viernes, 8 de julio de 2016

Ellos debían hacerse mexicanos


En las primeras décadas del siglo XX el gobierno de México institucionaliza el indigenismo para ser aplicado como estrategia de desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume la estrategia de la integración, la asimilación, buscando uniformar las diferencias étnicas y culturales de los mexicanos a favor de un antiguo ideal de igualdad.

La asimilación tenía una larga historia desde que, luego de la Independencia y a lo largo del siglo XIX, fue discutida por los intelectuales que coincidieron en que era la educación el vehículo adecuado para llevar a cabo esa asimilación, aunque hubo voces que la consideraron peligrosa.

Tras la Revolución, la asimilación del indígena al “elemento” mexicano fue finalmente formalizada “científicamente” por Manuel Gamio, que asume el indigenismo desde un programa de antropología ambicioso e inteligente, pues proponía estudios integrales para conocer y valorar a las comunidades indígenas a fin de facilitar el trabajo de la asimilación.


En los siguientes años, los buenos deseos y las complejidades técnicas de los antropólogos fueron absorbidos por los archiveros de las dependencias de los sucesivos gobiernos revolucionarios. No había que darle tantas vueltas, la asimilación significaba convertirlos en campesinos mexicanos, y el indigenismo, en la práctica, con sus experimentos esporádicos, fue dedicado a castellanizar al indio y a negarles, hasta 1992, alguna personalidad cultural.

Así lo recordó el profesor Martiniano Reyes Pérez que entrevisté en 2011 en la Comunidad Santa Isabel el Mango, Veracruz:

“… en aquellos tiempos la educación indígena aun no existía, en mi pueblo había maestras estatales o federales que nos enseñaban en español, e incluso nos prohibían hablar totonaco. ´Está prohibido hablar totonaco´. Entonces, cuando nosotros hablábamos tutunakú nos castigaban físicamente”.

O el maestro Alberto Olarte Tiburcio en Espinal, Veracruz, quien llegó a pensar que su idioma y su cosmogonía no servían para nada, como me lo confió:

“Mi formación fue muy difícil, porque cuando yo ingresé a la escuela primaria, yo era hablante al 100 por ciento de la lengua tutunakú, mis profesores no hablaban mi lengua, por lo tanto no había entendimiento. La consecuencia fue estar cuatro años en Primer grado, mi profesor me mandó a Segundo grado cuando me aprendí de memoria mi libro de español, se llamaba Lengua Nacional; cuando me aprendo desde la primera hasta la lección número 24, de memoria, es cuando pude pasar a Segundo año”.

El Indigenismo se implementa como estratagema para el tratamiento del asunto indígena a través departamentos, escuelas, albergues, oficinas y dependencias que terminaron convirtiéndose en el Instituto Nacional Indigenista en 1948. La nueva burocracia asumió desde sus inicios que los mexicanos nada querían saber de la otra mitad de su pasado, la indígena, negándose a escuchar las voces discordantes. El Indigenismo tendría supuestamente otras prioridades: abatir la miseria prevaleciente en las regiones de México; imponer el español como idioma único de los mexicanos; educar y capacitar a los indígenas y campesinos de México para que pudieran ser el motor del desarrollo económico e industrial del país. Fracasó en todas. Hubo, sin embargo, éxitos colaterales pues, un siglo después, los mestizos mexicanos de hoy no conocemos ni los nombres de los pueblos originarios, mucho menos las cualidades herbolarias, lingüísticas, artísticas, agrícolas o sociales, que muestran actualmente sus culturas aún vivas.

Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de Mendizábal hizo desde 1922, a través de escritos, conferencias, cátedras y comisiones gubernamentales que encabezó o en las que colaboró; como educador y fundador de algunas de las instituciones más importantes de este país, una enérgica defensa a favor del indígena, tomando en cuenta sus aportaciones culturales, sin despojarlo de su raigambre étnica, de su lengua, rasgo que lo distingue de sus contemporáneos, que decidieron hacer exactamente lo contrario.

Mendizábal propuso un indigenismo político, empezando por solicitar que los indígenas fueran reconocidos en la Constitución Mexicana como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez hechos sujetos culturales por las leyes, establecer estrategias de acuerdo a las zonas geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a defender los derechos constitucionales de las comunidades, defenderlos del abuso de los cacicazgos y poderes locales prevalecientes, para que ellos pudieran proteger la distribución de sus productos, hacerlos sujetos al crédito, permitirles el uso de tecnología y, a la par de aprender español, cultivar su lengua autóctona, que para Mendizábal era más que un idioma, era una forma de ver el mundo que pertenecía a las regiones, que guardaba sabidurías antiguas y que, en realidad, pertenecía a los propios mestizos mexicanos, pues era parte de su pasado, por lo que deberían apropiárselo, antes que separarse de él. Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó. Y si lo hizo, como muestran ciertas evidencias de su cercanía con el Tata, cambió radicalmente de opinión, constituyó el indigenismo exactamente hacia el otro lado: no había nada qué conocerles.

Ellos debían hacerse “mexicanos”. La imagen del indio fue estereotipada en diversos soportes (cine, comedia, carpa, canciones, periodismo), desde entonces sería una figura decorativa de nuestro folclor, un bufón, la imagen viva de la miseria y la insalubridad, del deterioro moral y físico. Lo único que no es posible escatimarles, observó el periodista Fernando Benítez, es ese carácter del que no podemos despojarlos: son nuestros compatriotas.


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