Cajeme
Seis meses antes de despuntar
el siglo XX los servicios telegráficos de los principales periódicos de la
capital informaron noticias alarmantes: una nueva “sublevación” de indios
yaquis. Habían pasado casi veinte años del inicio de la llamada “colonización”
del noroeste mexicano “infestado de tribus de indios salvajes” que era
necesario derrotar para despojarlos de sus tierras bañadas con las aguas del
sagrado río Yaquimí.
El gobierno de Porfirio Díaz sabía
cómo apaciguarlos, tenía veinte años haciéndolo. La Secretaría de Guerra ordena
que se concentren fuerzas federales en el pueblo de Tórim para iniciar la
apenas suspendida campaña contra los rebeldes, que tras su última derrota buscaron
refugio en la serranía del Bastacate, de donde era materialmente imposible
sacarlos.
Peleaban con el ejemplo del
sargento republicano José María Leyva, conocido como “Cajeme”, yaqui que estuvo
en Querétaro en 1867 bajo el mando de Ramón Corona. Cajeme organizó los
gobiernos de los ocho pueblos yaqui: Cócorit, Bácum, Vícam, Tórim, Pótam,
Rahun, Hírivis y Béleb. Fue fusilado el 25 de abril de 1887 en Cócorit.
Tatebiate
En este nuevo escenario, el 18
de enero de 1900 se escenifica la batalla en Mazocoba entre yaquis y fuerzas
del gobierno, comenzó a las 10 de la mañana y terminó a las seis de la tarde
con un saldo de 400 yaquis muertos y numerosos heridos, entre ellos Pablo Ruiz,
alias Opodepe y más de mil prisioneros, incluidos mujeres y niños. Juan
Maldonado “Tatebiate” escapó por poco, pero moriría abatido en combate el 10 de
julio de 1901.
Los métodos del ejército de
Porfirio Díaz enrojecerían a los ejércitos más sanguinarios, que no eran pocos.
Los federales asaltaban las poblaciones yaquis y mayos y secuestraban a las
familias de los combatientes. Muchos preferían arrojarse a desfiladeros de la
sierra antes que entregarse, pues se sabía que la suerte de los cautivos era
peor que el infierno. Los prisioneros eran enviados a Yucatán y Quintana Roo a
trabajar en las haciendas henequeneras y a los campos de chicle.
Las fuerzas del gobernador
Rafael Izábal, bajo el mando del general Luis E. Torres, “ahorcan y fusilan en
masa” a los pueblos yaquis y mayos, por lo que la deportación a Yucatán era
presuntamente apreciada como un salvavidas para los “salvajes” sobrevivientes
de las matanzas.
“Depórtese a todos los yaquis
para que ya no sean explotados por los ricos de Sonora y no se conviertan en rebeldes”,
decían los bienpensantes. En la ciudad de México, en Puebla, en Oaxaca, la
gente fue testigo de cómo, a altas horas de la noche, llegaban a la ciudad de
México fuerzas del gobierno que conducían infelices indios, mujeres
desarrapadas, niños famélicos, que dejaban en los inmundos cuarteles para
deportarlos al siguiente o siguientes días a Valle Nacional o cualquier otra de
las mortíferas regiones del sur de Veracruz y de Oaxaca; o bien, en grupos
numerosos que encadenaban a los indómitos indios, deportándolos al territorio
de Quintana Roo, una región propicia a toda clase de fiebres que diezmaba a “la
altiva raza”.*
Yaquis itinerantes
Décadas después los remanentes
de aquellas migraciones forzadas deambulaban todavía por geografía del sur,
lejos de sus tierras arrebatadas, sin casi ninguna propiedad, formando partes
de cuadrillas constructoras de cualquier obra que requiriera trabajadores sin
apuro, y estuvieran dispuestos a permanecer largas temporadas en un sitio para,
al terminar, ir a otro sin causar conflicto.
Fue así que los yaquis llegaron
a Puebla como trabajadores de la presa. Doña Viviana Palma me contó sus
recuerdos de aquellos singulares compatriotas que para entonces habían sido
alienados por la violencia, sin patria y sin esperanzas.
Av. 5 de Mayo, Puebla
Doña
Viviana Palma:
El papá de mi marido a fuerza
quería que siguiera estudiando, lo quería mandar al Colegio Militar, que no sé
qué, que yo me tenía que quedar a vivir con su familia. Y él decía: “No, no y
no. Yo trabajaré de lo que sea pero yo no me voy a estudiar.” Que sí te vas.
Porque él tenía veinte años igual que yo. “Pues no.”
Total que encontró un
trabajo que no era precisamente lo que él quería, pero ya, salimos. Después me
llevó a vivir con su familia y bueno, como dice el dicho, yo tenía que
apechugar con todo lo que viniera, porque no había de otra. Después consiguió
un mejor trabajo, en Valsequillo, donde se hizo una presa. (Y mire en lo que
acabó la presa, ahí, llena de lirio, muy feo. Tanto dinero que se gastó ahí.)
Había un hospital, había un comedor, había muchos bungalitos que hicieron de
todo tipo, porque la gente del norte que trajeron la acomodaron ahí.
Para mí fue una experiencia convivir con esas
personas porque el acento, sus costumbres, pues no eran los mismas, pero ahí
hicieron un campamento, donde tenían los servicios necesarios, seccionado para
los ingenieros jefes, que era la mejor; otra sección para los sobrestantes, que
era media, y luego otra sección para gente más trabajadora, los albañiles, los
peones. Ahí les daban un cuarto chico y otro cuartito. Se formó una colonia.
Luego los lavaderos que tenían ahí para toda la gente, como los de San
Francisco.
La mayoría de esa gente se vino del norte, porque allá habían hecho
la presa de La Angostura y otras más, por eso se la trajeron a Puebla. Mi marido
trabajaba en el hospital, donde tuvo varios puestos, primero era checador,
luego donde daban las medicinas, luego a que llevara y trajera a los doctores
de Puebla a Valsequillo, de Valsequillo para acá. Ya después nos tuvimos que ir
a vivir allá, fue cuando conocí a esa gente con otras costumbres, otras...
había yaquis, me llamaba mucho la atención los comales enormes donde cabían
unas tortillotas, y la machaca, el machacado de huevo y no sé qué carambas
hacían. Y su manera de hablar, que “quítate de aquí, huerco, que pásame el
zoquete...” ya hasta que les fui entendiendo qué era cada cosa.
Fue interesante
y eran buenas personas. Muy morenos, mucha gente muy muy morena, pero parejita,
toda cafecita, con sus dientes muy blancos, muy altos, muy francos. Yo ni les
entendía a veces, solamente las esposas de los ingenieros y los sobrestantes
eran diferentes, un poco.
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Casasola, Gustavo, Historia gráfica de la
Revolución Mexicana, Tomo 1
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