viernes, 25 de febrero de 2022

El pecado original

 


El origen de las pasiones colectivas, la afortunada frase de Miguel Othón de Mendizábal, atañe a un supuesto mucho más general, que bien podría ser el sentido de la antropología mexicana, desde la conquista y aún antes de ella, cuando las pasiones colectivas son las que definen la relación de conquistado o conquistador que prevalece en México por mil años. Las pasiones colectivas de los mexicanos que definen nuestros gustos y orgullo por esos valores intangibles de nuestras numerosas patrias y nuestro paradójico desprecio por lo que somos y representamos en la realidad mexicana. Una sociedad fracasada, incapaz de llegar un acuerdo para vivir mejor, para tener una mejor educación, para crear un plan federal que redunde en una política de Estado, más allá de quien gobierne; un pueblo egoísta que no ha querido conocerse a sí mismo, expurgar sus defectos. Y en sus delirios trágicos, ser capaces de volcar una solidaridad infinita. Se dice que el pueblo es capaz de quitarse la camisa para dársela a quien la necesita. Eso es cierto, ocurre en los pueblos; en las ciudades donde vivimos el 80 % de los mexicanos ya no ocurre eso, la mayoría no nos interesamos por el vecino, no tenemos esa costumbre. “Buenas tardes, voy a vivir enfrente de su casa; mucho gusto vecino”. Casi nunca he conocido a mis vecinos.

Creemos que el mejor extranjero es aquel que ignora casi todo para que podamos engatusarlo con algunos de nuestros numeritos mexicanosos. Sin embargo, hay grandísimas dudas sobre los aztecas. Y más de uno asocia este sustantivo con una televisora que cree que piensa la mexicanidad por todos ellos, las masas que llenan estadios y conforman los desfiles; abarrotan plazas comerciales y llenan con sus numerosas familias las plazas públicas. Es muy poco lo que se sabe sobre lo que supuestamente somos los mexicanos. Un conocimiento en donde la Antropología mexicana ha quedado a deber. En la propia capital, por ejemplo, se ignora casi por completo la existencia de los tepanecas y se tiene una noción prejuiciada sobre los chichimecas. Los estudios más comprensibles y didácticos de estos temas, como los de Enrique Florescano, circulan apenas en suplementos y revistas más o menos especializadas, en tanto que los libros de texto de primaria y secundaria siguen siendo vagos a este respecto, como si se quisiera preservar la confusión. En ello ha participado también la pedagogía, la forma en que se enseña la antropología en las escuelas mexicanas, empezando por la Escuela Nacional, que también pasan por alto la importancia de situar el enfoque de su antropología académica y aplicada, que es y debería ser el poblador originario, nuestra cultura negada, que incluso llamamos indios a esos paisanos hasta el día de hoy, cuando cada pueblo tiene su nombre. La gente quiere ver el Super bowl. Por su parte, la televisión, el radio y el cine –con breves excepciones– ignoran por completo el tema originario con la justificación de que “no vende”. Primero vienen extranjeros como Mel Gibson a intentar reconstruir historias de la vida de los mexicanos antes de los españoles. ¿Por qué hemos decidido ignorarlos? Querámoslo o no, son ancestros nuestros y sus historias tendrían que poder llegar a interesarnos. Cuando gobernó el PAN, por ejemplo, me pareció irrelevante discutir si Camilo Mouriño era español o mexicano, lo verdaderamente grave era que Mouriño y Calderón y Creel, encabezados por el Jefe Diego (en general, los políticos asociados a los dineros y al poder) tuvieran una visión tan española de la vida, que no ven ni pueden ver sus orígenes dentro del concepto “mexicano”, pues sus tradiciones familiares pertenecen a ciudades y pueblos de su nostálgica España. Todo eso es magnífico, pero tal vez por eso insisten en llamar a los estadounidenses “americanos”. La escenificación de López Obrador con sus rituales indígenas no tiene otro significado que ser escenografía colorida y hueca, ritual sin religión, puesta en escena sin propuesta práctica sobre la cuestión nacional, como elegía llamarla Carlos Monsiváis. No es banal que cuestión signifique pregunta, la pregunta nacional ¿Quién carajos somos los mexicanos? ¿Dónde quedó la antropología en el largo baile del indigenismo? 


Lo cierto es que la antropología mexicana nació en medio de un error hermenéutico de si era la mirada antropológica russoniana de “Yo soy el otro” o se trataba de ayudar a nuestros “hermanos”. No solo no supo franquear esa dicotomía sino que la dejó crecer como confusión con las décadas, pues ochenta años después de implantarse el indigenismo en nuestro país la situación, de tan putrefacta, era la misma y peor. Las relaciones asimétricas entre los pueblos originarios y el gobierno mestizo no cambiaron respecto a la que se tenía con los españoles.

“Las ideas fundamentales del indigenismo se mantienen”, reclamó Guillermo Bonfil Batalla en esos años setenta. El ideal de redención del indio se traduce, según Gamio, en la negación del indio. La meta del indigenismo, dicho brutalmente, consistía en la desaparición del indio. Se habla, sí, de preservar los valores indígenas –sin explicar cómo–, pero curiosamente esos valores preservables coinciden con aquellos que postula la cultura nacional (a menos que por preservación de los valores indígenas se deba entender el poner los objetos de artesanía en la vitrina de un museo). Sean los que fueren los valores por preservar, el Indigenismo dictaminó que al indio había que “integrarlo”, e “integración” –otro término muy manoseado– debe traducirse, no como el establecimiento de formas de relación entre los indios y mestizos, la sociedad nacional; puesto que tales relaciones existen (no hay un solo grupo indígena aislado; todos son debidamente explotados en beneficio de la sociedad nacional), sino como una exitosa asimilación del indígena, la pérdida de su identidad étnica, y su incorporación absoluta a los sistemas sociales y culturales del mayoritario mestizo mexicano, cuya valoración se mantiene –es ideología oficial– tan orondamente alta hoy, como se imaginaba en 1920 para el futuro inmediato. (Bonfil en Batalla: 43) Y eso que no pudieron imaginar a Televisa y TV Azteca para fortuna de ellos. ¿Qué clase de cultura es la que les estamos ofreciendo? Es todavía la triste pregunta en los primeras décadas del siglo XXI.

Los antropólogos de la escuela nacional se rebelaron contra la práctica indigenista a principios de los años setenta, pero fue poco lo que pudieron lograr; apenas fueron escuchados. Buscaban cambiar las relaciones asimétricas entre indígenas y mestizos. Margarita Nolasco lanzó un grito de desesperanza: “¡esto es exactamente lo que no se hace!” No se cambian tales mecanismos, sino que se disfraza la situación con un indigenismo que actúa únicamente sobre la cultura indígena, no sobre las causas del conflicto. Así, el indigenismo es parte de un sistema de sometimiento de los indígenas para un fin determinado: conservarlos sometidos. “De aquí la acusación que con frecuencia se hace al indigenismo tradicional de ser un mecanismo de manipulación de los indígenas, para su explotación”. (Nolasco: 82-83)

El sueño de Mendizábal y Gamio era acaso un hecho consumado en los años sesenta, pero algo había fallado, algo no había funcionado. O el capitalismo funcional dejaba claras cuáles eran sus prioridades. Fernando Benítez observa por esos años la situación del INI, el instituto nacional indigenista:

Del lado de los indios está ahora el INI con sus 21 millones de presupuesto anual y sus pequeñas huestes de maestros, antropólogos, ingenieros, abogados, y del otro, como hemos visto, los monopolios, las compañías madereras, los dueños de la industria agrícola, los tinterillos, las metrópolis blancas, los invasores de sus tierras, las extensas y bien organizadas redes comerciales, las autoridades venales y muchas veces los obispos y los curas de los pueblos. La lucha es desigual. Uno solo de los monopolios tiene más personal y desde luego más dinero que el Instituto. (Benítez: 59)

“Llama la atención el bajo número de antropólogos que trabajan en las agencias indigenistas oficiales –aprecia Margarita Nolasco–; una de ellas, incluso, hace varios años que no cuenta con la colaboración de un solo antropólogo”. Pero se convence a sí misma de la satisfacción de ser el elemento clave en las estrategias y los planes que los institutos llevaban a cabo: “De todas formas el indigenismo en México es obra de los antropólogos aplicados, quienes sentaron las bases teóricas y prácticas al respecto, las mismas que mecánicamente, sin revisiones sistemáticas, se utilizan corrientemente”. (Nolasco-87-88) ¿Orgullo o golpes de pecho? No es un problema solo de Nolasco, sino de todos los antropólogos aplicados. 


Pero había poco de lo cual estar orgullosos aún haciendo revisiones. La antropología, una vez establecida como estrategia de asimilación en 1948, con la creación del INI, tampoco se volteó a ver a sí misma para un análisis hermenéutico. Nunca lo hizo. “La crítica se había suplido por el nombramiento –aprecia Arturo Warman que lo vivió en carne propia–, solo se permitía la originalidad en los niveles secundarios, pero el pensamiento no podía atentar contra los conceptos básicos que estaban consagrados como dogmas por el poder”. (Warman: 34) Según Warman lo que ahí se produjo durante medio siglo fue un pensamiento ateórico, “incapaz de generalizaciones o de análisis sin complejos”. No se generó una corriente creadora, original e independiente y en cambio se ha propiciado el cultivo del “eclecticismo estéril que escoge acríticamente teorías de nivel intermedio, sin tomar en cuenta su contexto original. Resulta, en los mejores casos, una obra incongruente, y en los más francamente contradictoria”. (Warman p. 36-37)

El pensamiento antropológico se desarrolló en instituciones que no perseguían fines científicos, a decir de los propios antropólogos,  y en donde se establecieron límites precisos para sus objetivos y sus estudios frecuentemente fueron víctimas de la censura. “Los antropólogos, más que rebelarse, se han incorporado con entusiasmo al sistema burocrático –dice Warman–. Han procurado establecer derechos gremiales pagando con su propia independencia”. Y cuando ejercieron la crítica y aportaron algo a la teoría, aparecía la represión en forma de cárcel por malversación de recursos, ceses justificados con artimañas burocráticas o despidos sin contemplaciones. Por lo tanto, la mayoría “han condenado y perseguido la audacia y la originalidad en defensa de sus derechos corporativos”.  Warman sabía de lo que hablaba. (Warman p. 37)

Se entiende por qué Mendizábal fue proscrito de las publicaciones antropológicas. Pero bueno, no hay que exagerar en el escarnio de la noble profesión de la antropología, que tiene su propia grandeza separada de la misión indigenista, resultó un recurso humano mal utilizado por el Indigenismo, aún si su labor era la de manipular al indígena o llevar y traer al industrialismo. Basta con acercarse al catálogo del INAH, del INI, para apreciar el variopinto material producido por los antropólogos nacionales. Las investigaciones están determinadas por los puntos de vista adoptados con respecto al problema indígena. ¿Pero qué investigaciones refiero? En su página de internet, la Escuela nacional de antropología e historia presentaba en 2005 la totalidad de sus investigaciones antropológicas. De 27 investigaciones solo 7 se referían a la indígena, la cuarta parte.

Otros especialistas ven con menos entusiasmo la producción antropológica nacional, resultando mejor la extranjera sobre nuestro país: Enrique Florescano aprecia que “en el caso de la arqueología y la antropología (los campos que en 1930-1950 definieron la identidad nacional), la mayoría y los mejores estudios publicados son obra de autores extranjeros, principalmente estadounidenses. (...) En el caso de la arqueología olmeca y maya el predominio extranjero es absoluto”. (Florescano-32).

Entonces se inicia una reflexión que anuncia caminos pero no destinos. “Si hay un verdadero interés en resolver el problema indígena, es más que urgente una reorientación del indigenismo –afirma Margarita Nolasco–. Es necesario que el indigenismo deje de ser un mecanismo colonial más, para ser un indigenismo de liberación. Llama la atención las limitaciones que ha mostrado hasta ahora la antropología para dar variedad a su presentación del problema indígena”. (Nolasco-88-90) Pero en verdad pocas son sus salidas, que no sea la guerrilla en las montañas o la sublevación nacional de las burocracias. ¿No es acaso interesante pensar que el germen de un cambio únicamente puede darse desde la academia antropológica? Pero esta tampoco goza de muy buena reputación. Desde las andanadas contra la academia antropológica de Octavio Paz en los años ochenta a la actualidad la crítica ha cambiado poco. “La escuela ha dejado de pertenecer a la nación y de servir al Estado –afirma Enrique Florescano en 2005 en la revista Nexos–, y en lugar de ser una institución pública es un dominio sindical, corporativo, pero sustentado con los impuestos de los trabajadores efectivos del país. (Florescano: 32) O bien, expresaba Fernando Benítez:

El etnólogo ha estudiado la situación de un grupo, ha entrevisto la posibilidad de remediarla y cuando al fin su trabajo sale impreso, el éxito académico no compensa en modo alguno la amargura de saber que sus conclusiones han caído en el vacío. El político rara vez toma en cuenta al antropólogo. Por ello, las ciencias sociales son una ocupación de eruditos, una elaboración condenada a no llevarse a la práctica. Y sin embargo, el etnólogo debe aceptar su destino, sobreponerse a su frustración y seguir investigando. Al menos puede transmitir su vergüenza a los otros y la vergüenza, ya se sabe, es un sentimiento revolucionario. (Benítez: 67)

Bueno, gracias por darnos ánimo, maestro. Sin embargo, Florescano sigue sincerándose: “El síndrome corporativista que recorre esas instituciones es responsable también de la baja competitividad académica de sus miembros y de la mediocre calidad de una parte considerable de sus productos. (...) porque (los investigadores mexicanos) desde su entrada en la institución tienen asegurada su permanencia en ella. (Florescano: 34)

Hacen falta nuevos estudios –insiste Nolasco por su parte–; hay que conocer los mecanismos del dominio colonial, hacer tipologías al respecto, estudiar la estructuras del poder en las regiones de refugio, los grupos de presión en la situación interétnica, las relaciones de producción, la estructura de clases y la estratificación étnica. “Hay que analizar una y otra vez los datos para llegar a entender algunos fenómenos como, por ejemplo, la diferencia entre dependencia económica, marginalismo, situación colonial, y también cómo la sociedad global margina a ciertos grupos (los indígenas, en este caso), y cómo surgen contradicciones dentro del sistema mismo, por sus grupos marginales. (Nolasco-80)

La antropología moderna en México nace con el pecado original de involucrarse, con una carga de mala conciencia, con la condición social del indígena, que es su vecino. Desde el principio, la antropología mexicana se involucra con su condición depauperada y asume la responsabilidad de remediarlo. Sus ideas no fueron indiferentes a los presidentes Calles, Cárdenas y Ávila Camacho, que ven en el indigenismo la expresión mestiza más acabada para comprender la realidad de los pueblos y ejecutar las acciones pertinentes para asimilarlos (organizarlos, educarlos, capacitarlos para que sean los obreros en las ciudades). En todos los casos lo académico deja su lugar a lo político, a la gestión social y la lucha de clases. Manuel Gamio, el fundador, al situar a la antropología como una “visión omnipresente” del Estado, y más aún, como conciencia de este, traslada la teoría científica de la antropología a un territorio eminentemente político, donde el Estado revolucionario no tarda en apropiárselo como un asunto únicamente concerniente a él, al igual que la educación. Y más, pues en la educación nunca fue posible suprimir la educación privada, religiosa y laica, en tanto que en la antropología se asume el papel de único rector y definidor en los asuntos de los pueblos indígenas. Y aquellos antropólogos extensionistas que Gamio y Mendizábal imaginaron, terminaron siendo la última ofensiva que acabó de saquear y caciquear a los pueblos indígenas no sin la cínica utilización política a la hora de sus fraudulentas elecciones. El indigenismo oficial llegó a ser, en sus peores momentos, la caja chica de funcionarios que treparon ávidos sobre los hombros de sus contrincantes, utilizando el poder caciquil de las regiones de México como alianzas estratégicas para alcanzar una senaduría, la gubernatura o la secretaría de estado. Un asco. Los pueblos indígenas se empequeñecieron, se empobreció su cultura y se provocó la fuga de sus miembros hacia un mestizaje acelerado con la migración que, por lo menos, les ofrecía cabida en las ciudades como peones y sirvientas. Es el caso de numerosas poblaciones cercanas a las metrópolis, en donde el náhuatl, que antes era la lengua materna de estas poblaciones,  prácticamente ha desaparecido, pienso con conocimiento de causa aquí en Puebla desde la sierra cercana de Zautla y Tzicatlacoayan en donde trabajé como extensionista privado, la gente ha abandonado el idioma de sus abuelos. En cambio, en lugares más lejanos de las sierras mixtecas que unen Puebla con Oaxaca, Veracruz y Morelos, los idiomas permanecen vivos, como una clara advertencia de que el INI fracasó en su intento de desaparecerlos. Siguen ahí y seguirán porque los pueblos originarios mexicanos han cobrado conciencia de sí mismos y han aprendido a interactuar con los mestizos y los extranjeros interesados en sus riquezas naturales y culturales.

La antropología mexicana, que nace de las discusiones educativas del siglo XIX, al ser formalizada como una cruzada contra la ignorancia, ligada estrechamente al proceso educativo nacional (llegan a confundir una cosa con la otra, por ejemplo, Vasconcelos, Sáenz y Ramírez), convierte a una práctica académica en compromiso nacional. Al crecer el estado institucional, el indigenismo es interpretado como una estrategia, antes que como una disciplina, convirtiendo a los antropólogos en instrumentos de un “plan de desarrollo nacional”, que con diferentes nombres ofician hasta nuestros tiempos, pero que dio vida a una de las aberraciones más grandes de la inteligencia mexicana: los institutos indigenistas nacionales, que nunca debieron haber sido organismos antropológicos, ni menos manejados por antropólogos, sino políticos, manejados por los pueblos indígenas. Como creo que existe hoy en muchos sitios de la república mexicana habitada por los pueblos originarios. Pero no, no desaparecieron.


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario