jueves, 22 de septiembre de 2016

Una familia corta en una vida larga

Prosigo con la publicación de esta colección de historias orales reunidas en un libro irrecuperable que publicó el Consejo del Centro Histórico de Roberto Herrerías en el año 2003, cuando entrevisté a este grupo de ancianitos poblanos de los que la mayoría ya han pasado a mejor vida. En este caso, don Manuel Paredes Cepeda nos habla de una Puebla también irrecuperable, la de los años treinta, en el popular Barrio de San Antonio, zona de tolerancia, de crimen e historias inconfesables que (¡bendita vida!) pasaron inadvertidas para aquel niño de alma blanca y espíritu catequizado.



DON MANUEL PAREDES CEPEDA

Me llamo Manuel Paredes Cepeda, para servirle. Yo nací aquí en Puebla en 1931, mi niñez fue muy bonita como creo que ha sido la de todos, me gustaba mucho desde chico ganar mis centavos, digo, no me da pena, nosotros nos criamos en una zona de tolerancia, pero en aquel entonces como que era uno muy inocente. Tenía uno que convivir con las prostitutas –le estoy hablando la verdad ¿no?-, pero era muy bonita nuestra vida, nuestra niñez.

La zona de tolerancia era donde estaban las prostitutas, había cabarets allá. Era en la 5 de Mayo, que se llama hasta la fecha el barrio de San Antonio. Tengo un hermano que es un poco más joven que yo y nos poníamos a jugar en las camas de las muchachas, pero nosotros no sabíamos a qué iban los hombres, a pesar de que éramos hombres.  Entonces las señoras nos decían: “sálganse, muchachos y después regresan”. Yo les iba a comprar su carbón, había una placita a la vuelta,  junto a una iglesia que se llama San Antonio, una placita que era donde vendían, en una mitad puro carbón y en la otra mitad frutas, jitomate... todo eso.

Fui a un colegio donde creo que aprendí mucho. Era un colegio de gobierno que se llama hasta ahora “Gustavo P. Mart”, que está en la 5 de Mayo, entre la 18 y 20 poniente.  Era tanto el rigor que nos tenían que revisar las uñas, que estuvieran bien cortadas, el cabello bien cortado, el cuello de las camisas limpio, los zapatos tenían que estar lustrosos, y así fueron los seis años de mi vida en la primaria. Como le digo, aprendimos mucho ahí, por lo menos en saber portarnos bien, en hacer las cosas bien,  en haber sido útiles que hasta la fecha nos sirve eso ¿no? Recuerdo a varios maestros, el profesor Carlos Sánchez, por ejemplo, tuve también una profesora de quinto y sexto años, haga de cuenta un hombre, con mucho rigor. Esta profesora tenía un carácter bastante fuerte, entonces sabíamos que debíamos llevar nuestros temas de memoria, sabíamos que aquel que pasaba matemáticas se lo ganaba a pulso. Entonces eran clases en la mañana de 8 a 12 y de 3 a 5 de la tarde. Eran mañana y tarde. Tuvimos mucha rectitud por parte de los maestros y muy buena enseñanza que, yo creo, en la actualidad no la hay, y si la hay, pues quién sabe en qué colegios. Pero sí tuve una niñez muy bonita. Yo recuerdo mucho mi niñez. Los niños jugábamos al trompo, al yoyo; había en la escuela un tapanco donde las personas hacían una demostración de cómo se manejaba el yoyo. Todos estábamos contentos de verlos y ya, comprábamos ese yoyo.



Como celebro mi cumpleaños cada fin de año, mi padre me daba para ir a las corridas de toros, y en lugar de pagar el boleto, nos brincábamos la barda en una plaza de toros que estaba a un lado del Paseo Bravo. Como teníamos un grupo de amigos muy bonito, nos íbamos aquí y allá y todo eso. A mí me gustaba hacer mandados para ganarme unos cuántos centavos. Recuerdo que mi madre -en paz descanse- me mandaba a traer el pan a una panadería que estaba a tres calles cortas de donde vivíamos, no sé si conozca ese pan: los colorados, eran de tres por cinco centavos, se imagina, tres colorados por cinco centavos.

Hay gente que dice que mi padre estaba emparentado con la que fue gobernadora, Beatriz Paredes, porque cada mes mi padre me decía: “mañana descanso, quiero que me acompañes”, e íbamos a una hacienda por Huamantla que se llama Terrenate, íbamos allá y siempre ese misterio de mi padre hacia mí; me decía: “me esperas aquí”, y lo esperaba yo ahí en el patio de la hacienda. Ahí, alguna persona se acercaba y me decía: “¿quieres algo, un vaso de agua o algo?”  Ya, salía mi padre muy contento, y lo primero que hacía al regresar era: “a ver qué le llevamos a tu madre, qué compramos, quieres esto o aquello. ¿Qué se te antoja?”.  Esos recuerdos me voy a morir y estarán siempre presentes. Jamás supe a quién veía ni a qué iba. Siempre fue muy reservado, nomás me decía “aquí me esperas” y se tardaba mucho tiempo, dos horas, tres horas a veces. Eso era de cada mes.

Nuestra familia siempre fue corta, cuatro hermanos y mis padres, éramos una familia muy corta. Mi padre, un ejemplo de padre. Mi madre también tenía mucho muy abnegada, muy apegada a sus obligaciones, hacia su esposo y hacia sus hijos. Mi padre fue chofer toda su vida, chofer de línea de autobuses, de aquí de Puebla, se llamaba Circuito Central, recorría parte de la ciudad. 

Siempre mi padre procuró darnos un buen ejemplo, que no nos faltara nada, en la casa siempre había leche, pan, carne, comíamos pescado. Era una alimentación muy básica para nosotros. Nos tuvo en colegio de gobierno hasta la primaria, ya para entrar a la secundaria, tuvo la suerte de conocer al primer director que tuvo Puebla del Seguro Social, el licenciado José Manuel Gálvez, son detalles que yo recuerdo mucho. Yo siempre fui muy partido hacia mi padre, me llevaba a las luchas libres a una arena que hace años ya no existe, era la Arena Constantino, en la 6 poniente, entre la 3 y la 5 norte. Entonces, ya saliendo de ahí decía: “vamos a llevarle a tu mamá unas tortas”, unas tortas compuestas que costaban un peso, uno cincuenta, tortas muy bien preparadas.

Entonces conoció mi padre a este señor y le dice al señor Paredes: “desde este momento usted va a entrar a trabajar en el Seguro Social.” Mi padre entró al Seguro Social y me dijo que, como iba a entrar a la secundaria, que me iba a enviar a un colegio de paga “para que tengas una carrera.” Yo no sé, quizá sentía que no iba a ver esa carrera, y le digo: “métame mejor a trabajar al Seguro Social”, y se enojó, dijo que él me tenía que dar una carrera, pero desgraciadamente no me la dio por circunstancias ajenas y volvimos a las mismas. 

Me tuve que poner a trabajar, mis padres tenían un compadre, que ya murió, que tenía una refaccionaria contra esquina de El Gallito, en el Paseo Bravo. El señor me pagaba más de lo que yo hacía. Ahí empecé a viajar con él. Nunca me hacía menos, donde él comía, comía yo, menos el hotel. Me decía: “Manuel, ten para tu cuarto de hotel, y nos vemos temprano.” Pero yo, en lugar de irme al hotel, me quedaba en el carro, y él mismo lo comprendía, porque antes de partir al viaje llevaba yo mi maleta y una cobija y nunca me dijo nada. Entonces ese dinero servía, porque lo juntaba con lo que me pagaba aparte, que eran 150 pesos, bastante para sufragar los gastos de la casa. Mis hermanos estaban chicos, una hermana que ya murió, que era la mayor, estaba por casarse. Y ya después me puse a trabajar, trabajé en varias partes.

Ya, me hice joven y tuve que empezar a trabajar con ese señor por lo mismo de la necesidad de la casa. Tendría yo 14 años, pero ya le digo, mi trabajo no era pesado, bueno, era pesado al cargar el carro, porque salíamos a vender refacciones con clientes que él tenía en los estados de Veracruz y Oaxaca, es a donde nos íbamos los dos. Y era un viaje muy bonito porque era un señor con unas cualidades que pocas veces he visto a lo largo de mi vida.  Don Ciro Carrera Ramos, él descendía de una familia muy buena, su padre fue dueño de un ingenio en Calipan, Puebla, adelante de Tehuacán, rumbo a Oaxaca. Don Ciro pertenecía a la liga de cazadores, y me decía: “Manuel, ahí en mi carro hay un guajolote, llévaselo a mi comadre, no lo vayas a perder.” Ahí iba yo en la bicicleta con el guajolote gordo. Ya, mi mamá lo preparaba para hacernos caldo, mole, todo eso. Era un guajolote silvestre porque él era cazador.

En la refaccionaria éramos tres empleados los que estábamos en el mostrador. El más grande, don Gumaro, decía que me parecía mucho a él. Ganaba en aquel entonces él 500 pesos al mes, era una fortuna, pero yo creo que no le alcanzaba y él sabía que yo traía dinero siempre. “Oye Manuel, fíjate que necesito que me prestes dinero para que le lleves a Celia”, que era como se llamaba su esposa. “Sí, cómo no, cuánto necesita...” Que diez, que veinte o treinta pesos. “Sí, cómo no”, yo se los prestaba siempre. Y junto a la refaccionaria había una cantina de un español, ahí en la 11 norte y la Reforma, un español llamado Agapito, no sé su apellido.  Y al mediodía despedía su cantina un aroma tan exquisito, hacía los riñones encebollados, picadillo... ¡pero un picadillo exquisito!  Don Gumaro mandaba al otro muchacho a comer, pero a mi me decía: “ven Manuel, vámonos con el español.” Don Ciro, que estaba adentro, también salía a tomar la copa con sus amigos, gente con mucho dinero que estaba ahí. No me decía nada. Don Agapito me daba un plato: “anda, llévale a Gumaro y para ti estos tacos” con unas cocacolitas chicas. Yo pienso, ahora que analizo, que don Ciro me daba más de lo que merecía ganar, porque en aquel entonces con 150 pesos se vivía muy bien.


Ya, después, como jefe de almacén, tenía yo mi escritorio ahí mismo en la oficina. Por cierto siempre fui muy desordenado, y el mismo jefe, el señor Moya, cada ocho días dizque me revisaba mi escritorio y salían todos los papeles. Entonces mi madre me ponía todos los días mis tortas, los compañeros me decían: “oye, danos una tortita, una tortita.” Ahí empezamos a conocernos, primero con mi cuñado. Nos íbamos, casi la mayoría de los empleados, a cenar en la noche a Los Guajoltes, unas tortas muy sabrosas que preparaban por El Carmen; las chanclas, muy famosas.  Todo lo que diera nuestro presupuesto económico. El contador tenía una charchina, un “fordcito”, apenas si jalaba, pero ahí nos metíamos todos, cuatro o cinco nos metíamos para ir a cenar en las noches, entonces hubo una convivencia muy bonita. A Aurora y a mí nos gustaba, íbamos empezando a conocernos mejor. Entonces lo que dio la pauta para casarnos fue cuando quitaron la sucursal de aquí y ella no se quiso ir a México, entonces fue cuando le dije: “¿te quieres casar conmigo?”. Y ya, nos casamos. Tenía yo 23 años

Con altibajos, hemos hecho un matrimonio unido, felices, con buen ejemplo para nuestros hijos. Creemos que les hemos dado el mejor ejemplo. Como dice mi esposa, nunca los hemos tratado con majaderías ni mucho menos. Ellos son respetuosos hacia nosotros.
  
Salió en el periódico que solicitaban un ayudante de almacén. Hice la solicitud y mi esposa ya trabajaba ahí, ella siempre fue secretaria y capturista, secretaria particular del gerente, señor Carlos Moya, un hombre de mucho carácter que nos tenía dominados sólo con la vista. Yo pensé que no me iban a llamar, estaba en la casa de mis padres cuando llegó un telegrama que me avisaba que me presentara yo. Se llaman Laboratorios Alfa, todavía existen. Entré yo como ayudante de almacén y, a los pocos meses, creo que el almacenista se llevó a la hija del gerente, se la voló, y total que a mí me dieron esa oportunidad de seguir ya como jefe de almacén. Desempeñé bien mi puesto hasta que el trabajo terminó. Entonces nos dijo el señor Moya: “¿se quieren ir ustedes a México? porque la sucursal va a desaparecer”. Aurora ya no quiso, todavía no nos casábamos, yo tampoco quise. Al poco tiempo nos liquidaron conforme a la ley y luego cerró el laboratorio.

Ya casados, yo empecé a trabajar como inspector en una línea de camiones durante diez años, un urbano de aquí de Puebla. Era yo despachador, administrador e inspector. Entonces ganaba 36.50 diarios y aparte tenía un sueldo extra por administrar dos o tres camiones. Hasta que comprendí que estaba perdiendo el tiempo ahí, aunque mi esposa tenía casa propia, comprendí que tenía que desarrollar mi trabajo mejor y ganar mejor en otro lado. Me presenté a un señor que era gerente del Banco Longoria, estaba en la 3 poniente y 3 sur. El señor, que se llama Ángel Cisneros, no me conocía y yo a él lo conocía de vista, entonces le dije: “señor, vengo a pedirle una oportunidad, a ver si me da usted trabajo.” Sí, ya me dijo véngase en la tarde. Me fui contento pensando que iba a trabajar en el banco, pero no fue así. Dijo: “vamos a una fábrica que tengo de zapatilla.” Ya me dio la oportunidad de estar en la oficina, les daba yo el avío, o sea material a los trabajadores, y así estuve como un mes hasta que me dijo: “¿conoce Tabasco, el sureste?” No. “Pues quiero que le entre como agente vendedor en Tabasco”, él tenía residencia en Villahermosa. Me dio la oportunidad, el otro vendedor me fue entregando la ruta, que era muy extensa, yo dilataba hasta un mes fuera de la casa. Traía una petaca grande con treinta y tantas muestras. Me compraron un carro, en aquel entonces un Peugeot, que eran muy buenos carros. Ahí dilaté trabajando diez años, ya después regresé con el que había sido nuestro jefe, el señor Moya, el gerente de los laboratorios, que puso un laboratorio de medicina humana en México y me dio la ruta de Michoacán. Y cuando me salí de ahí me asocié con un hermano de mi esposa que tenía una fábrica de mochilas y de portafolios con un amigo. Empecé a viajar con él y me fue muy bien económicamente. Vendía yo bastante bien hasta que tuve un accidente.

Ya mi esposa y yo habíamos tenido dos avisos de accidente, una ocasión veníamos de Oaxaca a Tuxtepec, por Guelatao, es una carretera muy sinuosa, con mucha montaña, y el carro, que era una Brasilia, yo creo que andaba mal de una rótula y me jaló hacia la izquierda, nos atajó un ramaje tan fuerte que nos hizo girar como trompo. Mi esposa se fue por una grúa, pero me sacaron antes unos madereros. Mi esposa me acompañaba la mayoría de las veces porque teníamos que ganar dinero, los hijos estaban ya en carrera, Manolo, el más chico, que tiene ya 40 años, estaba estudiando ingeniería industrial; mi hija, que es licenciada, ya estaba saliendo de Administración Pública; César, el mayor, que está en Estados Unidos, en San Luis Missouri, y tuve el accidente, desgraciadamente ocasionado por un amigo que fue el que chocó.

Yo siempre tuve precaución en manejar, manejaba yo bastante lejos y mire, ahorita me tiene aquí. Pero mi amigo no, tuvo la mala suerte de girar hasta chocar con la cuneta. Él no salió lastimado pero yo sí.

Ancianos


Yo pienso que en México hay un trato indiferente hacia el anciano. El anciano, yo pienso que ha aportado mucho y seguirá aportando mucha sabiduría, mucha experiencia, muchas cosas muy importantes que las generaciones actuales deberían de aprender, de asimilar por medio del gobierno. Decir: “miren este es el ejemplo de lo que dejaron las personas mayores, así que vamos a darles facilidades y que tengan una biblioteca, o que trabajen en ellas”, o que se creen unos trabajos sencillos que nos motiven, los ancianos necesitamos de una motivación y si no nos las da el gobierno ¿quién nos la va a dar? En otro países hay transporte, rampas, hasta bares, de todo para el anciano, pero aquí no. Estamos muy abandonados.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Con ese nombre no

Entrevisté a doña Judith cuando había cumplido ya 90 años de edad que, por cierto, no se le notaban ni es la voz ni en su fresca memoria que, como leerás, fluía en un continuum memorioso de gran capacidad de síntesis y un sutil encanto en la elección de sus imágenes. Años después tuve el gusto de asistir a su fiesta de centenario invitado por su hijo José Luis, donde estuvimos departiendo alegremente toda una tarde con doña Judith lúcida y festiva, un año antes de morir
Ella fue una niña y una señorita “bien” de la ciudad de Puebla, una de tantas hijas de familia que asistían toda la semana al colegio de monjas y los domingos a misa con elegancia dominical.



Doña Judith Cid de León:

Yo nací en el mero centro el 7 de diciembre de 1910 en el Barrio de la Luz, en una casa que ya no existe, ahora son casas de vecindad, así muy feas. Entonces era un barrio de personas más acomodadas, mi abuelo tenía un molino de harina de trigo, se apellidaba Tapia. Y allá nacieron mis hermanas gemelas, antes que yo, luego nací yo a los dos años. Ahora que estoy vieja, mis hermanos casi todos ya murieron, nada más tengo al más chico, que viene de Veracruz y una hermana que es la más chica de las mujeres, sólo quedamos tres.

Nací en la Primera Calle de la Luz número 11, a la mitad de la calle había dos leones, en la azotea de mi abuelo. Luego mi papá compró en la colonia Humboldt y nos fuimos para allá, donde nacieron los demás hermanos.

Yo nací el año en que inicia la Revolución. Dice mi mamá que, como entonces no podían salir las mamás a la calle hasta que no tenían 40 días, mis papás, que no estaban casados por el civil ellos, nada más por la iglesia, mi papá me llevó al registro civil, pero le pusieron “hija natural” de José Cid de León. Y mamá no. Por eso soy nomás... hija natural, porque le preguntaron a mi papá si no estaba casado y dijo “no, nada más por la iglesia”, entonces es hija natural. Nada más yo, las demás no, nada más a mí, porque dice mi papá que en esos años quién sabe qué pasaría y me registraron así, pero no tenía yo mamá ¿verdad? Decía: “José Cid de León, soltero” ¿cómo va a ser soltero? Hasta que se casó mi hermana Rebeca se casaron mi mamá y mi papá, cuando se casó una de las gemelas por el civil, entonces fue cuando mis papás se casaron por lo civil. Desde entonces ya no fuimos “hijos naturales”. Después mi mamá nos llevó a registrar en México como hijos legítimos y ya después no sé. Murió mi mamá, no se dónde quedaron los papeles, se los dieron a una hermana mía, luego esa hermana murió, se los dejó a la otra hermana, total se desapareció el papel. Me tuvieron que volver a registrar. Tuve que ir a juicio, je je.

Mi abuelo nunca me dijo Judith, porque yo nací el día de Santa Bárbara y él me decía Bárbara, hasta que se murió, siempre me dijo Bárbara, Barbarita. “¿Por qué si es Judith?”, porque nació ese día y ese día es de Santa Bárbara y tiene que ser Bárbara. “No, papá, si es Ana María Judith.”

Dice mi mamá que a la hora del bautizo no me querían bautizar, porque como nada más era Judith, el padre dijo: “no, con ese nombre no.” Entonces por eso me pusieron Ana María. Pero mi abuelo decía que era Bárbara Judith, entonces me quitaron el Bárbara y nada más me dejaron Ana María Judith.

El Barrio de la Luz era un barrio muy bonito de personas así como aquí, familiares, no había vecindades como ahora. Le decían la Primera Calle de la Luz, luego la Segunda Calle de la Luz. Después salía uno al Parián, en el centro, así que no estaba muy lejos del centro ese barrio, con su iglesia muy bonita, con una imagen muy hermosa, allí dice mi mamá que se casó, ahí nacimos, nos bautizaron, así que somos del Barrio de la Luz.

Los domingos íbamos a misa, pero casi mi papá nos acostumbró a ir a distintas iglesias; en el Barrio de la Luz íbamos al catecismo, nos llevaban, pero los domingos íbamos a San Francisco, a los Remedios, la Catedral, La Concordia, esas iglesias de por allá.

En el Paseo de San Francisco se comían las chalupas en esos años, y entonces sí eran muy buenas chalupas, con sus comales, con sus tortillitas, las pellizcaban las personas, no les ponían queso sino su carnita deshebrada.

Mi abuelo tenía el Molino de Trigo la Luz, era un señor muy amable, muy caritativo, porque en esos años la gente era muy caritativa con los pobres. Así es de que los miércoles, como eran muy devotos de la Virgen de la Luz, iban las personas y hacían su cola, y ya les daban su dinero, no sé cuanto les daría, y como tenían fábrica de sopas, de pastas, de todo eso, les daban sus sopas para que se las llevaran, como caridad.

Ellos, dijo mi abuelo, eran de Chautla de Tapia, no eran de aquí de Puebla, allá nacieron ellos.  Ya después su papá, el bisabuelo mío, hicieron ahí el molino de harina, pero también manejaban trigo, les iba muy bien, sacaban la harina, sacaban una cosa del trigo con la que unas personas a los que se lo regalaban hacían unos cocoles que llamaban raspabuches. Era un cocol así, pero era de pura cáscara de eso. También de panela, así es de que había unos panaderos que eso hacían, y ya ellos le llevaban a mi abuelo, como agradecimiento, el pan de cemita y así.

Mi papá siempre trabajó en una tienda de ropa, La Primavera, que estaba donde está el portal; hay un banco ahora, creo. Era una tienda muy grande, de franceses, mi papá era jefe de mostrador y los empleados le llevaban la nota. Se acostumbraba que las modistas iban a comprar las telas con la persona a quien iban a hacer el vestido. Entonces ahí escogían y ya ellos bajaban las telas y medían los metros que decía la modista. Ahí trabajó muchos años mi papá.

Mi abuelita materna, Trinidad se llamaba, murió cuando yo tenía tres años. Me conoció pero yo tenía tres años y ya no la conocí. Ni la de mi papá tampoco. Nomás conocí a mis dos abuelos. Mi abuelo paterno era un señor José Cid de León, era dueño de un rancho en El Cristo, pues siempre fue... heredó eso de su papá, sembraban maíz y todo lo que se siembra de semillas. Y ya luego las vendían en sus carretas, pues en esos años no había camiones, eran puras carretas, y ahí repartían los bultos. De eso sí me acuerdo.

Íbamos al Cristo desde el viernes. Salíamos del colegio y ya en la tarde nos traían al Cristo, en una carreta, precisamente, con colchones, ahí nos echaban a todos los chamacos.  Las personas grandes viajaban entonces en unos coches de caballos blanco y negro; otros de otro color, cuadraditos, y otras que les decían calandrias, eran abiertas, ahí iban las muchachas ya grandes, muy arregladas, las llevaban a la hacienda porque así se acostumbraba. En el Cristo hacían barbacoa, las muchachas bailaban, porque entonces había pianos, cantaban, aunque no iban orquestas. Yo me acuerdo que todos tocaban piano, las muchachas, los jóvenes, y uno, como chamaco, pues a veces se metía uno a oír, pero luego se salía otra vez a jugar por ahí. Pero sí eran bonitos esos días de campo que hacían las personas. Había caballos, burros, pollos, todo había, guajolotes; pavorreales tenían también, sí era bonito. Los dos abuelos siempre tuvieron eso. Muy buenos abuelos los dos, eran muy buenos.

Mi mamá iba a ser concertista de piano, pero se casó y ya no. Por eso no hacía nada más que puro piano. Tocaba el piano precioso. En la casa de mi abuelo había pianos de cola y piano de tres colas, había dos pianos. Uno estaba en una sala por allá y el otro por allá, así es que llegaban las señoritas, las jóvenes y puro piano tocaban. Como mi abuelo tenía mucho dinero tenía dos pianos.

A nosotros mi papá nos compró, primero que nada, un piano vertical. Bueno, para el estudio. Aprendimos y lo que usted quiera. Y después mi papá vendió ese piano y compró una pianola, porque se estaban usando y le fueron a enjaretar a mi papá la pianola. “No que mire, señor, es mejor la pianola, que es piano, pianola.”  Claro que nosotros, al ver la pianola, dejamos el piano. Lo tocábamos y todo, pero ya no. Pero sobre todo la escuchábamos con los rollos que tenían agujeritos y ya después con los puros pies. El maestro Alfonso Limón le dijo a mi mamá: “mire, doña Lucha, el solfeo las muchachas ya ni me lo dan, porque con esta pianola que compró su papá a mí me da no sé qué venir a dar la clase de piano, porque no estudian ni el solfeo ni nada, yo ya no quiero cobrar”, así dijo, porque ya nomás era pura pianola y pianola. Mi papá dijo: “bueno, pues a mí me la vinieron a ofrecer, y yo dije, pues sí.” Después quién sabe qué les pasó a las pianolas, desaparecieron también.

Yo estudié...antes les decían parvulitos, había unas monjas que vivían en la calle de Estanco de Hombres, así le llamaban (y otra de Estanco de Mujeres), saliendo así para el mercado la Victoria, ahí estaban. Y por allí estaba en una calle que se llamaba la calle de Camarín, por el hospitalito, por ahí había unas monjas y nos llevaban a los parvulitos, nos llevaban unas sillitas para que allí nos sentaran. Y ya luego nos fuimos al Teresiano, mi mamá nos mandó al Teresiano, pero ya de internas, pues como estaba bastante lejos, para no ir diario nos internaban. Estaba en Santa Teresa y eso era lejos del Barrio de la Luz, luego que nos cambiamos a la colonia Humboldt, estaba aún más lejos. Por eso nos internaron.

Nos íbamos toda la semana y ya el viernes iban por nosotras para ir a nuestra casa. En el internado nuestra vida era muy bonita, nos paraban temprano, a las seis de la mañana al baño, a la misa, a comulgar, todos los días nos teníamos que reconciliar con el Padre, pero era bonito. Ya a las ocho nos juntábamos para las clases con las monjitas, porque eran religiosas, no sé si serían maestras, pero eran puras monjas. En esos años eran puras monjas, unas decían que eran Capuchinas, otras decían que venían de quien sabe qué partes, venían las monjitas a enseñar y así acabamos toda la primaria, que ahí no se llamaba primaria, entonces le decían primer grado y segundo grado. El primer grado era del primero al cuarto año; el cuarto, quinto y sexto eran el segundo grado y ya salía uno con eso. Pero no le decían primaria.

Al terminar las clases nos llevaban al comedor, a las grandes las ponían a ayudar a la mesa, a las chicas no. Una grande, pues, tenía que peinar a una chica. Y venían de Atlixco, de Tehuacán, de Veracruz venían de internadas, pues las que podían. Cuando hacían fiesta nos llevaban a algunas, no a todas. Había una monjita muy buena que sí nos consentía de todo, no nos regañaba. Decía “no madre, yo las cuido”. Bueno ¿usted se hace cargo de ellas?” “Sí, madre yo”. Las otras eran unas regañonas, pero ella no, la pobrecita, era muy buena con nosotros, la madre Agustina… pero no era Agustina, era... no me acuerdo de su nombre, porque como les cambiaban el nombre... Cuando iban a ser religiosas las acostaban en el piso, las vestían de blanco, como novias, y el padre les rezaba y les decía que morían para el mundo, las que se querían ir de monjas. Ya después las vestían de novicias y luego, creo que a los dos años, ya les ponían sus hábitos; pero primero eran novicias, y si se arrepentían, pues volvían al mundo, si no seguían de religiosas. Yo vi esa ceremonia varias veces. Nos poníamos a rezar y eso, porque a las chiquillas nos ponían adelante para ver la ceremonia, y a las grandes las ponían a los lados, porque había bancas así y así, como éramos muchas las del internado, todas veíamos eso. Y si había muchachas que se querían ir de monjas, pues de ahí ya no salían. Había una madrecita que dice que desde que llegó de niña nunca volvió a salir al mundo, no sabía ni qué era el mundo. A varias así les pasó, por eso cuando las sacaron de los conventos fue muy impresionante para ellas. Cuando el viejo Plutarco Elías Calles sacó a las monjas de sus conventos.

Decía la madre superiora, cuando le regalaban de las fábricas un montón de hebras, nos decía la monjita: “vamos a desenredar la conciencia de Plutarco Calles” ¿Madre, quién es Plutarco Calles? “El presidente, pero es malo con la iglesia”, nos decía ella. De las fábricas les regalaban esas bolas, pero eran así, no se crea, enormes, y a estar sacando las hebritas...

Cuando gobernó Plutarco Calles en cada casa, escondida, había misas. Ya vivíamos en la colonia Humboldt. Entonces iba un sacerdote a las casas y decía la misa, pero muy discretamente, porque por eso a muchas personas les quitaron sus casas. Porque se las quitaban. El gobierno, donde sabía que había una misa, les quitaba sus casas a las personas. Por eso es que también no había muchas casas con misa, porque eran abusivos, rateros. Nos llevaban a escondidas. Allá en la colonia Humboldt, donde un señor Centurión hacía misas. Había un padre Cedeño, que era de la Compañía de Jesús, y lo buscaban para apresarlo y matarlo. Entonces él pintó todo lo que es el templo de la Compañía y entraban y le preguntaban sobre el padre Cedeño, que era él, pero estaba con su overol y no lo reconocían. Nos platicaba mi mamá que una criada que llevaba una vajilla china, un jueguito chino de porcelana, que se cae y se le rompe. La muchacha estaba llorando y viene el padre y la encuentra ahí. Por entonces era el colegio del Espíritu Santo, la Compañía. “¿Qué te pasa?” Ay, mire padre, ya rompí esto. Dicen que cogió los pedacitos, se los acomodó, se los cubrió con la servilletita y le dijo: “tú ve, los entregas y le dices que se te rompieron”. No padre... “Tú ve y entrégalos”. Y que va y las tacitas estaban enteras. Dicen que él hacía milagros. Era el padre Cedeño, así se apellidaba, no me acuerdo su nombre. Entonces, todo lo que ve usted que está en la Compañía, el padre Cedeño lo hizo, todo eso de los techos, como estaba con su overol no lo reconocieron, porque si lo hubieran reconocido, pues yo creo que sí lo hubieran hasta mandado matar, porque era... decían las gentes que era un santo. Y eso platicaban. Ahí hice yo mi primera comunión, en la iglesia de la Compañía, junto a mi hermano, los dos, pero era ese señor Calles malo.

Y conocí al padre Cedeño. Era un santo, sí, era un padre viejecito, muy hermoso y en esos años nos decía a todos: “no, no es pecado eso...” Padre, que vimos esto, que nos fuimos allá. “No, no es pecado, no”, decía. Ay, padre, fuimos al cine a escondidas. “No, no es malo, ustedes digan en sus casas que van al cine, por qué tienen que esconderse.” Padre, que no nos dejan. “Ustedes díganles a sus papás que tienen que ir. No digan mentiras.” Sí, era un padrecito muy bueno. Pobrecito, se murió. Y ¡uh!, fue una cosa hermosísima cuando se murió el padre Cedeño. Lo velamos ahí en la Compañía. No en la iglesia, en la capilla de adentro, donde estaba el Santísimo. Había monjas, y nos llevaron a todos, toda la escuela no, unas cuantas nada más estuvimos en el velorio. Ya en el entierro sí nos llevaron a todos al panteón. No me acuerdo de qué moriría, pero confesaba muy hermoso, muy bonito.


Ya como a los 12 años me sacaron de la escuela de monjas, porque no servían los documentos, no los reconocían, entonces mi mamá me sacó a mí a esa edad para cursar el quinto y sexto, porque decían que estaba muy atrasada porque las monjas no nos enseñaban otras cosas más que rezar. Entonces pasé a estudiar a la Arteaga, donde cursé el quinto y sexto año. Todavía está la Arteaga por el Portalito, de este lado, y ahí dice Escuela Arteaga. Ahí terminé mi primaria.

Ya, dejé de estudiar, porque antes decían “para qué vas a estudiar, si te vas a casar. Hay que aprender las cosas de la casa”. Pero... ¿cómo nos vamos a casar, mamá? “Sí, la mujer es para casarse.” Y sí, todas nos casamos. “Si no, no saben llevar una casa.” Mi papá le decía: “no me las pongas en la cocina porque no van a ser cocineras.” Mi mamá respondía: “no, déjalas, porque si se casan con un pobre lo saben hacer, si se casan con un rico, lo saben mandar.” ¡Como me acuerdo de eso!

Mi mamá no entraba a la cocina, pero le decía a la cocinera: “pones a la niña a que haga la pasta, le pones esto, le pones aquello”... pero ella no entraba, pero eso sí, mandaba. Eran muy chistosos antes porque hacían una lista de todo, de los almuerzos, de los desayunos, la sopa. Les daban una lista y ahí la cocinera veía lo que hacía, para que no se repitiera seguido lo mismo. Así que ahí, para no estar preguntando, las señoras les decían: “ahí tienes la lista”. Así era entonces, bueno, la mayor parte así era, así eran las amigas de mi mamá con sus cocineras, mientras ella iban por mi papá al zócalo, yo creo, así iban las señoras esperando a los señores que salieran, luego ya se iban a la casa a comer, y así se usaba.

Los muchachos la veían a una y nos seguían a donde fuera. Ya, uno los veía. “No, que te persigue a ti”, “no, que te persigue a ti”. Y ellos eran los que caminaban, porque uno no.  Si algún joven quería andar con una joven, pues la tenían que seguir a donde vivía para darse cuenta, los que tenían coche, pues en coche, los que no, pues no, pero la seguían a una. Nos llevaban a pasear al zócalo, pero sólo en la primera calle, que da al portal, nada más en esa acera, en las otras no. Ahí era el paseo y nomás los domingos se paseaban las muchachas ahí. Las grandes, que tenían sus novios.

Había unos bailes que hacían los de la Compañía de Luz, lo hacían en un lugar que estaba por allá por el Casino Español. Los españoles hacían sus bailes en el Casino Español, y luego los de la compañía de luz, como eran cajeras, los hacían en La Receptora, por la 22 poniente, por ahí. No sé por qué le decían la Receptora, porque había agua o cosas de luz, me parece. Allí hacían ellos también unos bailes y en tiempos de luna hacían las lunadas. Orquestas y hasta pianos llevaban. En unos camiones llevaban los pianos, iba ese señor Campos, Carlos Campos, que tenía una orquesta preciosa. Y hasta llevaba gallo a las muchachas: “Morir por tu amor”, “Perjura”, “Júrame”, que la cantaba José Mojica. Cuando vino al teatro aquí en Puebla fuimos a verlo, a José Mojica. Se pagó la entrada y costaba cara. No sé cuánto pagarían mis hermanas, eso sí no sé. Precioso que cantaba José Mojica.

Mire, nosotros, ve que está la iglesia de San Francisco y ahí arriba, donde es ahora una escuela, era el hospital militar, ahí estaban los militares, así es de que no era como ahora, en un cerro, no. Al principio, cuando yo era niña, ahí era el hospital militar, ahora es una escuela de niños, me parece.

En el Paseo Bravo había una plaza de toros, sí, pero había una primero en la 3 Poniente, la primera que hicieron. Era una plaza de toros. Luego hicieron otra. Era un campo de beisbol porque jugaban los muchachos beisbol, entonces era más beisbol que futbol; por ahí había un campo de beisbol. Estaba el Estanque de los Pescaditos, había un estanque muy bonito y había pescados. Era de una familia Anaya, que eran amigas de mi mamá, pero había pescados y era muy bonito.


 De la Humboldt nos cambiamos a la 22, lo conocí porque él era ferrocarrilero, porque una tía vivía en un departamento de Paseo Bravo, y ellos vivían en el otro departamento. Unas tres señoritas y él, eran huérfanos, su papá vivía en Cholula con la segunda esposa, pero él vivió siempre con sus hermanas.

De novios, sólo tres veces hablé con él, porque mi mamá decía que tenía que usar el teléfono, no me dejaban verlo porque decían que no, “que te va a dejar sin comer, que es muy pobre” No, mamá, decía yo, sí y trabaja. Él me dijo: “yo gano siete pesos diarios, así es de que, pues no. Pero como no me dejaban verlo, pues por eso me casé pronto, porque él dijo “no”. Tres veces entró a pedirme, la segunda y a la tercera me casé, porque dijo: “no, pues, si no la dejan ver... Dijo: “te me pusiste difícil”, no es que me pusiera yo, no me dejaban. Y bueno, pues yo dije: me casaré. Si salía yo a la calle, me decía: pide permiso de venir sola. “Mamá, voy a comprar unos encajes”. “Catalina, acompaña a la niña a los encajes.” “¿Y por qué vienes acompañada?” Pues porque me mandan acompañada. Íbamos al cine, que entonces era el cine Reforma, y bueno, pues las dos grandes llevaban a los novios, la otra también, pero yo no, yo era la chica, yo no, así es de que María Luisa sí.

¿Cómo lo veía yo? No lo podía ver, así es de que, aunque lo veía yo de lejos, nos veíamos nada más, así. Pero vernos para platicar, no. Por teléfono, decía mi mamá. Si no es por el teléfono yo creo que no me caso. Y sí, nos hablábamos todos los días, que eran unos teléfonos de palo, unas cajas grandes así que “¡riiinnng!” Unos timbrotes de este tamaño. Pero sí se oía, pero eran como unas cajas así de madera, grandes y ya luego vinieron los otros como de cajita, y luego ya vinieron los de la Mexicana, de mesa. Y tuvimos Mexicana pero no por mi papá, que prefería Erickson. Desde que yo me doy cuenta, Erickson siempre fue nuestro teléfono, pero como mi hermana tuvo un novio que trabajaba en México y era jefe, mandó poner un Mexicana, porque, pues, él hablaba ¿no? Y él nomás trabajaba hasta el viernes. El viernes venía de México y se estaba aquí, así es de que por eso teníamos dos teléfonos, Mexicana y Erickson, pero mi papá no pagaba Mexicana, el novio lo mandó poner para hablar con mi hermana. Si hablaba, pues él pagaba. Y ya les contábamos a los amigos que tenían Mexicana, y si ellos tenían también Mexicana, pues hablaban también. Pero en esos años mi papá dijo “no, qué teléfono ni que nada”; pero no, papá, lo va a pagar él. “Ah, bueno...”


He conocido muchísimas partes, muchas, pero como aquí nací, aquí nacieron mis papás y aquí he vivido siempre... he ido por el norte, a Tijuana, he caminado hasta por allá, pero no, no me acostumbro, ya me acostumbré a mi Puebla. Tuve un hijo que se fue a Ixtepec, se casó, un hijo piloto aviador, e iba yo a Ixtepec, Oaxaca. Fui a Laredo, Texas porque a mi esposo, como era del tren, le daban un pase, y en las vacaciones íbamos a varias partes del norte, -más el norte que el sur, que conocí después-: Laredo, Texas, San Diego, California, todo eso conocimos por allá, pero yo me quedo con Puebla.