Voy a tener que llamar San Peter a este pueblo del centro oaxaqueño porque a los retratados no les gustó el retrato, detallado y sin retoque; lo habían pagado y eran “dueños de su material”. Pues sí, el material que les fue entregado como resultado de mi investigación. Mis opiniones y trabajo etnológico no estaban en la promoción, ni mi olfato.
La región de los valles centrales está considerada
como el corazón geográfico, político y social de la entidad, que es Oaxaca.
Limita al norte y este con la Sierra Madre, al Sur con la Sierra Madre del Sur,
y al oeste con La Mixteca y la Sierra Madre del Sur. Esta región está compuesta
por 89 municipios inscritos en 7 distritos. (Wikipedia)
Grupos étnicos. Según el II Conteo de Población y Vivienda en 2005, en el municipio habitan un total de 632 personas que hablan “alguna lengua indígena”.
¿Se puede?
San Peter
está en una cañada de la sierra sur del estado de Oaxaca en territorio del
municipio de Zimatitlán. Es un pueblo empinado y oscuro que a esas horas de la
noche solo puedo describir por su olor a tierra mojada y pan recién horneado.
Llueve. Hicimos dos horas de viaje desde Oaxaca por un camino de terracería sinuoso,
estrecho y peligroso, que es el que pasa por San Antonino; hay otro, que
conoceré después, menos abrupto, que fue el que construyó la Compañía Forestal
de Oaxaca para saquear el bosque durante veinticinco años. Pero eso no lo sé en
ese momento. En realidad, no sé nada, excepto que debo entrevistar a un anciano
que se me escabulló de la ciudad de Oaxaca y se vino a su pueblo. Don Enrique,
patriarca de una organización de bienes comunales que desde hace treinta años
explotan su bosque con éxito inusitado, inesperado, inaudito para los ojos de
las autoridades que suelen ver a los pueblos indígenas como incapaces de
progresar y de generar ninguna clase de riqueza. Nada de eso sé en estos
momentos en que Silvino me transporta en una impresionante camioneta negra cuya
marca no registro porque no suelo interesarme en esos temas, solo sé que era
enorme, cómoda, moderna y probablemente cara.
La
aventura comenzó una semana antes, cuando Estebanito, mi amigo parralense, me
habló para preguntarme si podría interesarme viajar a Oaxaca a entrevistar a un
anciano comunero. Claro que sí, le dije, dime de qué se trata. Ignoro por qué
Rodolfo fue tan vago en sus referencias, después supe que él había sido uno de
los “licenciados” protagonistas de esta historia y que no había razón para referencias
tan vagas. Pero la paga y las condiciones eran buenas para una entrevista, los
viáticos fueron depositados de inmediato y el tema, aunque ambiguo, me
interesó.
Oaxaca
siempre es un destino irrepetible, irresistible.
Así
fue como terminé recorriendo un pueblo de la sierra sur con calles empinadas y
silenciosas, derrapando las llantas de la camioneta para subirlas y haciendo
extravagantes maniobras, por lo estrecho de las calles, para dar la vuelta en una
esquina. En su casa, don Enrique sugirió que, para no provocar suspicacias, se
entrevistaría con el antropólogo en una oficina de la presidencia auxiliar en
donde el Comisariado tiene su despacho. Fue ahí en donde finalmente lo conocí,
un anciano de apariencia campesina con finos modos y solemnidad antigua, de voz
débil, preocupante para la grabación por el sonido de la lluvia y los limitados
alcances del microfonito de mi grabadora.
Entrevisté
largamente a don Enrique y al día siguiente, con la ayuda de Silvino, a una
docena de ancianos más, mujeres y hombres que fuimos a buscar hasta sus casas.
Subimos y bajamos calles toda esa mañana soleada y poco a poco fui entendiendo
la sensación de orgullo y cierta presunción que percibí desde el primer momento
al entrar en contacto con esta gente. ¿De qué están tan orgullosos?, fue la
primera pregunta que apunté en mi libreta. Silvino me hospedó en su casa que fácilmente
podría funcionar como hotel, una construcción de ladrillo bonita y moderna
pintada de amarillo, de dos o tres pisos, con cuartos comunicados por un largo
balcón en la tercera planta, donde me fue asignada una recámara muy bien
plantada con un baño adjunto. En la parte baja un pequeño súper de su propiedad
bien surtido: abarrotes, papelería, jarcería, ferretería, blancos, verduras. En
el ala opuesta del edificio la tienda de su esposa: zapatería, ropa de moda y
regalos femeninos para toda ocasión. Más tarde lo acompañé a su distribuidora
de refresco, un edificio retirado del pueblo, pero con todas las de la ley. Me
impresionó su entusiasmo emprendedor y su indudable éxito. Ya para entonces nos
tuteábamos y no pude resistirme de expresar mi azoro con dejo de sarcasmo y
envidia: ¡eres rico, Silvino! Gracias a Dios, respondió desde el amparo de su
fe metodista que practica con celo personal –y con recelo social, pues no es
bien visto en las arraigadas costumbres católicas de la comunidad, que están
inmersas en cada acción de sus puntuales usos y costumbres que llevan y cumplen
con puntualidad alemana. O mejor, más específicamente, zapoteca.
Una de
las cosas más importantes que entendí de la comunidad de San Peter es su origen
zapoteco que hoy se toma poco en cuenta, pues todos niegan hablar el idioma
ancestral, aunque, al menos los adultos, todos lo mastican cuando no lo hablan
con fluidez, como fue el caso de Silvino comunicándose con su anciana madre.
“Nomás poquito…” Como sea, su apego a las antiguas costumbres tiene una
relación directa con el éxito comunitario y con su adaptabilidad a las
circunstancias de lo que hoy es el estado de Oaxaca y el propio país del que
forma parte. Porque Silvino no es el único exitoso en este lugar. Todo el
pueblo lo es. Pero percibí poco interés en el tema de sus ancestros zapotecas, por
eso me pareció importante rascar en ese origen
aparentemente indiferente para tener al menos una breve noción de lo que
significan hoy sus antecedentes zapotecos, ancestros directos de la
comunidad de San Peter, que les legaron
la costumbre –aunque más bien tenga apariencia de obligación– de cumplir con
los numerosos cargos en la comunidad (policía, tequitlato, topil de iglesia,
topil de mayor, mayor, regidor, agente segundo o suplente, agente municipal,
alcalde constitucional, fiscal y fiscal de la iglesia, todos de servicio, sin
sueldo y solo para hombres), la responsabilidad social, la guelaguetza, la
astucia política y hasta el ánimo pacifista que hoy promueve el comisariado de
bienes comunales, como un valor intrínseco del carácter local.
Pandal
En
1948 se apersonó en la zona un señor de nombre Alfonso Pandal Kraft que
percibió que los ricos bosques de la enorme sierra oaxaqueña estaban
desaprovechados, que no fuera para levantar la leña del fogón y juntar ocotito
para venderlo en la ciudad. Junto a una treintena de comunidades de la sierra
norte y sur, San Peter se dejó convencer de rentárselo a este hombre de la
ciudad de México a cambio de una carretera que les cambiaría la sensación de
abandono y pobreza, que a grandes rasgos es el único recuerdo de los más
ancianos. “Cuando yo me fui dando cuenta mis padres eran pobres, el mismo
pueblo era un pueblo muy pobre”, me contó doña Prisciliana. “Lo que recuerdo es
que la vida de uno era muy sufrida con la pobreza, no había trabajo, no había
nada”, rememoró don Luis. Frente a esa “nada”, el horizonte se les ensanchó con
la apertura de la carretera, donde algunos obtuvieron empleo y las ciudades de
Zimatlán y Oaxaca se les acercaron muchas horas proporcionales. Con la
carretera llegó la Compañía Forestal de Oaxaca, del susodicho Pandal, que
durante 25 años estuvo sacando alegremente millones de pies cúbicos de madera
–pagando una modesta renta a la comunidad– y construyendo un emporio económico
y político que llegaría a tener relevancia nacional. Muy pocos obtuvieron
trabajo en “la Forestal”, pues las labores eran especializadas y peligrosas,
por lo que fueron traídos obreros forestales de Michoacán y Toluca que con el
tiempo construyeron pueblos con comodidades atípicas en la región, como una clínica
con médico, cine, escuelas de seis grados, tiendas surtidas, servicios y
casitas limpias y uniformes como ocurrió en El Tlacuache (“parecía un pueblo
gringo”), dentro del territorio de San Peter. Con el tiempo los sampedrinos
eran vistos como extraños en su propia tierra, habitantes incómodos,
suspicaces, no bienvenidos en las oficinas de la compañía. Pero el tiempo pasó,
las generaciones se renovaron, cambiaron de mentalidad. Para cuando se vence la
concesión por 25 años en 1982, muchos habían trabajado o trabajaban en “la
Forestal” y contaban con otra clase de experiencia. De forma incipiente
comienza un movimiento que se atrevía a pensar que la propia comunidad se
hiciera cargo de su bosque, que no se renovara la concesión a la Forestal de
Oaxaca y se pensara en serio en tomar las riendas de la explotación comercial
de madera. Hacía poco la comunidad había logrado que se les diera el negocio de
transportar la madera afuera de la sierra, por lo que adquirieron a crédito
decenas de transportes de carga que eran, digamos, el único activo moderno con
el que contaban (“con tres meses de carga se pagaba el camión”). Bueno, sí, pero
¿y todo lo demás? No tenían experiencia de mercado, de precios, de tecnología,
de las cuestiones técnicas y científicas de un bosque. Y lo más importante, no
tenían ninguna experiencia en administración; “quebrarán en unas cuantas
semanas”, vaticinaron las autoridades en Oaxaca. Pero los meses pasaron y el
movimiento comenzó a tomar forma en la dirigencia del comisariado. Hubo que
hacer presión. El presidente José López Portillo concesionó los bosques de
Oaxaca “por tiempo indefinido” a la Compañía Forestal y ahí ardió Troya. Treinta
pueblos se levantaron contra la medida y unificaron su lucha en un movimiento
estatal. En San Peter secuestraron las máquinas de la Compañía y paralizaron la
producción. El Gobierno tuvo que echarse para atrás. Los meses que siguieron
fueron de zozobra, de desempleo, de crisis económica y emocional. La Compañía
salió de los dominios del pueblo, pero dejó detrás una cauda de dudas y
ciertamente de desolación. El Tlacuache fue desmantelado y se convirtió en un
pueblo fantasma. Las grúas y otra maquinaria que quedó paralizada fueron
víctimas de la oxidación y el abandono. Los hombres salieron del pueblo y de la
región, y se fueron a trabajar en donde fuera para sostener a sus familias.
Fueron dos o tres años de incertidumbre en los que las autoridades comunitarias
no bajaron la guardia, porfiaron en su tarea de rescatar el bosque y construir
una empresa de y para la comunidad. Fue cuando ocurrieron cosas del destino que
permitieron a San Peter alcanzar su propósito. Llegaron asesores, algunos eran
desempleados de la SARH, otros venían huyendo de los conflictos de Chiapas, todos
jóvenes y bien intencionados cuya ardua labor podríamos sintetizarla en unas
cuantas frases que desperdigaron como granos de maíz en una tierra pródiga: “sí
se puede, ustedes pueden hacerlo, si se organizan lo pueden lograr”. Y los
ayudaron a organizarse. Una docena de pueblos decidieron entrarle a esa
aventura y se organizaron con los “licenciados”.
“Esto
es una factura, esto es un cheque, esto es una cuenta.” Con el ABC de la más
elemental administración se comenzaron a adiestrar. Con el tiempo trajeron
asesoría finlandesa y alemana para lo forestal, compraron maquinaria, se
implicaron como comunidad en cada uno de los detalles de la explotación
forestal, con cargos rotativos de dos años de duración en donde todos fueron de
todo, como me lo contó don Luis.
“… he
andado poquito, lo que se puede, yo soy escaso de conocimientos porque casi no
sé leer, pero no sé si por suerte o por qué me dieron cargos, me dieron muchos
cargos. He tenido los cargos de aquí, los que tiene la población: tequitlato,
mayor, regidor, agente segundo, agente municipal, alcalde, esos fueron los
primeros cargos que pasé. Después me dieron el cargo de tesorero en el
Comisariado, después alcalde de la Agencia Municipal, después de eso, en el 80,
me dieron otro cargo de tesorero, dos periodos estuve sirviendo en el
Comisariado. Esos son los cargos.”
El
toque genial de todo esto fue la creación de la Comisión Revisora que desde
entonces y hasta el día de hoy lleva celosamente las cuentas claras de toda la
organización comunal. Gracias a eso han podido crecer sostenidamente por más de
un cuarto de siglo.
Bosque
En la
actualidad se cumplen tres décadas de aquellos hechos que marcaron el destino
de San Peter, una de las nueve agencias que tiene el municipio de Zimatitlán,
Oaxaca (no confundirlo con el municipio de San Peter, Oaxaca, vecino de la
costa sur del estado). La United de Aprovechamiento Forestal Comunal,
coloquialmente conocida como “la United”, es hoy la matriz de todos sus
desarrollos, su fuente de empleo, de bienestar, de progreso, de proyectos y
sueños. Tiene una empresa forestal que factura millones, un aserradero, una
clínica comunitaria con farmacia gratuita, una empresa de agua embotellada que
se surte de su propio manantial; una empresa de autotransportes foráneos con
una docena de unidades que hace la ruta San Peter-Ciudad de Oaxaca con varias
corridas al día; una Caja de Ahorro funcional, que ofrece créditos baratos a
los comuneros; construyeron un flamante edificio de cantera rosada para la
presidencia auxiliar –ya la quisieran muchos municipios–, una hermosa escuela
primaria; una tienda de abarrotes comunitaria con productos básicos y
establecieron pensiones vitalicias para los mayores de sesenta años y las
madres solteras; tienen un sistema de becas universitarias para los jóvenes que
deseen estudiar y salarios dignos, suficientes para los hombres que explotan el
bosque de la comunidad.
El
pueblo de San Peter dejó de ser una comunidad de pobres, lo que no significa
que se hayan acabado los problemas, que no haya carencias y necesidades, endemias
como el alcoholismo y los embarazos prematuros, pero los sampedrinos de hoy
viven sus propias circunstancias marcadas por la modernidad de un mundo que muta
constantemente; nos exige modificar mentalidades y metodologías, adaptar nuevas
circunstancias a sus inalienables usos y costumbres que permanecen impávidos al
paso de los años. La vida sigue, pues, y la viven lo mejor que se puede, con un
ojo en el gato y otro en el garabato. Es decir, cuidando sus bosques de los
múltiples escenarios que los amenazan, sean naturales, económicos, políticos o
sociales.
Detrás
de todos los anhelos, los sueños, las necesidades y problemas que viven los
sampedrinos de hoy está la sempiterna “United”, la gran ubre que alimenta los
afanes de toda la comunidad. Marcha porque desde el principio la asamblea
comunitaria de San Peter tomó la decisión de que marchara. Cuentas claras,
amistades largas, dice el dicho, y lo que la United ha logrado en su perenne
renovación de cuadros ha sido, no solo la creación de un emporio bien manejado
con números saludables y finanzas sanas, sino la creación de una comunidad
completa de administradores que saben de lo que se habla cuando se presentan
las cuentas y los proyectos en la asamblea comunitaria. Esa es la gran
enseñanza de San Peter.
“La
unidad va bien porque todo el pueblo está trabajando –me confió el actual comisario
llamado también Peter–, no hay gente rebelde contra el pueblo, todo el pueblo
está trabajando, vamos bien. Yo doy las gracias al pueblo porque sí nos
reconocen a los viejos. Así estamos.”
Cuando
regresé a la ciudad de Puebla, luego de días de trabajo de campo, aún no tenía
la claridad que tengo ahora cuando he terminado la redacción de la historia
testimonial de San Peter. Llegué con 20 horas de grabaciones y la clara
convicción de que, si las comunidades mexicanas tuvieran un control
administrativo en sus pueblos y sus municipios como el de San Peter, en lugar
de ostentar demagógicamente con órganos de fiscalización en los congresos
locales y oficinas de transparencia tan poco transparentes, otro gallo cantara.
Pero el ejemplo de San Peter no es suizo, ni finlandés, ni estadounidense, sino
que es un ejemplo nuestro, oaxaqueño, tomado de uno de los vilipendiados
pueblos indígenas eternamente socavados y condenados al olvido y a la
disgregación. Y eso, por decir lo menos, es una fuente de inspiración y de esperanza
real. Como dirían los voceros vocingleros, entonces, sí se puede.
Fotos
tomadas de PueblosAmerica.com