En las primeras décadas del siglo XX el gobierno de
México institucionaliza el indigenismo para ser aplicado como estrategia de
desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume la estrategia de
la integración, la asimilación, buscando uniformar las diferencias étnicas y
culturales de los mexicanos a favor de un antiguo ideal de igualdad.
La asimilación tenía una larga historia desde que,
luego de la Independencia y a lo largo del siglo XIX, fue discutida por los
intelectuales que coincidieron en que era la educación el vehículo adecuado
para llevar a cabo esa asimilación, aunque hubo voces que la consideraron
peligrosa.
Tras la Revolución, la asimilación del indígena al
“elemento” mexicano fue finalmente formalizada “científicamente” por Manuel
Gamio, que asume el indigenismo desde un programa de antropología ambicioso e
inteligente, pues proponía estudios integrales para conocer y valorar a las
comunidades indígenas a fin de facilitar el trabajo de la asimilación.
En los siguientes años, los buenos deseos y las
complejidades técnicas de los antropólogos fueron absorbidos por los archiveros
de las dependencias de los sucesivos gobiernos revolucionarios. No había que
darle tantas vueltas, la asimilación significaba convertirlos en campesinos
mexicanos, y el indigenismo, en la práctica, con sus experimentos esporádicos,
fue dedicado a castellanizar al indio y a negarles, hasta 1992, alguna
personalidad cultural.
Así lo recordó el profesor Martiniano Reyes Pérez que
entrevisté en 2011 en la Comunidad Santa Isabel el Mango, Veracruz:
“… en aquellos
tiempos la educación indígena aun no existía, en mi pueblo había maestras
estatales o federales que nos enseñaban en español, e incluso nos prohibían
hablar totonaco. ´Está prohibido hablar totonaco´. Entonces, cuando nosotros
hablábamos tutunakú nos castigaban físicamente”.
O el maestro Alberto Olarte Tiburcio en Espinal,
Veracruz, quien llegó a pensar que su idioma y su cosmogonía no servían para nada,
como me lo confió:
“Mi formación
fue muy difícil, porque cuando yo ingresé a la escuela primaria, yo era
hablante al 100 por ciento de la lengua tutunakú, mis profesores no hablaban mi
lengua, por lo tanto no había entendimiento. La consecuencia fue estar cuatro
años en Primer grado, mi profesor me mandó a Segundo grado cuando me aprendí de
memoria mi libro de español, se llamaba Lengua Nacional; cuando me aprendo
desde la primera hasta la lección número 24, de memoria, es cuando pude pasar a
Segundo año”.
El Indigenismo se implementa como estratagema para el
tratamiento del asunto indígena a través departamentos, escuelas, albergues,
oficinas y dependencias que terminaron convirtiéndose en el Instituto Nacional
Indigenista en 1948. La nueva burocracia asumió desde sus inicios que los mexicanos nada querían saber
de la otra mitad de su pasado, la indígena, negándose a escuchar las voces
discordantes. El Indigenismo tendría supuestamente otras prioridades: abatir la
miseria prevaleciente en las regiones de México; imponer el español como idioma
único de los mexicanos; educar y capacitar a los indígenas y campesinos de
México para que pudieran ser el motor del desarrollo económico e industrial del
país. Fracasó en todas. Hubo, sin embargo, éxitos colaterales pues, un siglo
después, los mestizos mexicanos de hoy no conocemos ni los nombres de los
pueblos originarios, mucho menos las cualidades herbolarias, lingüísticas,
artísticas, agrícolas o sociales, que muestran actualmente sus culturas aún vivas.
Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de
Mendizábal hizo desde 1922,
a través de escritos, conferencias, cátedras y
comisiones gubernamentales que encabezó o en las que colaboró; como educador y
fundador de algunas de las instituciones más importantes de este país, una enérgica
defensa a favor del indígena, tomando en cuenta sus aportaciones culturales, sin
despojarlo de su raigambre étnica, de su lengua, rasgo que lo distingue de sus
contemporáneos, que decidieron hacer exactamente lo contrario.
Mendizábal propuso un indigenismo político, empezando
por solicitar que los indígenas fueran reconocidos en la Constitución Mexicana
como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez
hechos sujetos culturales por las leyes, establecer estrategias de acuerdo a
las zonas geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a
defender los derechos constitucionales de las comunidades, defenderlos del
abuso de los cacicazgos y poderes locales prevalecientes, para que ellos
pudieran proteger la distribución de sus productos, hacerlos sujetos al
crédito, permitirles el uso de tecnología y, a la par de aprender español,
cultivar su lengua autóctona, que para Mendizábal era más que un idioma, era
una forma de ver el mundo que pertenecía a las regiones, que guardaba
sabidurías antiguas y que, en realidad, pertenecía a los propios mestizos
mexicanos, pues era parte de su pasado, por lo que deberían apropiárselo, antes
que separarse de él. Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó. Y si lo hizo, como
muestran ciertas evidencias de su cercanía con el Tata, cambió radicalmente de
opinión, constituyó el indigenismo exactamente hacia el otro lado: no había
nada qué conocerles.
Ellos debían hacerse “mexicanos”. La imagen del indio
fue estereotipada en diversos soportes (cine, comedia, carpa, canciones,
periodismo), desde entonces sería una figura decorativa de nuestro folclor, un
bufón, la imagen viva de la miseria y la insalubridad, del deterioro moral y
físico. Lo único que no es posible escatimarles, observó el periodista Fernando
Benítez, es ese carácter del que no podemos despojarlos: son nuestros
compatriotas.
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