domingo, 27 de enero de 2013

Educación y antropología



Dos opiniones autorizadas de la época de Miguel Othón de Mendizábal (1920-40), que ocuparon importantes posiciones de la educación oficial en épocas decisivas en la formación de los programas nacionales, fueron Moisés Sáenz y Rafael Ramírez. Partían de la experiencia de un educador estadunidense, John Dewey, que creó una escuela técnica rural en su país con resultados más o menos promisorios. Una educación “simpática”, a decir de Ramírez, que tal vez podría prestar grandes servicios “ahora que andamos los educadores de México empeñados en la búsqueda de un nuevo tipo de educación”. (Ramírez:86)

Por su parte, Sáenz no dudaba que en un país como México, con una variedad étnica tan enorme, el problema educativo debía orientarse necesariamente a “la reformación de la raza mediante nuevas experiencias”, que buscara “la equivalencia mental de las razas y la de la influencia determinante del medio”. (Sáenz:105)

Debía ser una escuela proletaria, pensaba Ramírez, en tanto que México es un país de proletarios, que además de proporcionar una cultura básica, cree una conciencia de clase “y las capacidades, actitudes y sentimientos necesarios para luchar en contra de las clases explotadoras”. (Ramírez:100) Ambos coincidían en una necesaria transformación, cuando no mutación radical de las culturas indígenas, inspirada en la famosa raza de bronce vasconceliana. La labor del maestro rural no consiste sólo en castellanizar a la gente, piensa Ramírez, sino “en transformarla en gente de razón”, y aclara que no sólo se refiere a los niños indígenas, sino a la comunidad en su conjunto; hay un caserío, un vecindario a quien también “debes castellanizar –le dice a un maestro rural imaginario-, porque de otro modo destruirás la labor que hagas en la escuela con tus niños y hasta es posible que de descastellanice y te quite lo de gente de razón a ti”. (Ramírez:66)

De igual forma, Moisés Sáenz habla de que la escuela debe tener “la unidad de la vida misma, donde sus actividades estén  departamentalizadas”. Esta escuela, dice, tiene la tarea de “enseñar a vivir a las criaturas; un solo método: abrir amplias las puertas y dejar que la vida entre, que los niños la vivan”. (Sáenz:108) No se sabe dónde empieza la escuela y dónde la comunidad, dice el maestro Sáenz, poco antes de tener que exiliarse en Perú por el resto de su vida: “Esta es, señores y señoras, sencillamente una nueva escuela, una escuela socialista”. (Sáenz:108) Una escuela socialista, abunda Rafael Ramírez, “de lucha como es”, que debe conducir campañas contra el bajo estándar de la vida, el salario irrisorio, el alcoholismo, el juego y “todas las lacras sociales que obstaculizan el pronto advenimiento de un estado de mayor bienestar”. (Ramírez:111)

Atento a los hechos y a la historia, Miguel Othón de Mendizábal, con la discreción que lo caracterizó, observaba desde el exterior los momentáneos éxitos y rotundos fracasos de sus colegas educadores. Crítico hasta lo involuntario, trataba de ser consecuente con un Estado revolucionario que no le era ajeno y que ayudaba él mismo a configurar. Pero entre la militancia disciplinada y la inteligencia crítica, en una dura lucha de conciencia, ganaba invariablemente su segunda cara, que era su verdadera firma de autor. La instrucción pública de los años veinte, dijo refiriéndose a la cruzada vasconcelista que obligaba a los infantes de México a asistir a la escuela, “era una verdadera utopía e, incluso, un verdadero crimen”. (MOM:II:500) Cómo era posible arrancar de la parcela una mano de obra que, aunque infantil, era fundamental dentro de la misérrima vida familiar; obligarlo a aprender a leer y a escribir a sabiendas que, una vez logrado, no iba a poder usarlo el resto de su vida, “pues en su medio cultural difícilmente se presentan situaciones contractuales”, afirmó. En esas condiciones era sencillamente inútil una enseñanza que no iba a cubrir ninguna finalidad. Moisés Sáenz y Lombardo Toledano terminaron pensando algo similar: “durante cuatro o cinco horas nos adueñamos del niño que arrancamos de un medio oscuro, triste y mezquino, y lo entregamos después de dos años cortos de escuela, al mismo medio oscuro y triste” (Sáenz:106), dijo el primero, en tanto que Lombardo señaló que ya no se pensaba que la escuela “pudiera redimir al indio, si antes no hay tierras para él y su familia”; la escuela sin libertad económica, pensó el fundador de la CTM, a veces es un factor de desquiciamiento de la propia comunidad. Sin embargo, afirmó el propio prócer de la izquierda en México, cuando la comunidad cuenta con los recursos necesarios para su progreso, la escuela “es un factor fundamental”.

Al paso de los años, del vasconcelismo a la educación socialista de Narciso Bassols a principios de los treinta, muchos fueron los fracasos, pero también las experiencias. Desde los años cuarenta, Mendizábal veía que la reforma agraria cardenista había producido en el indígena “beneficios indirectos”. Según él, tuvo la virtud de reconstruir “la verdadera célula social” mexicana: la comunidad local. El progreso evidente en el campo mexicano ha propiciado que el indígena desee “vehementemente” aprender a escribir, para participar en la vida política de su municipio, de su entidad y aún de la nación; siente ya un complejo de inferioridad por su ignorancia, se niega a poner su huella digital en los documentos de crédito, las solicitudes agrarias o las protestas. Quiere leer los periódicos y las propagandas políticas que, “a pesar de sus frecuentes mezquinas finalidades”, le abren los ojos sobre la situación nacional.

Los indígenas han andado ya “más de la mitad del camino”, exageró Mendizábal inmerso en su entusiasmo. Antes era necesario fundar escuelas con una escolta de rurales, ahora ellos mismos caminan cientos de kilómetros para solicitar para su pueblo un profesor.

Y si no es posible atender la experiencia de la historia y de los hechos modernos ocurridos en el extranjero, en el sentido de que la mejor forma de progreso indígena se podría dar en su propio lenguaje, “que se les enseñe como se crea más conveniente –afirma-, pero que la enseñanza alcance hasta los más apartados rincones de nuestro mundo vernáculo”. (MOM:II:501)

Bibliografía:
Mendizábal, Miguel Othón: Obras completas, México, 1947.
Sáenz, Moisés, México íntegro, SepSetentas, 1979
Ramírez, Rafael: La escuela rural mexicana, Sep/80-FCE, número 6, México, 1981.
Lombardo Toledano, Vicente: El problema del indio, SepSetentas, México, 1973

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