jueves, 28 de julio de 2016

Historias poblanas



En las siguientes entradas de este blog te invito a disfrutar de una colección de historias orales reunidas en un libro irrecuperable que publicó el Consejo del Centro Histórico de Roberto Herrerías en el año 2003, cuando entrevisté a este grupo de ancianitos poblanos de los que la mayoría ya han pasado a mejor vida.

El objetivo de esta recuperación mediante la técnica de la Tradición Oral es recobrar en lo posible la mayor cantidad de historias antiguas de esta ciudad. La Puebla de los años veinte, treinta, cuarenta y cincuenta que las nuevas generaciones no sólo desconocen, ni siquiera imaginan. Una ciudad sin demasiados conflictos, con clases sociales tal vez más definidas pero menos voraces que las que vemos hoy, ecuánimes con una situación histórica que les perteneció y que ya no existe. Sin embargo, la ciudad está ahí, es la misma.


Una inspiración inamovible en esta idea es el concepto de Microhistoria, recogido de su propio autor, el historiador michoacano Luis González y González, cuando en una conferencia nos invitó a cultivar la visión microhistórica. Es una historia particular y detallada, pero oblicua; una historia pequeña, analógica, que puede pertenecer lo mismo a una ciudad, que a un pueblo, una ranchería, una colonia, una familia o simplemente a una persona. Es la memoria oral, la historia de los ancianos que recuerdan, registrada con sus propias riquezas y limitaciones. La gran cualidad de la memoria oral es la versión de primera mano, su defecto: la subjetividad, bien separada de la ciencia histórica, que resulta de la mirada individual.

El historiador Luis González y González afirma que hay que tener en cuenta que los grandes personajes de la historia dejan muchas huellas tras de sí. En cambio, la gente rasa, materia de su microhistoria (esa región “localizada en un pequeño punto de la Gran Historia de un pueblo”) deja pocos testimonios escritos de su existencia terrenal. Por ello resulta indispensable la recopilación de testimonios de la gente común, de los hombres y las mujeres del pueblo. Es aquí donde cobra relevancia la recuperación de la memoria histórica.

Según Philippe Joutard, autor del libro “Esas voces que nos llegan del pasado”, el uso del testimonio oral para su incorporación a la historia escrita se inicia con los pioneros griegos de la historia: Herodoto y Tucídides, hacia el siglo V ac. Joutard, al igual que Lois Starr y Paul Thompson, entre otros estudiosos de la Tradición Oral, hacen un seguimiento minucioso de las fuentes de la historia escrita para constatar el uso continuo y sistemático de la oralidad a lo largo de todo el trayecto de la cronología occidental. Polibio, el historiador de las guerras púnicas, critica a aquellos que se conforman con sólo estudiar las fuentes escritas. Tito Libio, básicamente entrevista personajes para su historia del Imperio Romano, que abarca cinco siglos. No obstante, dice Joutard, las primeras recolecciones de archivos orales, en el sentido estricto del término, las encontramos más bien del lado de una minoría perseguida que debe defender su existencia. Piénsese, por ejemplo, en los informantes indios de fray Bernardino de Sahagún, los judíos de diversas épocas o los protestantes franceses en la guerra de los camisardos; los frailes jesuitas, los comanches, esquimales, araucanos... La Tradición Oral que, en palabras de don Luis González: “humaniza la Historia”.

Los ancianos en México viven mal en una inmensa mayoría. Carecen de servicios gubernamentales que harían más confortables sus vidas, además de que la propia sociedad les procura poco interés económico o cultural, a diferencia de los países desarrollados. No hay centros nocturnos, clubes o medios de comunicación dirigidos a la Tercera Edad; las pensiones son raquíticas y en muchos casos las propias familias los someten a un estado marginal marcado por la indiferencia. Sin embargo, el objetivo de esta idea de recuperación no es convertirlo en un programa de denuncia, de desahogo ante las injusticias evidentes en las que viven los ancianos de México, que carecen de casi todo.



Más bien, la microhistoria planteada como testimonio retoma los orígenes culturales de esta disciplina y le da a estas memorias un enfoque eminentemente antropológico: la narración de época, del barrio, la colonia, la ciudad; los recuerdos cautivos que decenas de ancianos tienen sobre la cotidianidad poblana de hace cincuenta años. Lo que no quita que, en sus propias palabras, estos ancianos aprovechen el foro para expresar sus inconformidades y emitir sus ideas para consuelo de todos.

Me complace, pues, ofrecer en los siguientes entradas a los lectores poblanos esta colección de historias que a todos pueden llegar a interesar; el lenguaje coloquial de esta región a través de las épocas, y la explicable sabiduría contenida en los discursos de los viejos que son, en última instancia, un asunto que nos atañe a todos.


miércoles, 20 de julio de 2016

Los trajes femeninos tradicionales de Puebla


Nahuas de Cuetzalan, Puebla

Los domingos por la mañana la plaza de Cuetzalan, desierta entre semana se llena de puestos y ruido. Bajo la torre del reloj, a la sombra de las palmeras, en las anchas escalinatas, se sientas las mujeres nahuas, que vienen al mercado a vender verduras, guajolote, fruta y cal para las tortillas.

Las mujeres llevan una blusa de escote cuadrado, con bordados al pasado rojos, azules o negros alrededor del cuello y de las mangas. Las mujeres llevan enredo, hecho con dos lienzos, que llega al tobillo; lo pliegan en un solo tablón atrás, del ancho de las caderas y en cuatro tablas más pequeñas que se encuentran enfrente, usan enredos que sujetan en la cintura por medio de un cinturón de lana roja con dibujos geométricos. Usan un huipil de encaje, adornado con una cucarda de listón azul o morado igual al listón que bordea el escote. Las mujeres de Cuetzalan utilizan un enorme tocado que en días de fiesta alcanza 50 cm. de alto, hecho con estambres de lana verde y morado que enrollan en el pelo y anudan en lo alto. Las madres cargan al niño de dos maneras: envuelto en un lienzo de algodón o acostado dentro de una canasta de red, colgada en la espalda que se usa en toda la Sierra de Puebla.

El hombre usa un cotón de lana negra con pequeñísimas mangas donde nunca meten el brazo. Visten camisa suelta de manta blanca, sobre un calzón de la misma tela fajado a las caderas y amarrado debajo de las rodillas, lo sostiene un ceñidor blanco terminado en fleco. Bajo el ceñidor lleva una bolsa de tela para el dinero, usan sombreros de alas anchas y planas con copa semiesférica más pequeña que la cabeza lo que lo mantiene horizontal, detenido con una cinta de lana negra, huaraches llamados de pico de gallo en los que una sola correa se enreda alrededor del pie y del tobillo y se amarra con un nudo, además del imprescindible machete en su forro de cuero.

Nahuas de Hueyapan, Puebla

Las mujeres del pueblo usan todavía prendas hechas por ellas mismas. Entrando a sus patios se les puede encontrar arrodilladas frente al telar, tejiendo faldas o ceñidores, o sentadas en un petate bordando los rebozos; de la jícara que tienen a su lado asoman los estambres de vivos colores.

Hay dos clases de faldas: una, de lana negra, de 3.50 metros de ancho tiene cerca de la pretina en la que está montada, un corte de 20 centímetros de manta blanca. Algunas en la parte inferior están bordadas con guirnaldas de flores en punto al pesado, de estilo moderno. La orilla está ribeteada con una cinta de lana verde o roja, cosida en la tela. La otra es un enredo de lana café, un poco más angosto y de dos tiras, liso atrás y con abundantes pliegues en la parte delantera. La tela sobresale de la faja, y las mujeres doblan hacia abajo la parte saliente, para sujetarla con dos vueltas de la misma faja. Las blusas o camisas son de manta blanca con escote cuadrado, bordadas en el pecho y los hombros con punto al pasado. Alrededor de la pechera llevan un olán de 2 centímetros de ancho. El rebozo es de lana negra muy ancho, cubierto casi por completo de bordados en punto de cruz hechos con estambre de colores. Las dos trenzas caen sobre la espalda entrelazadas con varios cordones de lana que las unen en la parte superior; las puntas cuelgan entretejidas con el pelo. El rebozo de Hueyapan es de lana negra, muy ancho, cubierto casi por completo de bordados en punto de cruz hechos con estambre de colores. Quedan algunos dibujos antiguos, como la cruz de brazo doble y la greca del agua. Entre los pájaros que bordan las mujeres prefieren el colibrí, en el medio del rebozo casi siempre recaman una maceta de flores.

Para cargar la mercancía, los hombres usan redes de fibras de corteza de jonote, armadas con dos bastidores de madera ovalados. Estos van ligados entre si en sus parte inferior y unidos en sus lados con otro pedazo de red. En la Sierra de Puebla se ha utilizado ininterrumpidamente este artefacto, sin cambio alguno desde los tiempos prehispánicos.

Ña Ñhu (Otomíes) de San Pablito, Puebla

En la ladera de una honda barranca de la Sierra Poblana se esconden entre naranjos y cafetos, las chozas de San Pablito. Sólo el blanco campanario de la iglesia destaca entre el verde de la montaña y sirve de guía al viajante que a pie o a caballo, sube la empinada cuesta para alcanzarlo. San Pablito y algunos pueblos cercanos están poblados por otomíes, completamente aislados de los hidalguenses del Mezquital. También son agricultores, pero se encuentran en una región fértil en la que cultivan caña, naranjas y café.

Las mujeres visten enredos formados por seis tiras de 16 centímetros cada una, cosidas a lo largo, las cuatro tiras centrales son de manta blanca; las otras dos azul oscuro cuadriculadas en azul pálido. El enredo tiene un ancho de 2.65 metros por 95 cm. de largo. La blusa es de manga corta y escote cuadrado, rematado con un ribete de puntas; está bordada en colores brillantes sobre el pecho y las mangas con figuras humanas o de animales en punto de cruz o con chaquira. Arriba de las blusas las mujeres usan un quechquémel, tejido en algodón blanco con una ancha franja de lana morada o roja, que tiene la particularidad de formar escuadra al fondo de la prenda sin que los hilos estén cortados; cuando quema el sol las mujeres acostumbran taparse la cabeza con el quechquémel. Los hombres visten calzón, camisa de manta blanca y un ceñidor de algodón blanco, con un fleco finísimo de macramé bordado en colores. Llevan cotón negro o azul con rayas blancas, morral de ixtle y huaraches.

Hoy en día las mujeres de San Pablito bordan faldas de manta con extraordinarias figuras de caballos, personas y águilas, pero no para utilizarlas ellas mismas, sino para venderlas a los turistas. Conservan unas raras canastas llamadas “tancolotes” hechas con un armazón de varas, entrelazados con tiras de corteza de árbol de jonote. Cargan las canastas pequeñas en las espaldas amarrándolas con el mecapal, o las cuelgan del hombro.

Tutunakú de la Sierra Norte

En las fiestas las mujeres usan faldas blancas de tul bordado con artisela, que dejan entrever la enagua de tela brillante, de colores vivos. Las mozas mas apegadas a la tradición bordan una enagua de manta, desde la cintura hasta la orilla interior con pájaros y flores en punto de cruz, que se trasparentan bajo el encaje. Comúnmente usan faldas sencillas, de manta o de artisela, montadas en pretinas. Como adorno, esas prendas llevan una o más alforzas. La blusa o camisa está bordada con flores en punto al pasado o de cruz, o tiene una bata tejida de gancho. La manga corta, hecha de tablones, queda muy pegada a la articulación. Dicha blusa está cubierta en la parte delantera por un paño cuadrado de artisela (que llaman fular) dos de cuyas puntas las atan en la nuca, e introducen las otras dos bajo la pretina. En las fiestas usan también fulares blancos.

De ordinario las mujeres se ponen delantales de artisela o de percal. El quechquémel está formado por dos rectángulos de organdí blanco bordado con artisela blanca. Alrededor está adornado por un olán, de tul bordado también en blanco. El escote tiene una punta de encaje de artisela brillante, sin embargo las mujeres totonacas no se ponen sus quechquémeles, sino que los colocan sobre su espalda, doblados en triangulo como chales.

Su pelo largo está recogido en dos trenzas que las jóvenes dejan caer por la espalda; suben sus puntas y las amarran detrás de las orejas. Los hombres visten pantalón de popelina blanca, bombachos que les llegan al tobillo donde se amarra con una jareta. La camisa tiene un amplio cuello cuadrado y una bata ancha. Los pliegues abundantes de la tela de la espalda hacen que cuelgue y parezca más larga en la parte inferior. La manga empieza unos 10 centímetros debajo del hombro, es amplia y termina con un puño alto y angosto. En el cuello los hombres llevan un pañuelo enrollado, otro asoma de la bolsa en el pecho. Algunos son de algodón rojo, otros de artisela brillantemente coloreada con bordados de flores.

Ha shutaenima (Mazatecos) de la Sierra Negra

La Sierra Negra poblana es una prolongación de la sumamente húmeda sierra mazateca oaxaqueña, las lluvias frecuentes y la neblina favorecen el desarrollo de naranjos y cafetos; pero a menudo obligan también a las mujeres mazatecas de la sierra a llevar paraguas.

El huipil de las mujeres mazatecas es de tres lienzos de manta blanca, con bordados en punto al pasado y con las costuras escondidas bajo una franja de tres listones de artisela, de colores alternados azul y rosa. Otras franjas iguales, de siete listones cada una, están cosidas horizontalmente a la mitad del huipil y en la orilla. La prenda queda dividida en cuatro cuadrados en la parte superior y dividida en cuatro rectángulos en la inferior, separados por las referidas franjas de listones. Sobre pecho y espalda destacan flores bordadas entre vistosos pájaros de tamaño natural; otros motivos de plantas y aves llenan las demás partes. El escote está adornado con un gran cuello de tul y con listoncitos azules y rosas alternados. Listones iguales y encaje forman las mangas. Las mazatecas fajan estrechamente el enredo alrededor del cuerpo y, empezando por la cadera derecha, doblan un único tablón hacia atrás. Compran ceñidores en el mercado o los sustituyen con un paliacate o cualquier cinta de tela.

Se peinan con raya en el medio; dejan caer las dos trenzas en el pecho y las entretejen con listones negros, que amarran al final con dos asas grandes, sin moño. 

Ñuu Savi (Mixtecos) de Puebla y Oaxaca

Los Ñuu Savi o mixtecos son una enorme comunidad que habita el sur del estado de Puebla y la mitad del estado de Oaxaca.  Anteriormente las mujeres llevaban al interior de sus habitaciones únicamente un enredo blanco, de manta enrollado alrededor de las caderas y sin tablón ni ceñidor; el busto desnudo. La tradición señala que las mujeres casadas usen fajas de 10 cm de ancho, color azul marino con una hebra azul pálido en la orilla.

Las indígenas de Jamiltepec llevan el pelo como una corona, enrollado en dos mechones alrededor de la cabeza y anudado sobre la frente. Los hombres mixtecos llevan calzón de manta blanca fajado en las caderas, y una camisa de algodón tejido por sus esposas, dos pequeñas borlas cuelgan del lado posterior del escote. El ceñidor de los hombres, tejido a mano, puede ser blanco liso o con franjas de caracol. Los viejos todavía usan sobrero negro de copa alta y alas anchas hecho con fieltro de lana de borrego.

La mayoría de los huipiles de Jamiltepec son de manta o de artisela brillante, aunque aún puede encontrarse unos hechos con telar de cintura. Sin embargo, las mujeres no deben vestirlo, y sólo lo llevan sobre la espalda como un manto cuando van a la iglesia o al mercado. Si hay sol se lo ponen en la cabeza. El escote que es un simple corte recto en el centro, forma un pico enmarcando su cara. Las fiestas principales de Jamiltepec se celebran el día 1 de septiembre, día de la Virgen de los Remedios y el 25 de julio día del Patrono del pueblo. En semana Santa salen diario procesiones nocturnas, que llevan en andas imágenes conmemorativas de la Pasión del Señor.

N`giwa (Popolocas) del Valle de Tehuacán, Puebla

Los N`giwa, conocidos como popolocas, son un grupo étnico que habita en el valle de Tehuacán-Meseta Poblana: Tepeaca, Acatlan de Osorio, y una parte de la Mixteca oaxaqueña.

La indumentaria general en el hombre es el calzón de manta blanca, sostenido por una faja de algodón tejido, camisa de igual material, adornada con figuras bordadas con hilo rojo; sombrero de palma, sandalias o huaraches.

La mujer utiliza una falda hecha de una larga pieza de manta enrollada con una faja como cinturón, una blusa corta con mangas igualmente cortas y escote cuadrado, adornada con bordados hechos de hilo color rojo y rebozo.

Hamaispini (Tepehuas) de la sierra norte de Puebla

La etnia Hamaispini, conocida como tepehua, habita en varias comunidades de los estados de Puebla, Veracruz e Hidalgo y forma parte de la familia lingüística totonacana, que la emparenta con la cultura tutunakú o totonaca.

Los Hamaispini presentan una notable afinidad cultural con los nahuas, totonacos y otomíes que habitan en región, pues todos se desenvuelven en el mismo ambiente y las evidencias parecen indicar que tal ha sido la situación desde tiempos prehispánicos.

Los hombres hamaispini visten con la clase indumentaria campesina: calzón y camisa de manta.
La mujer porta camisa bordada con hilos de colores. Su falda se denomina liado que es bordado con vistosas figuras en toda la orilla sostenida con una faja negra de telar de cintura. Un rasgo cultural peculiar de las hamaispini es la muy característica técnica por la que destiñen la prenda femenina llamada tapún, que conocemos por el nombre náhuatl de quechquémitl o kexken. En tiempo de frío, los que viven en lugares más altos, se les ve arropados con sarapes y ropa gruesa.


Fuente: cni.gob.mx y Wikipedia

viernes, 8 de julio de 2016

Ellos debían hacerse mexicanos


En las primeras décadas del siglo XX el gobierno de México institucionaliza el indigenismo para ser aplicado como estrategia de desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume la estrategia de la integración, la asimilación, buscando uniformar las diferencias étnicas y culturales de los mexicanos a favor de un antiguo ideal de igualdad.

La asimilación tenía una larga historia desde que, luego de la Independencia y a lo largo del siglo XIX, fue discutida por los intelectuales que coincidieron en que era la educación el vehículo adecuado para llevar a cabo esa asimilación, aunque hubo voces que la consideraron peligrosa.

Tras la Revolución, la asimilación del indígena al “elemento” mexicano fue finalmente formalizada “científicamente” por Manuel Gamio, que asume el indigenismo desde un programa de antropología ambicioso e inteligente, pues proponía estudios integrales para conocer y valorar a las comunidades indígenas a fin de facilitar el trabajo de la asimilación.


En los siguientes años, los buenos deseos y las complejidades técnicas de los antropólogos fueron absorbidos por los archiveros de las dependencias de los sucesivos gobiernos revolucionarios. No había que darle tantas vueltas, la asimilación significaba convertirlos en campesinos mexicanos, y el indigenismo, en la práctica, con sus experimentos esporádicos, fue dedicado a castellanizar al indio y a negarles, hasta 1992, alguna personalidad cultural.

Así lo recordó el profesor Martiniano Reyes Pérez que entrevisté en 2011 en la Comunidad Santa Isabel el Mango, Veracruz:

“… en aquellos tiempos la educación indígena aun no existía, en mi pueblo había maestras estatales o federales que nos enseñaban en español, e incluso nos prohibían hablar totonaco. ´Está prohibido hablar totonaco´. Entonces, cuando nosotros hablábamos tutunakú nos castigaban físicamente”.

O el maestro Alberto Olarte Tiburcio en Espinal, Veracruz, quien llegó a pensar que su idioma y su cosmogonía no servían para nada, como me lo confió:

“Mi formación fue muy difícil, porque cuando yo ingresé a la escuela primaria, yo era hablante al 100 por ciento de la lengua tutunakú, mis profesores no hablaban mi lengua, por lo tanto no había entendimiento. La consecuencia fue estar cuatro años en Primer grado, mi profesor me mandó a Segundo grado cuando me aprendí de memoria mi libro de español, se llamaba Lengua Nacional; cuando me aprendo desde la primera hasta la lección número 24, de memoria, es cuando pude pasar a Segundo año”.

El Indigenismo se implementa como estratagema para el tratamiento del asunto indígena a través departamentos, escuelas, albergues, oficinas y dependencias que terminaron convirtiéndose en el Instituto Nacional Indigenista en 1948. La nueva burocracia asumió desde sus inicios que los mexicanos nada querían saber de la otra mitad de su pasado, la indígena, negándose a escuchar las voces discordantes. El Indigenismo tendría supuestamente otras prioridades: abatir la miseria prevaleciente en las regiones de México; imponer el español como idioma único de los mexicanos; educar y capacitar a los indígenas y campesinos de México para que pudieran ser el motor del desarrollo económico e industrial del país. Fracasó en todas. Hubo, sin embargo, éxitos colaterales pues, un siglo después, los mestizos mexicanos de hoy no conocemos ni los nombres de los pueblos originarios, mucho menos las cualidades herbolarias, lingüísticas, artísticas, agrícolas o sociales, que muestran actualmente sus culturas aún vivas.

Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de Mendizábal hizo desde 1922, a través de escritos, conferencias, cátedras y comisiones gubernamentales que encabezó o en las que colaboró; como educador y fundador de algunas de las instituciones más importantes de este país, una enérgica defensa a favor del indígena, tomando en cuenta sus aportaciones culturales, sin despojarlo de su raigambre étnica, de su lengua, rasgo que lo distingue de sus contemporáneos, que decidieron hacer exactamente lo contrario.

Mendizábal propuso un indigenismo político, empezando por solicitar que los indígenas fueran reconocidos en la Constitución Mexicana como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez hechos sujetos culturales por las leyes, establecer estrategias de acuerdo a las zonas geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a defender los derechos constitucionales de las comunidades, defenderlos del abuso de los cacicazgos y poderes locales prevalecientes, para que ellos pudieran proteger la distribución de sus productos, hacerlos sujetos al crédito, permitirles el uso de tecnología y, a la par de aprender español, cultivar su lengua autóctona, que para Mendizábal era más que un idioma, era una forma de ver el mundo que pertenecía a las regiones, que guardaba sabidurías antiguas y que, en realidad, pertenecía a los propios mestizos mexicanos, pues era parte de su pasado, por lo que deberían apropiárselo, antes que separarse de él. Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó. Y si lo hizo, como muestran ciertas evidencias de su cercanía con el Tata, cambió radicalmente de opinión, constituyó el indigenismo exactamente hacia el otro lado: no había nada qué conocerles.

Ellos debían hacerse “mexicanos”. La imagen del indio fue estereotipada en diversos soportes (cine, comedia, carpa, canciones, periodismo), desde entonces sería una figura decorativa de nuestro folclor, un bufón, la imagen viva de la miseria y la insalubridad, del deterioro moral y físico. Lo único que no es posible escatimarles, observó el periodista Fernando Benítez, es ese carácter del que no podemos despojarlos: son nuestros compatriotas.