, en el mejor estilo de Francisco Bulnes, que a los indios no sólo hay que enseñarlos a pensar, sino a vivir.
La excepción, entre los antropólogos de la época, fue Julio de la Fuente, quien en sus estudios sobre las relaciones interétnicas mexicanas demostró, no sólo para sus contemporáneos que lo negaban, sino a sus colegas posteriores que lo siguieron negando, la existencia de un racismo “operativo” que se manifiesta en actitudes muy conocidas, pero poco reflexionadas, y que en buen castellano sólo pueden tener una connotación, la racista.
Julio de la Fuente, para empezar, demostró que los ladinos tienen un conocimiento de los indígenas más bien corto, lo que motiva que los menosprecien como grupo y les asignen cualidades inferiores y desprecien sus costumbres y creencias, a las que califican de atrasadas, infantiles o burdas, “propias de gentes primitivas o incultas”. El menosprecio que se advierte es variable y guarda relación con el grado de “transculturación” de los indígenas. Los indios, dice De la Fuente, con raras excepciones, “aceptan la inferioridad que se les adscribe”, obteniéndose con ello diversas repercusiones, entre las que resalta la decisión terminante de no adoptar los patrones ladinos, así sean supuestamente superiores.
La palabra más generalizada de los ladinos para referirse a los indígenas es la de “inditos”, “y en todas partes tiene una connotación de inferioridad y menosprecio”, dice De la Fuente. En contrapartida, los indígenas casi nunca emplean este término para referirse a sí mismos, usando para los ladinos otros que manifiestan la supuesta inferioridad que se les achaca, como “gente de razón”, en tanto que otros expresan “los sentimientos negativos que los ladinos les inspiran”, como el “chabochi” rarámuri para referirse al blanco abusivo.
Julio de la Fuente manifestó algo que cualquier ladino interesado en saberlo podría observar, pues salta a la vista, pero también advirtió otro signos que alguna gente culta o humanista, sabedora en todo caso de que el racismo es un prejuicio, usa sin saber: la actitud paternalista de algunos ladinos que, simpatizando con los indígenas les llaman “inditos” o “muchachos”, tuteándolos, “voceándolos” o llamándoles por su nombre “cualquiera sea la edad o la categoría del indio”. Actitud que se manifiesta, según el autor, entre los propios ladinos de la clase alta para referirse a los de la clase baja. Es común, no obstante, que los indios que no hablan bien el español les respondan con el mismo tuteo o voceo, no así con los transculturados, que “guardarán la distancia social empleando las formas que el ladino espera”.
Por último, véase en los años veinte, cuarenta o sesenta, cuando un ladino marcha junto a un indio por la calle, se infiere que se trata de una transacción comercial o de un ladino con su sirviente indio. Así pues, “no hay contactos puramente sociales” entre ladino e indios, termina diciendo Julio de la Fuente. (De la Fuente, en Comas:100)
En lo anterior parece fundamental percatarse de la distancia que existe entre un antropólogo (Miguel Othón de Mendizábal) y su objeto de estudio y de lucha: el indio mexicano. La consideración de que el indigenismo mexicano, a pesar de que en algunas facetas parezca lo contrario, nunca pudo sustraerse de una carga enorme de racismo no asumido. La contradicción de la que hablaba arriba sobre el enaltecedor humanismo de los indigenistas al ocuparse de una comunidad depauperada a punto de extinción (no cultural, sino física, por razones políticas y económicas), y la de los portadores de una verdad científica que los antepone (“no hay necesidad de discutirlo”: Gamio) en un plano de superioridad frente al indígena, obligándolos a asumir esa actitud paternalista que los distingue. Es un rasgo que no es posible ignorar en un estudio sobre los indigenistas mexicanos, y menos tratándose de Mendizábal, en quien esta contradicción se manifiesta constantemente a lo largo de su obra: el científico que mira objetiva y fríamente desde las alturas de una “inobjetable” superioridad intelectual, y la del activista que intenta por todos los medios rescatar la imagen del indígena para una apática población mestiza.
Una explicación al racismo negado de Mendizábal la da su apego a la teoría evolucionista de la selección natural, que a mas de no negar cualidades intelectuales naturales entre los humanos, explica las diferencias culturales en base a los espacios disponibles y a la dotación de alimentos que crean entre los humanos la famosa “lucha por la vida”, y que termina con la explicación de la no menos famosa victoria de “los más aptos” malthusianos. Esta corriente de pensamiento humano que ya se encuentra en los escritos de Buffon, Goethe, Erasmo y Lamarck, a la que Charles Darwin da una connotación científica a mediados del siglo XIX, proporciona a Mendizábal un sustento “científico” en donde basar sus principales tesis antropológicas, históricas y prácticas. Desde ahí, Miguel Otón de Mendizábal sustentará sus opiniones sobre el indio mexicano, de donde también obtendrá sus principales aportaciones a la teoría antropológica nacional.
Para Mendizábal hay grupos indígenas que tienen un adelanto cultural mayor a otros, basándose en el grado, mayor o menor, en que hayan asimilado “los beneficios de la cultura moderna”. Ciertos grupos, dice, “los más ágiles, enérgicos e inteligentes, han multiplicado sus relaciones económicas enriqueciendo sus tecnologías (...), otros, en cambio, más tímidos o apegados a sus hábitos tradicionales, han visto depauperada su vida material”. Sin embargo, cuenta que desde la conquista se advirtió que aquellos que mostraban menor evolución, “resultaron muy difícilmente dominables por los habituales sistemas de violencia”, en tanto que los grupos más evolucionados “se sometieron con más facilidad al conquistador”. (MOM II:491)
La inteligencia del indígena es algo que Mendizábal no se pone a discutir, como hombre de gran inteligencia que era, sin embargo, basa esa presunción en un argumento que los intelectuales del siglo XIX ya habían esgrimido, a saber: que algunos indígenas han llegado a ser muy importantes dentro de la comunidad mestiza. “Han llegado a ocupar las categorías políticas, administrativas e intelectuales más elevadas” (MOM IV:162), refiriéndose a aquellos como Benito Juárez, Ignacio Ramírez y Manuel Altamirano, aunque, acepta, “solamente pudieron triunfar como mestizos de adopción; según las circunstancias de su vida de lucha, vivieron como tales, desvinculados de sus hermanos étnicos, cuando no enemigos mortales de su raza”. (MOM IV:376) Lo que lo llevó inherentemente a sostener que la única forma de alcanzar “los más altos puestos administrativos, políticos e intelectuales de la nación”, era volviéndose mestizos.
Mendizábal observó que la mestización mexicana no era privativa de los mestizos e indígenas nacionales. Ya los españoles traían en su sangre “milenarios cruzamientos antropológicos” íberos, celtas, germánicos y árabo-bereberes, y “profundas infiltraciones culturales nórdicas y mediterráneas”. El mestizo mexicano, por lo tanto, participa de todas aquellas mezclas aderezadas con las regionales, y saca de ellas un estilo propio que se ha condensado perfectamente a través de los siglos que siguieron a la conquista. Una vez independiente, el mestizo mexicano “exigió su parte en el festín” y, “a pesar de su menor preparación intelectual, ocupó, de tiempo en tiempo, su puesto en el timón, instruyéndose, después, hasta ser en la actualidad el elemento directivo del país”. (MOM IV:376)
México está gobernado por mestizos y para mestizos, lo que coloca a los indígenas en una posición económica y social difícil, afirmó. Es por ello que una obligación mestiza es afrontar y dirimir sus diferencias con el indio, pues sólo de esa forma podrá México contarse entre las naciones con posibilidades de desarrollo. Así, Mendizábal ubica al mestizo en el papel protagónico de la problemática antropológica de México. Según Luis Villoro, a propósito de esto, piensa que el indigenismo tiene ya implícita, no una respuesta sobre el elemento autóctono mexicano, sino sobre la propia cosmovisión de los que se interrogan: “para poder conocerse y saber de su vocación personal, precisa pasar el mestizo por el Otro, viéndose en él reflejado. Sólo se encuentra cuando el Otro se revela como su afirmación”. (Villoro:188)
Entonces el indio es para el mestizo un medio para la realización de un ideal particular. Se admite la existencia del indio en tanto cumpla ese papel de conductor. “Se reconoce su capacidad de trascendencia -señala Villoro-, pero no para que se erija a sí mismo como fin, sino sólo para que sea capaz de aceptar constantemente el fin que el otro le otorga”. (Villoro:189)
Luis Villoro observa que ni Mendizábal ni Gamio diferencian claramente entre indio y no indio. Gamio ve al indio como un extraño, a la vez que dice que es el verdadero americano: “Es lo extraño y separado a la vez que lo propio”, contradicción que intencionalmente deja en la ambigüedad.
Las definiciones de los indigenistas sobre el indio, según Villoro “no acaban de agotar exactamente el objeto social” que estudian. Apuntan sin embargo a un grupo social particular, pero que no es posible captar con el concepto de raza, sino por “nociones sociales y económicas”. En esta lógica, sugiere el autor de Los Tres Grandes Momentos del Indigenismo en México, podrían ser indios todos los grupos sociales de trabajadores “sometidos a sistemas de producción precapitalistas”. (Villoro:206)
Hablando de Francisco Bulnes, cuenta Mendizábal que al preguntársele una definición sintética del indígena y el mestizo mexicano, contestó en su forma característica: “es un hombrecito prieto, pendenciero, perezoso, sucio y ladrón”. Esta frase “tremenda por lo deprimente e injusta” es posible que pertenezca a Bulnes o no, aprecia Mendizábal, pero florece en la literatura copiosamente, y es, en general, la opinión “de la mayoría de los extranjeros”, criollos y mestizos de la clase acomodada y, “aunque parezca absurdo, es también la opinión de los pocos indígenas que lograron elevar su nivel de vida.” (MOM:322-323) El mexicano promedio tiende a negar -o al menos ignorar- sus orígenes indígenas, utilizando el disfraz que los medios de su condición social le permitan. (Stabb: América Latina en busca de una identidad )
El indígena de hoy ya no es objeto de integración y mestización -ahora se ha reconocido su existencia constitucional en 1992-, sino de negación social y cultural a un pasado insoslayable que los mexicanos tenemos en, al menos, una mitad de lo que somos, pero que nos negamos a conocer. Sus idiomas se extinguen, sus hijos no quieren vestir a la usanza tradicional, la migración ha traído como consecuencia la aparición de un tercer idioma en el conflicto: el inglés. Si esa indiferencia sobre las condiciones del indígena no es racismo, podemos seguir dándonos golpes de pecho por su situación e ignorar otros doscientos años lo que son ellos, para algún día terminar descubriendo que son lo que queda de aquella vieja historia de nuestra genealogía que nos negamos a ver, los pueblos indios, originarios de ninguna otra cosa que de nosotros mismos, la mitad desconocida de los mexicanos.
Ahora ¿qué tan cierta es esa otra mitad? ¿no se exagerará en la proporción? En un interesante estudio hecho por el Instituto Nacional de Medicina Genómica, se comprobó que el 65% del componente genético de los mexicanos es único y se le ha denominado "amerindio", los estudios hallaron componentes genéticos de 35 grupos étnicos distintos a los de Europa, Asia y África. Estos resultados lo que muestran es la existencia de un gen específico entre los mexicanos en un porcentaje nada desdeñable como el mencionado. (El Universal, 2007)
En otra noticia posterior sobre estudios genéticos, el director del Instituto Nacional de Medicina Genómica señaló que entre los mexicanos existen al menos 89 variaciones genéticas privadas (alelos), que no hay en ninguna otra población del mundo, las cuales provienen, casi en su totalidad, de los ancestros indígenas.” (La Jornada, 2009)
Bibliografía
Caso, Alfonso: Los ideales de la acción indigenista, Instituto Nacional Indigenista, México, 1962.
Comas, Juan, La antropología social aplicada en México, (trayectoria y antología), Instituto Indigenista Interamericano, Serie Antropología social I, México, 1964.
Gamio, Manuel: Consideraciones sobre el problema indígena, Instituto Indigenista Interamericano, México, 1966.
Ley Indígena, se aprueba el 25 de abril del 2001 en el Senado de la República, que consistió en adiciones al Artículo 1, la reforma íntegra del Artículo 2 y la derogación del primer párrafo del Artículo 4.
MOM: Mendizábal, Miguel Othón de: Obras completas, México, 1947, seis tomos.
Ramírez, Rafael: La escuela rural mexicana, Sep/80-FCE, número 6, México, 1981.
Sáenz, Moisés, México íntegro, SepSetentas (¿???)
Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México. Ed. Casa Chata, num. 9, México, 1979.
Stabb, Martin S., América Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960. Trad. de Mario Giacchino, Caracas, Monte Ávila editores, 1969.
Ward, Henry George: México en 1827, Lecturas mexicanas num. 73, FCE/SEP, México, 1985.
El Univeral on line, nota de Liliana Alcántara, 09 de marzo de 2007
La Jornada, nota de Ángeles Cruz Martínez, 14 de mayo de 2009