domingo, 28 de agosto de 2022

La pluralidad étnica

 

Guillermo Bonfil Batalla

Palabras pronunciadas por Guillermo Bonfil Batalla en los Pinos, el 10 de agosto de 1988, en la ceremonia de entrega de la "Presea Manuel Gamio. Al mérito indigenista". Las tituló La pluralidad étnica. Pugna por una mayor participación indígena y el impulso de proyectos autogestionados que nunca terminaron por concretarse:

“Al finalizar la década de los sesenta era perceptible en muy diversos países del mundo que los pueblos históricos englobados en los más distintos tipos de estados nacionales comenzaban una nueva forma de lucha política por la reivindicación de sus derechos étnicos. México no fue excepción. Los pueblos indios que habitan el territorio nacional desde épocas que se pierden en la profundidad del pasado, comenzaron a adquirir una nueva visibilidad en la sociedad mexicana: encontraron otras formas de organización para la lucha e iniciaron la elaboración de un discurso político que sonaba más comprensible para los oídos del sector no indio, acostumbrado al silencio que resulta de no querer escuchar y a la incapacidad para ver y reconocer que proviene de no aceptar la existencia legítima del "otro". Nunca estuvieron ausentes, por supuesto; pero ahora los pueblos indios estaban dispuestos a ingresar activamente a la escena política de México, con su propia voz y con su rostro propio.

“Esta irrupción inesperada provocó desconcierto entre quienes se ocupaban o preocupaban por el entonces llamado "problema indígena". Unos negaron la autenticidad de la movilización india; otros la atribuyeron a la acción de fuerzas oscuras, ajenas a los pueblos indios; algunos más le pretendieron restar importancia y significación, o, peor aún, le atribuyeron signo negativo frente a las que consideraban las mejores causas del país.

Hoy, a veinte años de distancia, es innegable que lo que se gestaba entonces era una nueva etapa de la ancestral lucha india que propone ahora un modelo de sociedad plural, que sea explícitamente reconocido por el Estado, y que exige la eliminación de las desigualdades con la misma firmeza con que demanda el respeto a las diferencias. Quiero entender el que se me otorgue en esta ocasión la "Presea Manuel Gamio", no como un reconocimiento a méritos individuales, discutibles y ciertamente insuficientes, sino como el reconocimiento a un grupo de antropólogos y colegas de otras disciplinas que decidimos desde entonces apostar por esa carta y hemos tratado de ser consecuentes con esa opción. No cabe aquí nombrarlos a todos; pero no puedo dejar de mencionar en esta ocasión a Salomón Nahmad, a quien considero un indigenista ejemplar y un defensor permanente de las mejores causas indias.

“El proyecto de construir una sociedad que reconozca la pluralidad étnica como dimensión fundamental para la organización del Estado y como potencial y riqueza igualmente fundamentales para la edificación de un futuro mejor, es una idea que ha adquirido en estos años plena legitimidad. Usted, señor Presidente, señaló durante su campaña electoral: "no hay enfrentamiento entre pluralismo social y cultural y unidad nacional. La historia demuestra que los centralismos no cohesionan, sino disgregan. La fuerza de nuestra unidad debe seguir siendo la riqueza de nuestra diversidad". Más adelante afirmó usted, con toda claridad, que requerimos "principios y mecanismos que reconozcan una verdadera federación de nacionalidades dentro de la nacionalidad mexicana". Con estos pronunciamientos quedó francamente abierta la puerta para que la política indigenista gubernamental se pudiera orientar en un sentido diferente, cuya característica principal sería una mayor participación india y el impulso a proyectos autogestionados.

“En el umbral del tercer milenio los mexicanos enfrentamos graves desafíos que adquieren carácter perentorio. Me atrevo a afirmar que el principal de ellos es el de redefinir nuestro proyecto nacional. Tres metas podrían unificar a la inmensa mayoría de los mexicanos y, en consecuencia, constituirse en los ejes para diseñar el nuevo proyecto de nación que queremos construir: deseamos una sociedad más democrática, que significa mayor participación de todos en las decisiones que a todos conciernen y formas de convivencia que descansen en el respeto absoluto a los derechos individuales y colectivos; deseamos una sociedad más justa, en la que las oportunidades y la riqueza social se distribuyan de manera equitativa; y deseamos una sociedad más feliz, si entendemos por felicidad la convicción de que tenemos la posibilidad de realizar plenamente nuestras potencialidades individuales y colectivas.

“Los tres objetivos están íntimamente ligados y pueden entenderse, de hecho, como facetas de un mismo modelo de sociedad que en lo político sea democrática; en lo económico, justa, y en esa dimensión subjetiva que es componente indispensable de la vida social, sea feliz. En mi opinión, para encauzar a la sociedad mexicana por un camino que nos acerque a estas tres metas, la cuestión del pluralismo étnico debe colocarse como un problema central cuya solución satisfactoria es indispensable y crucial. Las propias nociones de justicia, democracia y felicidad adquieren un sentido histórico preciso cuando se definen para una sociedad étnicamente plural, como la nuestra. 

“En el terreno de la democracia, por ejemplo, el reconocimiento del pluralismo étnico requiere mucho más que el respeto al sufragio. Se trata, ante todo, de admitir que los pueblos indios de México son entidades polí­ticas que deben ser reconocidas jurí­dicamente como integrantes del Estado nacional. Este reconocimiento es un paso inevitable en cualquier proyecto democrático, porque es un requisito para que los pueblos indios ejerzan el derecho a conducir sus propios asuntos internos y desarrollar su cultura propia. La afirmación de la autonomía interna es una condición necesaria, aunque no suficiente, para restituir a los pueblos indios la libertad de conducir su propio destino, que les fue arrebatada desde la invasión europea y les ha sido negada en el México independiente, y para crear las condiciones que hagan posible su auténtica participación ciudadana, que no puede darse al margen de su cultura propia. No cabe imaginar un México democrático sin que se respeten por ley y en la práctica los derechos colectivos de los pueblos indios y esto exige su reconocimiento como entidades políticas constitutivas del Estado.

“En el campo de la justicia social se plantea una doble demanda. La primera deriva del hecho de que los pueblos indios ocupan, sean cuales sean los indicadores que se empleen para el diagnóstico, el escalón más bajo de la sociedad mexicana. Son el sector de nuestra población más empobrecido y presentan los índices de carencias más intolerablemente altos. En el reparto de la riqueza y de las oportunidades sociales la diferencia es escandalosamente abismal entre los pueblos indios y los grupos más favorecidos del país. La demanda de justicia económica es inaplazable, como lo es la de la justicia a secas, porque muchas normas y procedimientos para impartirla no tienen vigencia real en la vida cotidiana de las regiones indias. Hay, pues, el imperativo de un trato justo hacia los pueblos indios, que implica la supresión de las muchas formas en que se les explota, se les discrimina y se les margina. Pero hay otra demanda complementaria, que remite claramente al derecho a la diferencia cultural: además de tener un acceso justo a las oportunidades y los bienes que ofrece y posee la sociedad mexicana, los pueblos indios reclaman mayores oportunidades y posibilidades en el marco de su propia cultura: se trata de poder estudiar biología en la universidad, pero también de que existan las condiciones para desarrollar los conocimientos sobre la naturaleza que forman parte de la propia tradición cultural india; se trata de poder adquirir dominio sobre nuevas tecnologías, pero también de crear otras a partir de las que se poseen como legado histórico. Sólo por esta doble vía puede alcanzarse una relación justa con los pueblos indios, sin caer en el error de confundir desigualdad con diferencia: se trata de eliminar la desigualdad al mismo tiempo que se defiende el derecho a la diferencia.

“La última meta, la que aquí he mencionado con un término difícil de definir con precisión pero que, sin embargo, alude a una aspiración real y profunda, es la de construir una sociedad más feliz. No me meteré en honduras filosóficas; pienso, simplemente, en una sociedad organizada de tal forma que sus miembros puedan realizar sus capacidades en un marco de relativa armonía entre sus aspiraciones y las posibilidades que ofrece la sociedad. Y llegamos de nuevo al pluralismo, a la diversidad cultural, a la existencia de horizontes civilizatorios distintos en el seno de la sociedad mexicana, que son el sustento profundo de maneras diferentes de entender la vida y, por tanto, de construir los proyectos individuales y colectivos para vivirla con plenitud. Nadie piensa, nadie crea ni actúa a partir de la nada, de un inimaginable punto cero; todos lo hacemos a partir de un bagaje de normas, significados, creencias, hábitos y sentimientos que han sido conformados en una particular visión del mundo, en una cultura. El respeto a la diferencia cultural es también, entonces, condición para la vida con plenitud.

“Al agradecer la alta distinción que se me confiere al otorgarme la "Presea Manuel Gamio", quiero reiterar mi convicción de que la democracia, la justicia y la felicidad entre los mexicanos sólo serán una realidad sólida en la medida en que el nuevo proyecto nacional que nuestro país requiere incluya como un punto central el respeto a los pueblos indios y la atención impostergable a sus legítimas demandas.

Muchas Gracias.”

 

México, D.F. a 10 de agosto de 1988.

Foto: Ichan Tecólotl/Ciesas

Nexos, Cabos sueltos, noviembre, 1988 


domingo, 7 de agosto de 2022

Tal vez entonces el indigenismo dejará de serlo


Una de las mentes más lúcidas de la antropología mexicana es la de Arturo Warman, antropólogo y funcionario del PRI, que de joven escribió junto con otras mentes lúcidas como las de Guillermo Bonfil y Margarita Nolasco y otros más, un venenoso librito sobre la situación de la antropología mexicana, es decir, el indigenismo, llamado De eso que llaman antropología, que denunciaba la gran farsa que terminó consintiendo el aparato corrupto del priísmo hegemónico respecto a los pueblos originarios. En este ensayo que llamó Indios y naciones del indigenismo extraje algunas fichas conclusivas, publicado por Nexos en febrero de 1978, Arturo Warman afirma que la discusión indigenista era y es ideológica, ya que se refiere a categorías sociales y a su posición relativa, no a grupos concretos. Por lo que el uso tan común de indio, como término descriptivo, no tiene sustento objetivo preciso: es una dicción que refleja el concepto ideológico.

Arturo Warman explica que nacionalismo e indigenismo se separaron claramente en la primera mitad del siglo XIX. En ninguna de las alternativas que ofrecieron las elites criollas había lugar para los grupos indígenas como tales: su destino manifiesto era la extinción.

En el siglo XX el indio fue afiliado al pasado y sustraído del futuro. Se les concedió una historia clausurada. En estos años pensadores y políticos liberales, como José Ma. Luis Mora y José María Luis Mora, manifestaron repetidamente su desprecio por el pasado indígena y colonial. El rompimiento con el pasado y con el presente que lo representaba, les parecía una necesidad, un prerrequisito para construir un país moderno y liberal, fincado en individuos cultos, libres y soberanos, sujetos evidentes del progreso y de la democracia. Para sus oponentes, los conservadores, el futuro del país estaba arraigado en el pasado, en la tradición católica hispánica sembrada en la época colonial. Según Lucas Alamán, el más lúcido representante de esta corriente, el modelo del país requería de un estado fuerte, autocrático e intervencionista, capaz de arrastrar al resto de la sociedad por el camino de la industrialización.

Desde la época de Gamio, el indigenismo se concibió como una tarea de Estado en función de las necesidades e intereses nacionales. Para 1940, Indigenismo y antropología se convirtieron en sinónimos y ambos pasaron a ocupar un lugar secundario y alejado de los centros de poder. El indigenismo queda fuera de la discusión sobre el modelo de país.

Los desarrollistas. Julio de la Fuente y, sobre todo, Gonzalo Aguirre Beltrán, formularon un camino alternativo a la incorporación individual o comunitaria a través de la teoría de la integración regional, que sirvió de sustento doctrinal a la acción de los centros coordinadores.

Para Aguirre, el desarrollo de las culturas indígenas solo será posible en la medida que las regiones indias se transformen integralmente, incluyendo a los ladinos o mestizos asentados en ellas. La región intercultural es concebida como un sistema ligado por relaciones de dominio entre ladinos e indios; la contradicción simbiótica, entre ellos solo puede superarse en el conjunto.

El fracaso del programa desarrollista dejó al desnudo una crisis brutal.

Se trataba de definir al indio a partir de su posición social y no de su raza ni de su cultura.

 


Críticos desde la izquierda

Pablo González Casanova planteó el colonialismo interno que reproduce dentro del país las relaciones entre metrópolis y colonias, y Rodolfo Stavenhagen exploró las relaciones entre clase, colonialismo y aculturación. Guillermo Bonfil, Margarita Nolasco, Mercedes Olivera, Enrique Valencia y Arturo Warman intentaron denunciar las fallas y el carácter colonial de la antropología mexicana. Antropólogos latinoamericanos reunidos en Barbados, lanzaron la acusación de genocidio y etnocidio de los indios. En una segunda reunión, 1977, a la que asistieron líderes indígenas, los antropólogos reiteraron sus posiciones y trataron de formular un programa.

Andrés Gunder Frank defendió una antropología de la liberación y Ricardo Pozas incursionó en el problema de los indios y las clases sociales.

Entre los críticos, que parten de enfoques diferentes y hasta irreductibles, no hay identidad. Con calidad muy diversa su argumentación no ha rebasado la etapa de la denuncia global de las posiciones anteriores sin lograr articular una interpretación coherente y capaz de sugerir alternativas diferentes, opinaba Warman. Peor todavía, "no han logrado superar la discusión puramente ideológica, a veces verbalista, y no han ofrecido investigaciones novedosas con planteamientos teóricos concretos y metodologías adecuadas. Evidentemente, la discusión se ha empantanado y se vuelve retórica y reiterativa. El impulso se ha frenado y corre el riesgo de disolverse en polémicas argumentativas y teológicas que se desenvuelven en el terreno puramente académico".

La discusión indigenista no debe hacer del indio ni su sujeto ni su objeto –ilustra Arturo Warman en su ensayo Historia ideológica y social, de febrero de 1978 publicada en Nexos–, sino el hilo conductor para analizar al conjunto de nuestra sociedad a partir de sus contradicciones más crudas y profundas.

No es posible concebir un futuro para el pensamiento indigenista sin la participación de los pueblos originarios. Tal vez entonces el indigenismo dejará de serlo.

 

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