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Recuerdos de educación indígena

  


El Diccionario de la lengua española interpreta la palabra “indígena” para definir a la población originaria  de un territorio cuya presencia en el lugar antecede a la de otros pobladores que llegaron después, habitualmente de Europa.  (RAE, 2001)

Sinónimos de “indígena” son las palabras: nativos, pueblos originarios o aborígenes, esta última proviene del latín ab origine, que significa "desde el comienzo" o "desde el principio", lo que no quita que un locutor de Televisión Azteca la haya utilizado para referirse a una pandilla de aficionados futboleros que causó destrozos en el estadio. Tanta es la confusión.

Indígena, pues, es aplicable a todo aquello que es relativo a una población originaria del territorio que habita, que precede al de otros pueblos o cuya presencia es lo suficientemente prolongada y estable como para tenerla por oriunda, por lo que se aplica a pueblos y etnias que preservan las culturas tradicionales o tradiciones organizativas anteriores al estado moderno, culturas que sobrevivieron la expansión planetaria de la civilización occidental. Es decir, “indígena” sirve para separar a los pueblos que no tienen ascendencia europea, que en sí mismos representan una antítesis de la cultura europea, aunque esto no necesariamente sea aplicable a toda realidad, pues existen pueblos con culturas preeuropeas a quienes no se aplica el término de indígenas, es el caso de los hindúes –paradójicamente, pues es ahí de donde nació la confusión colombina que devino concepto–, así como los chinos, japoneses, persas, árabes, judíos, egipcios y esquimales, entre otros. Aunque en esencia sean indígenas todos.

 


Donde no hay grado de confusión es en América, donde tenemos 500 años llamando indígenas a los pueblos originarios de aquí, también llamados amerindios, indios y nativos americanos y en donde nunca se nos ha ocurrido que puedan tener un nombre propio, que quizás los podríamos llamar como se llaman a sí mismos. Preferimos meterlos a un costal llamado indios 05 que, como vemos, no explica mayor cosa.

En México, la definición histórica de indio, de lo indígena, tiene su origen evidentemente en la conquista española de 1521 y el largo periodo colonial, en el que hubo múltiples y controversiales argumentos sobre lo que había que entenderse por indígena, como lo ilustra Luis Villoro en Los tres grandes momentos del indigenismo mexicano. Parte importante de esa discusión transitó el paso hacia la vida nacional que sobrevino con la Independencia de España en 1824. Dejando a un lado las opiniones de sustancia racista, que eran las de la mayoría de los criollos y muchos de los mestizos acaudalados a costillas de la explotación de pobladores indígenas, lo rescatable en el siglo XIX son las opiniones de los escritores, educadores e intelectuales liberales que buscaron con numerosos prejuicios, pero sinceramente, una salida noble a las dificultades de los grupos originarios que sobrevivieron culturalmente tras la conquista.

 


Un breve recorrido por las opiniones de los intelectuales decimonónicos mexicanos nos da una idea de los sentimientos que movían aquella preocupación. Francisco Pimentel, lingüista e historiador observó que “tan triste es su situación que solo se alegra al ver morir y llora al ver nacer” (Villoro, 1979:183). Pimentel dedicó buena parte de su obra a descubrir el declive de las civilizaciones indias, en las que observó una religión bárbara; despotismo de sus gobiernos, educación cruel, comunismo y esclavitud, culpando de su estado a la “degradación sufrida” en manos de los españoles y a la falta de una religión ilustrada, como la católica. A pesar de ello, Pimentel no tiene duda de su educabilidad, “si acaso Camper tiene razón sobre su capacidad craneana”, para lo que sugiere impulsar la inmigración, blanquear México para la salvación nacional y el olvido de sus costumbres e idiomas, puesto que los indios podrían rebelarse, por lo que se les extermina o se les transforma: “matar o morir”. (Villoro, 1979:184)

Guillermo Prieto critica su brutal explotación y su sometimiento al vicio, esta situación “frustra todas las combinaciones políticas” en el modo de ser de México. “En el fondo de ese cenagal de vicios… resplandece la idea del dominio pasado, el resentimiento de la dignidad ultrajada… el odio y la esperanza de venganza”. (Stabb, 1969)

 


El fundador del positivismo mexicano, Gabino Barreda, veía grandes esperanzas en la educación para moldear una sociedad. Pide una educación pública uniforme (1870), “borrar rápidamente toda distinción de razas y de orígenes entre los mexicanos”. La idea de Barreda fue retomada por Justo Sierra, Ignacio Ramírez, Rafael de Zayas e Ignacio Manuel Altamirano: hay que educar al indio, que Francisco G. Cosmes negaba por irrealizable, injusta e inútil. Sierra responde que el criterio de inactividad sistemática es contrario a la dignidad humana, a la verdad histórica y a la ciencia. Y cita a Comte y Littré: “una sociedad es más modificable cuanto más compleja sea”. (Stabb, 1969) De los tres, Ignacio Ramírez en 1860 tuvo la visión para pedir una educación especial, que apenas en 1982 el Estado mexicano tuvo a bien aceptar como opción viable: deben conocerse a sí mismos y tener nociones exactas de lo que los rodea –afirma Ramírez–, y su “entrenamiento vocacional” debe ser especial, pues los beneficiaría más que la enseñanza académica tradicional,  que además pugna por reconocer sus lenguas, sus formas de pensar, pues “no llegaran a una verdadera civilización sino con el idioma en que piensan y viven”. (Stabb, 1969)

Francisco Bulnes mira al indígena desde una perspectiva racista sin ambigüedades. Para Bulnes (“es un hombrecillo pendenciero, sucio y ladrón”) el indígena es patriota en su raza, pero no para la que lo ha oprimido. (Stabb, 1969) En qué medida los mexicanos independizados se parecían a los criollos que gobernaban antes. Eran ellos mismos, bastaba ver sus apellidos, opinaba el ingeniero Bulnes.

Llamado “ideólogo de la Revolución”, Andrés Molina Enríquez opinaba que el indígena a pesar de parecer inferior, su “adelantada selección” y “adaptación al medio” representa, en sentido biológico, a un grupo superior. Manuel Gamio, el padre de la antropología mexicana, desde su influyente paso por la primera Secretaría de Educación Pública, pidió no abandonarlos a su suerte; crear una política estatal para su progreso, para investigar y satisfacer sus necesidades y aspiraciones biológicas, culturales y psicológicas. Lo hizo, fundó el indigenismo mexicano, que en palabras llanas significaba acabar con las culturas indígenas, con el indio, transformarlo en mestizo. Desde un principio se le llamó asimilación. Había que mimetizar a los indígenas en los colores europeos de nuestras ciudades, volverlos civilizados. Impedir que se vieran a sí mismos, sino al nuevo ideal, que se consolida en la Revolución, del ser mexicano y de los valores nacionales representados por nuestras marcas, como el mariachi y el mole; un eslogan del lopezportillismo era: "México es uno, uno es México".

José Vasconcelos, primer secretario de la educación postrevolucionaria, pensaba que, no obstante su ignorancia y sus miserables sistemas sociales y económicos, los indios “son y pueden volverse aptos”. Recomienda con sagacidad “dejarse influir por el indígena, por su cultura y por sus artes”. Podríamos ser un poco más indígenas, razonó Mendizábal, apropiarnos de lo que nos corresponde como descendientes de ambas partes: españoles e indígenas, mestizos. Apropiarnos de su gran historia, su sensibilidad naturista, sus conocimientos agrícolas, interpreto yo, porque no puedo imaginar si le hubieran hecho caso, y hoy habláramos también náhuatl, o ñuu saavi o wawarrica.

Moisés Sáenz fue de los primeros antropólogos en experimentar sistemas para la política de asimilación indígena. Enfatizó su atraso, su aislamiento, “el ambiente pasivo” que los envuelve. Vive en “un medio de pobreza espiritual, de incapacidad económica y de aislamiento”. Su pobreza espiritual “es más bien una deficiencia de expresión que de cualidad espiritual misma”. (Sáenz, 1979: 106) Después de todo, expresó Sáenz, sus almas no están muertas; hay que despertar su deseo de aprender mediante su propia colaboración.

Alberto María Carreño, historiador y académico es un prolífico ensayista literario y revisor de textos de mística y poesía, él creía que no habrá solución a “la realidad social” mientras no se modifique de manera radical el “modo de ser de nuestros indios”. Y veía un solo camino: “total occidentalización”, pues como para otro secretario de Educación pública, Narciso Bassols, era urgente sacar de su postración y miseria intelectual a los indígenas puros. Transformarlos cultural, biológica, económica y socialmente.

Vicente Lombardo Toledano, junto a Miguel Othón de Mendizábal y Julio de la Fuente, pensaba que había dos vías para el tratamiento del indígena: obligarlo a mestizarse para incorporarlo a la economía y la cultura de la patria. Lombardo observó que nunca se pensó realmente en su beneficio, “siguieron siendo los parias de siempre… los asalariados paupérrimos; en muchos casos los esclavos”, como lo afirmó en la Conferencia de Pátzcuaro de 1940. La mestización y disolución de los indios es una falsa enseñanza del pasado. Debe haber otros métodos para colocar al indígena en un mismo plano de posibilidades que el mestizo y el blanco. Por otra parte –concluyó Lombardo–, el arte indígena ha servido para que no nos avergoncemos de ser mexicanos.

Gonzalo Aguirre Beltrán, el más influyente y moderno implantador del indigenismo en México, observó que el indio manifiesta situación de subdesarrollo, pero que en los estudios antropológicos de los pioneros mexicanos se da una “importancia exagerada” a la definición del indio y de lo indio, hasta 1949, fecha del II Congreso Interamericano de Cuzco “donde esta preocupación epistemológica alcanzó su clímax” y se abandonó “la idea de la definición personal para intentar su definición en el grupo organizado”.  La definición de “lo indio”, de “indígena” dejó de tener importancia trascendente, lo importante era el desarrollo integral del sistema que comprende indios, mestizos y ladinos. En ellos no era importante descubrir niveles de aculturación, sino los niveles de integración intercultural. El indio, pues, resumió don Gonzalo, es el sujeto de la acción indigenista.



No hay una explicación lógica que justifique el uso moderno de la palabra “indígena”, “indio”, “indito” para referirnos a los habitantes de los pueblos originarios mexicanos, persistentes sujetos de nuestro humor nacional (el chiste del indito es un género posicionado), la común invocación de lo abyecto y del atraso, la ignorancia y la suciedad, lo indígena, así como uno de los insultos más usados en nuestra amplia gama de improperios cotidianos: pinche indio.

Una penosa representación de la cerveza

El poeta ñuu–savi Kalu Tatyisavi, ganador del Premio Nezahualcóyotl de Literatura en Lenguas Mexicanas 2012, declaró que es tiempo de redefinir conceptos como pueblos indígenas, indios y etnias, ya que estos contribuyen a continuar con el racismo, la discriminación y el olvido de la historia mesoamericana. (La Jornada de Oriente, Paula Carrizosa, 2013-02-26) ¿Será?

 

 

Bibliografía

Sáenz, Moisés, México íntegro, SepSetentas, 1979

Stabb, Martin S., América Latina en busca de una identidad. Modelos del ensayo ideológico hispanoamericano, 1890-1960. Trad. de Mario Giacchino, Caracas, Monte Ávila editores, 1969.

Villoro, Luis, Los grandes momentos del indigenismo en México. Ed. Casa Chata, núm. 9, México, 1979.


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