Conocí la obra de Miguel Othón de Mendizábal a mediados de
los años ochenta del siglo pasado, estaba desplegada sobre la banqueta en un
puesto ambulante de Coyoacán. Por suerte traía los 500 pesos (o serían 5 mil o
500 mil, pues nuestra moneda se debatía entonces en un interminable tobogán de
crisis que apenas comenzaba) que pedían por ella y lo estuve pensando exactamente
durante tres segundos. Eran sus obras completas, seis tomos en una edición de
autor, que instantáneamente me convirtió en el poseedor de un singular tesoro.
En el primer aniversario de su muerte, en 1947, los amigos de su viuda recopilaron,
revisaron y publicaron sus obras completas y treinta años después yo fui uno de
los afortunados que tuvieron acceso a esa singular faena, nunca más editada, reproducida
ni pirateada, pues Mendizábal es uno de los grandes ausentes en las ediciones
académicas de antropología mexicana. Aunque hubo un famoso premio a la mejor
tesis de antropología social del INAH con su nombre, una biblioteca, un
auditorio y una calle por el rumbo del Politécnico Nacional con su nombre, la
obra de Mendizábal es prácticamente inexistente en las lecturas disponibles de
Antropología social.
Mendizábal murió repentinamente sin haber podido insistir
en las reformas indigenistas que propuso en sus numerosos escritos y
conferencias. Una lástima verdadera pues, de haberse seguido sus ideas, tal vez
el indigenismo mexicano hubiera presentado mejores cuentas que la disolvencia y
el virtual apartheid cultural al que
fueron sometidos el conocimiento de los pueblos originarios mexicanos y los
propios pueblos. Serían otras también las relaciones interétnicas con los
pueblos de hoy, pues tal vez se habría reconocido antes su inobjetable familiaridad con los mestizos.
Este blog trata de conectar esa intención con las ideas que generaron un caudal
de acontecimientos sin sentido –como la práctica indigenista-, o al menos sin
éxito, pues las políticas integracionistas de Moisés Sáenz, Rafael Ramírez,
Aguirre Beltrán et al, se tornan hoy
insostenibles.
Antes que todos –y aquí radica su importancia–, a
Mendizábal le toca diseñar la oficina cardenista para asuntos indígenas, el
Departamento Autónomo Indígena (DAI) desde donde emprende una cruzada –algo
ciega- a favor de los pueblos indígenas de México, que en una de sus partes
consistía en reflexionar seriamente en los muchos aspectos positivos de los
pueblos indígenas. Treinta años antes que Los Magníficos, se lanza
productivamente a discutir el tema, ofrece muchas conferencias –en Bellas
Artes, en el Palacio de Minería– y escribe un compendio –que él soñó con que
llegara a ser una breve enciclopedia– para que los mestizos conocieran y valoraran
lo mejor de las culturas indígenas que eran –y lo siguen siendo, hoy– mitad
propia de los habitantes mestizos. Integrarlos a “la gran nación mexicana”
respetando sus culturas enriquecería el “ideal nacional”, opinó, además de
hacerlos partícipes en la riqueza de la patria; aprovechar sus conocimientos de
la naturaleza; en cierta forma integrarnos a ellos, fundirlos en esa raza
cósmica con la que soñaba José Vasconcelos.
Por desgracia, Mendizábal fue solo testigo del nacimiento
de uno de los capítulos más frustrantes de la historia contemporánea de nuestro
país, porque en la práctica cambió su historia y la definió en el sentido
contrario. El indigenismo político mexicano es una de las creaciones de la Revolución que no logra
ninguno de sus propósitos originales, pero eso no quiere decir que, paralela a
su práctica, intervinieron en todo momento los estudios y las opiniones de las
más lucidas inteligencias mexicanas, que evidentemente tuvieron poco peso en la
implementación de la política. O algo así.
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