Seríamos
un país mucho más interesante si se hubieran seguido las recomendaciones de Miguel
Othón de Mendizábal, que tras la
Revolución los mestizos mexicanos se hubieran “indianizado”
un poco en lugar de tratar de “mexicanizar” a los indios mexicanos.
De
veras creo que en algún momento del siglo XXI los mexicanos retomarán aquella
inquietud de Mendizábal, reconociendo a los pueblos originarios como un legado
cultural antes que una vergüenza que hay que esconder a las miradas extranjeras;
que el náhuatl crecerá en hablantes antes que desaparecer, como vaticinan muchos
alarmistas; que ciertas costumbres naturistas, cosmogonías sobre la naturaleza
y otros misticismos “indígenas” cobrarán importancia en las próximas décadas. Es
decir, religiones reinventadas como todas ellas, pero con aquella inspiración,
religiones de aquí, basadas en los elementos de México encabezadas por el culto
a Quetzalcóatl; a la Luna y la rehabilitación de los templos del culto que son
las pirámides ofrendadas al Sol, dador de vida. Esa acumulación de manías y
pequeñas religiones que tan bien explica Fernando Savater.
Tal vez
sea una argumentación necia, algo prematura e insostenible (aún), bosquejo apenas,
pero en todo caso se trata de una primera acechanza epistemológica sobre los
quehaceres de una academia antropológica que ha estado como perdida en la
concreción de su objeto de estudio, que ha sido incapaz siquiera de transmitir
al resto de los mexicanos las características objetivas de los pueblos
indígenas, su sabiduría naturista, agrícola, las bondades de pertenecer a un
país múltiple donde, paradójicamente, periodistas como Benítez, historiadores como
Florescano y documentalistas como Paul Leduc y el Canal 11, así como numerosas revistas
de divulgación, entre todos ellos han aportado más a la cultura antropológica de
nuestro país que los centenares de profesionales que pueblan el revoltijo
institucional.
Foto
del autor: Pueblo Nuevo, Tlacoachistlahuaca. Gro.
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