No ser poblano
es un estigma que sobrevive a lo largo de la vida; si no se nació en Puebla
difícilmente se llegará a ser poblano algún día. Lo que no quita que el
asimilado ame y admire la belleza y las bondades de Puebla. Para esta niña
tlaxcalteca Puebla representaba a la gran ciudad en los años 20 y rápidamente
se asimiló, se integró a sus usos y costumbres, a sus placeres y defectos. Pero
a la altura de sus noventa años seguía recordando que ella no era poblana.
Nunca lo sería.
DOÑA VIVIANA
PALMA
Para
empezar le diré que yo no soy poblana, pero me siento poblana, porque tiene
muchísimos años que vivo aquí, como desde los doce años que nos venimos con mi
mamá para Puebla. Yo soy de Tlaxcala. Nos trajo para acá y aquí acabé de ir a
la escuela, después estudié una carrera corta, después me casé, nacieron mis
hijos. Y ya después cambia todo, ya cuando uno tiene muchos hijos -yo tuve seis-,
uno que se me murió y cinco que viven.
Como le decía,
yo me siento poblana. Rentaba mi mamá un
departamento en la 3 poniente, cerca de la iglesia de San Agustín. Ya después
nos cambiamos a otro lugar, como al año, por el lado de la 9 sur. La calle era
muy tranquila. Cuando se levantaba uno las calles estaban barridas, porque en
esa época era obligatorio, al que no barriera enfrente de su casa le levantaban
una multa. Y se regaba. La gente mayor, porque yo era niña, se levantaba a
buena hora y cuando yo me levantaba para ir al pan, o me mandaban a algún
mandado, me acuerdo que estaban las calles limpiecitas.
El
cambio de Tlaxcala a Puebla fue un gran cambio. Tlaxcala era una ciudad muy
chiquita. Y yo la veía, en comparación de Puebla, mucho muy descuidada. No
estaba pavimentada, tenía sus banquetas, muy pintoresca hasta la fecha, pero
muy chiquita. No había colonias, se podría decir que la salida de la ciudad estaba
en San Dieguito, cuatro cinco seis calles y ya era el final de la ciudad,
porque era muy pequeñita. Del otro lado, caminaba uno tres calles grandes,
cuando mucho seis, póngale usted, y ya estaba el río Sahuayo.
Mi
papá tenía un ranchito que es ahora –creo- la universidad o salubridad, algo
así. Ya era la salida. Todavía está esa iglesia que se llama San Dieguito. Al
final de esa iglesita había una que otra casita muy humilde y todo, pero eran
ya milpas y todo eso. Ahora está irreconocible, poblado y todo.
Para mí fue muy
impactante venir a Puebla, porque ya había muchos coches, las calles estaban
pavimentadas, hasta las pulquerías me parecían diferentes, porque me llamaban
mucho la atención que les colgaban muchas cositas de papel de china. Por curiosa
volteaba a ver y había muchas como repisitas, con sus tarros, las catrinas, que
después supe que las hacían en La Luz: unas gorditas con su piquito y como
llenas de globitos, así, muy pintorescas las catrinas, como jarros para el
pulque. Esas creo eran de a litro, los de medio litro eran unos como vasos
largos.
Cuando venimos
a Puebla nos venimos mi hermana Josefina, Vicente, yo, mi hermana Cecilia,
Olegario y mi mamá, era yo de las de en medio. Yo debo haber tenido como unos
doce años. Aquí terminé la primaria y luego hice una carrera corta, comercial,
en una academia que se llamaba Guadalupe Victoria. Ya desapareció.
Me acuerdo que
cuando llegamos a Puebla, unas primas que llegaron de visita, ya casadas y con
hijas, me dijeron: “vamos a una fiesta de graduación”. Fue cuando conocí el
cine Variedades, recién llegada. A mí me pareció muy grande, porque el teatrito
de Xicoténcatl de allá de Tlaxcala que a mí me tocó era muy chiquito, como el
Principal de aquí. El Variedades me pareció un teatrote, grandote.
Cuando nosotros
nos venimos no había manera de entrar a la escuela porque creo que no traíamos
todos los papeles o algo así, entonces, acababan de expropiar un convento en la
9 poniente y abrieron una escuela con los mismos maestros que habían estado
allá en Tlaxcala. Fui a visitar a una maestra y que me vio: “ay, qué milagro,
que andas haciendo por acá”. Pues ya le dije, que ya nos veníamos para acá, y
que necesitaba entrar a la escuela. “Pero no faltaba más”, que no sé qué y no
sé cuanto. Ella me llevó, me matricularon y me dijo: aquí estamos
provisionalmente porque esta es una escuela federal. Y me enseñó la escuela,
muy grande por dentro, creo que después fue la escuela Pacheco, algo así. Pero
por dentro tenía altares y cosas, era de tres pisos y tenía muchos patios.
Dilatamos como
un año y luego nos tocó que nos cambiaran de edificio, a la Fray Pedro de
Gante, por allá por Las Piadosas, que era donde es ahora la Cruz Roja. La
escuela todavía es escuela, pero a nosotros nos tocó el momento en que sacaron
a las internas que estaban ahí, porque adelante había otra escuela de hombres,
pero esta era de mujeres. Más arriba, donde después estuvo la Maximino Ávila
Camacho, fue un internado de hombres, era católico. En la primera visita yo fui
de las elegidas y fuimos. Y todo estaba tal cual, los objetos intactos, como
estaban desayunando. Todo todo, haga de cuenta que se habían salido al recreo,
pero las habían sacado tal vez a la fuerza. Un lugar muy grande. Tenía teatro,
un comedor enorme, del otro lado la cocina o algo así. Luego bajaba uno unas
escaleritas y estaban los salones, un patio, daba uno la vuelta y era una
capilla, con su púlpito, su altar, las vestimentas de los padres, la vestimenta
de los monaguillos. Luego del otro lado otro patio, donde fueron ya después los
salones. Después había más patios y un segundo piso que no se veía desde
afuera, con más dormitorios. Yo creo que de las muchachas que estaban ahí. Por
allí había una farmacia, con sus vitrinas y sus frascos que me llamaron mucho
la atención. Lleno de estantes y medicinas. Luego una sala de cirugía con su
plancha, muy bien equipada. Y luego, más adentro, hasta el final, había patios
de hortalizas, lechugas y rábanos, de todo había. Y así, era muy grande, muy
grande. Todo se quedó así.
Como al año nos
cambiamos cerca, a la 9 sur, ya no me acuerdo el número, pero estaba a un
costado de la Maternidad, lo que es ahora la Upaep. Ahí estuvimos un tiempito,
y luego nos cambiamos de ahí para la 5 sur y 5 poniente, junto a la Casa Arrieta,
atravesando la calle. Todavía existe, es una casa de tres pisos, antigua, donde
se usaban unos como puentes de piedra y tenían una llavecita. Abajo había dos
departamentos chicos y todos los de más arriba eran grandes, muy grandes. Los departamentos tenían sus balconcitos que
daban a la 5 sur, pero la entrada era por la 5 Poniente, pero donde yo vivía
daban los balcones para la 5 sur. Hasta ahí iban los muchachos a cantarle a
una, porque se usaban los gallos.
Después de la
misa, fue una época para mí muy bonita, porque ya creció uno y ya estando en la
adolescencia, poco más, pues era costumbre ir a misa de 11, porque en las
tardes no había misa, nada más había misa a medio día. Salía uno de la misa y
se iba uno al zócalo, donde daba vueltas uno al zócalo, las vueltas que uno
quisiera. La podía uno dar a la derecha o al revés, al contrario, pero
acostumbraba uno ponerse su mejor vestido, se usaba el sombrero, se usaban los
guantes, y no porque uno quisiera, sino que así era la costumbre y así los veía
uno en los aparadores, que un sombrerito del color de los guantes, del color de
los zapatos. Y bueno, pues uno lo veía bien. A mí me tocó esa época. Luego en
la tarde se iba uno al cine. En ese entonces estaba el Guerrero y el
Variedades, después de dar la vuelta al zócalo o ir a visitar a alguna amiga
que estuviera enferma o simplemente recorrer otras calle, al salir del cine,
las tortas de doña Meche, era muy conocida doña Meche. No nos las comíamos ahí,
nos las empaquetaban. Nos decía cómo las iba uno a querer, las envolvía y ya se
iba uno a la casa y se comía uno la torta, o ya llegando a unas calles donde
estuviera más obscurito, porque era muy común que todo mundo se iba a su casa
caminando. Ya los que tenían mucho dinero se iban en su coche.
Una vez me
invitaron a ir a dar una vuelta en un carrote, fue cuando conocí Atlixco. Una
familia muy allegada de donde es ahora el museo Bello me invitó. Esa amiguita
era amiga de las hermanas del señor y me llevaron a Atlixco. Y me acuerdo que
tenían un chofer que se llamaba Pepe. Y llegamos de decía: “señoritas, ya
llegamos a Atlixco” Sí, José, dele vuelta al kiosquito. Dábamos la vuelta en el
coche, no nos bajábamos, dábamos otra vuelta. “¿Algún otro lugar?”, preguntaba
el chofer. Otra vuelta al kiosquito y nos regresamos. Esa era la vuelta
dominguera. Entonces a mí me pareció Atlixco lleno de flores, fue una vuelta
divertida y novedosa, porque, pues, uno no salía así como quiera.
Volviendo al
cine Variedades me acuerdo que la primera vez que fui al cine pasaban una
película, en el intermedio de la película había una orquestita que tocaba dos o
tres piececitas. Ponían un cartel en la pantalla que decía “Intermedio”, y ya
se levantaba uno, si quería uno caminar allí mismo, se volvía uno a sentar y
era otra película o a veces era la mitad de la película, si era muy larga. Así
era ahí en el Variedades, y en el del portal. Al cine Colonial fui mucho
después, ya cuando habían pasado muchos años y me pareció bonito, pero ya no
volví nunca más. Pero siempre decían: “vamos
al “Costalito”, donde se supone que sólo iba la gente que soportaba que le
estuvieran aventando de cosas y chiflando, porque chiflaban mucho los de
gayola, decían. Me pareció bonito. Al principio no tenía tan mal prestigio,
pero ya después decían: ”no, ahí no.” Y nos íbamos al Guerrero. Entonces en el Guerrero
era lo mismo que en el Variedades. Ahora
es el Teatro de la Ciudad. Esos eran los más comunes en esa época.
Yo iba al cine
con mis cuñadas. A mis dos hermanos chicos los enviaba mi mamá a Tlaxcala, y
luego ya después me casé y nunca conocí el Constantino, que estaba en la calle
de los Gallos, la 6 poniente. Nunca fui. Yo nomás veía que iba mucha gente,
sobre todo hombres, porque ahí había lucha libre, los sábados era día de lucha
libre. Ese sí decían que era muy corriente, que la lucha libre, que no sé
cuanto, era un cinito chiquito.
Yo siempre tuve
mucho respeto para mi mamá, a pesar de que no teníamos papá porque se habían
separado. Nos preguntó si queríamos quedarnos con él nos quedáramos en
Tlaxcala, y si no nos veníamos con ella. Nosotros escogimos venirnos con
ella. Afortunadamente yo tenía unas
amigas que después fueron mis cuñadas, que vivían ahí la misma 5 sur, pero en
el 904, o sea entre la 9 y la 11, entonces ellas siempre pasaban por mí, le
pedían permiso a mi mamá de ir al cine, de ir a dar la vuelta. Éramos
compañeras en la academia.
Después, pues
ya tenía unas amigas que vivían por La Paz, por donde estaba el balneario de la
Paz, quién sabe si exista todavía en la 9 Poniente, donde está una iglesita y
luego, a mitad de la calle, le pedían
permiso a mi mamá, vamos a ir nadar. Eran unas alberquitas chiquitas que tenían
una ranita en medio que echaban por la boca el agua azufrosa, nosotros decíamos
que olía a huevo cocido. Ahí había unos bailes pero nosotras no íbamos a los
bailes, porque decían que era de las sirvientas, que nada más iban las
sirvientas y las mujeres galantes, entonces por eso no íbamos. Pero a mi se me
antojaba mucho. Si yo hubiera tenido una amiga que me hubiera insistido, “vamos
a ese tipo de bailes”, pues yo si hubiera ido, porque a mi me encantaba bailar.
Íbamos a los bailes, pero de alguna boda, de algún festejo, de algún
cumpleaños, en casas particulares.
Al Carolino fui
dos veces. En ese entonces me llamaba la atención ver al señor Vélez Pliego,
alto, pero yo no lo veía moreno, sino como verde. Lo veía yo así como verdoso,
bueno, un moreno raro. Y lo veía porque era pretendiente de una amiguita. Me
invitaron esas muchachas que eran unas hermanas. Vamos, vamos. Eran los sábados
o los domingos, en la tarde. Fui un par de veces y se ponía muy bonito. Tocaba
una como orquestita lo de moda. Iban los muchachos, pues todos con sus trajes,
porque no era como ahora, que son más informales. Iban todos con sus trajes y todos
muy peinados. Era la costumbre en esa época porque los domingos y los sábados
se ponían su traje y su saco y todo lo demás. Y como a las siete de la noche se
acababa. Se acababa temprano. Eran unas tardeadas de las cuatro de la tarde a
las siete. Muy sanas tardeadas, muy divertidas. Todo mundo tenía la atención de
ir a pedir la pieza, no como ahora que se levanta uno así nomás. En ese
entonces no, era muy formal. Y a las 7 de la noche, los músicos guardaban sus
instrumentos y eso quería decir que hasta ahí. Pero era un patio bonito. Me
acuerdo que sí era un patio.
Había unos
bailes muy formales, nomás fui a uno. Blanco y Negro. Iba uno de largo, muy
peinado, muy engomado. Los peinados se usaban muy pegados, no se usaba el crepé
ni los postizos, sino que se usaban pegaditos, así marcando un ondulado, muy
marcado, pegaditos a la cabeza.
Para esto,
había muchachas que eran mucho más grandes que nosotras, que en ese entonces
tendríamos...estábamos jovencitas, porque nosotros ya veíamos que había
muchachas grandes, nosotras todavía nos poníamos un taconcito chico, no tan
alto. En cambio ellas iban con unos taconzotes. Esas eran las tardeadas, porque
ya los bailes bailes, cuando venía Carlos Campos y Juan Arpeta y muchos
famosos, entonces eran en la noche, pero ya no iba yo, porque cómo iba uno a ir
a repetir un vestido, a repetir algo. No, ni se sentía uno a gusto, y la verdad
a veces ni le daban permiso, porque eran unos bailes que terminaban ya muy
noche.
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