La visita que hice a doña Mary un poco
antes de su muerte fue memorable por muchas razones. Esta hermosa viejecita
vivía en su casa del centro histórico de Puebla apenas con una ayudante que le
hacía de comer y le ofrecía la mínima ayuda que necesitaba a sus noventa y
tantos años. En nuestra charla reímos, cantamos y lloramos. Lúcida y sensible, doña
Mary Santillana se remontó a casi un siglo antes para obsequiarme una de las
entrevistas antropológicas más sabrosas y elocuentes de entre las centenares
que he realizado en mi trabajo de Tradición Oral.
Atlixco, Puebla
DOÑA MARIA
SANTILLANA LÓPEZ:
Nací
en Atlixco, Puebla, el 24 de Junio de 1907. Mi papá era Bernardo Santillana Gaviola
y mi papá Manuela López Santillana. Metepec era la segunda fábrica textil de la
república, era muy buena. Mi papacito era ganadero, tenía vacas en la casa,
tenía caballos. Negociaba él en su casa. Ahí crecí y me vine a estudiar cuando
estuve grandecita a la Normal.
Mi vida en
Atlixco fue muy feliz. Sabía yo muy bien montar a caballo porque, como mi papá
era ranchero, montaba mucho. Iba a su ranchito a ver cómo iba la siembra y
todo, llevaba provisiones para el camino. Habían una señora humilde que nos
hacía unas gorditas... ¡ay! pero qué ricas, hasta la fecha me acuerdo y se me
antojan. Era la memelita con su salsa picosa, verde o roja y frijolitos. Con
huevitos, esa era la comida, pero yo era feliz de que me llevaba mi papá al
campo y me acostumbré mucho al caballo. Así es de qué ya grande todavía me
encantaban los caballos. Ahora ya no puedo, me duelen mucho mis piernas, pero
hubo mucho tiempo que monté caballo. Ya de casada. Íbamos a Atlixco, a
Matamoros, a los ingenios que hay por Matamoros: Acatzingo, Chietla, Chautla.
Todo a caballo. A veces nos íbamos a Izúcar de Matamoros. Todo eso lo
recorríamos a caballo.
Tuve un caballo
tordillo. Mi papá le puso el Campeón, era un caballo muy bonito. Era blanco con manchas azules. Bonito
caballo, bonito. Lo quería yo mucho, mucho. Le lloré cuando lo vendió mi papá,
lo tuvo que vender porque urgía dinero en la casa y lo tuvo que vender. Y yo le
lloré mucho a ese caballo. Ya sabía la hora y se arrimaba a la ventana y se
ponía en forma que yo pudiera montarlo sin lastimarme. Sabíamos muy bien la
hora el caballo y yo. Se arrimaba el caballo y ya lo montaba y nos íbamos a
distintas partes, felices. El Campeón también me quería mucho. No lo va usted a
creer pero lloró cuando se lo llevaron. Echó sus lágrimas. No, yo peor, yo
peor. Me abracé de las patas y no me quería yo soltar, y mi papá: “no mi´jita,
ya lo vendí, suéltalo, ya no es de nosotros, ya ni modo.” Y lo tuve que soltar.
Llorando los dos, el Campeón y yo. Sí, pero fue muy bonito tiempo. Y le digo,
ahora ustedes dirán que porque soy viejita ya se me olvidan muchas cosas, y es
cierto, pero no tantas que no recuerdo todo.
Tenía como 15
años y llegué a Puebla a estudiar para maestra en la Normal (Juan C.) Bonilla.
Era mi maestro uno que nos puso como libro de texto el Florilegio. La que nos
daba lenguaje era mi maestra Rosita. Para mí todo era sorpresa, porque venía
muy cerrada de Atlixco, mi vida la había pasado en Atlixco. Al salir de clases
íbamos al Paseo Nuevo, era nuestro predilecto. Salíamos de la escuela y nos
íbamos a estudiar al Paseo Nuevo. Era muy pintoresco. Ya habíamos cogido la
costumbre. También nos gustaba mucho ir a la estación a ver pasar los trenes,
también ya había trenes, en la estación de la 11. Era una ilusión muy grande ver
pasar el tren, decirle adiós y platicar de dónde venían: de distintas partes,
venían de distintos lugares, “pues fíjese que mi tierra es así,...” nos
platicaban, nos entreteníamos. Teníamos nuestras amiguitas, nuestros amiguitos.
Era lo que nos divertía. Había neverías e íbamos a tomar un refresco, las
chalupas también, nos juntábamos varias compañeras y yo e íbamos a tomar un
refresco con chalupas; también había molotes, dulces, con eso nos
entreteníamos.
Cuando estuve
en la Normal también fui muy feliz, porque estábamos juntos, la Normal de
mujeres y la Normal de muchachos. Los muchachos se trepaban a su azotea y todos
los días, a buena horita, se trepaban y empezaban a echar papelitos. Unos de
enamoramientos, otros de otras cosas, pero teníamos comunicación con los
muchachos. Nos platicábamos, nos echaban los papelitos. Ahora me río porque
muchas veces eran cosas sin ningún interés, pero éramos muy felices, ellos y
nosotras.
Como maestra,
yo ejercí en la escuela Garfias, la escuela Serrano y otras, fueron muchas
escuelas. De mis alumnos recuerdo, como en todas las escuelas, que unos salían
muy listos otros salían muy tontitos. Tuve un chamaco, que por conciencia mía
lo pasé yo de grado porque era un indito (indito, indito de huarache) pero
inteligente... me espantaba a mí su inteligencia. Pero de veras de veras.
Muchas veces cuando iba yo a dar la clase él ya la sabía antes que yo. Lo pasé
con puro diez. Eso y más, es que de veras era de una inteligencia tan natural,
tan de él, tan bonita, que de veras lo
asustaba a uno su manera de expresarse. Se llamaba Pablo, lo que no me acuerdo
es cómo se apellidaba. Indito indito, de
veras maravillaba. Como que presentía las cosas, como que prematuramente
él ya iba a decirle a usted lo que usted le podría haber dicho. Sí, mi Pablo,
nunca lo he vuelto a ver, nunca lo volví a
ver. Era muy inteligente.
Estuve
ejerciendo como veinte años, porque luego me cambiaban de una escuela a otra,
sí, fui rolando y sí, dilaté.
De Puebla me
gustó todo, porque como vivíamos en Atlixco, para mí todo era nuevo. Me gustó
mucho Puebla. Los edificios, los teatros, todo el conjunto. Conocí a la
Conesa, a María Conesa.
Los domingos
veíamos en el cine películas que ahora se me figuran muy antiguas, pero en esa
época eran una gran diversión. Había el (cine) Olimpia, el Parisín. También había
funciones de teatro en el Principal. Se quemó, una vez, me acuerdo que fue muy
imponente la quemazón aquella. Estaba en mi casa, "se está quemando el teatro".
No me acuerdo por cuál de los teatros empezó. La gente corría, unos corrían a
ver el incendio y otros... fue una confusión muy grande. Me parece que fue el
Parisín, fue el primero que se quemó. Una luminaria muy grande, imponía.
Los restauranes
no eran como ahora, eran muy rústicos, muy pobres. Sí, muy pobres. Por lo
regular comíamos en familia, íbamos, pero no siempre. Lo de los turistas ya fue
últimamente, entonces no había turistas. Había, pero uno que otro, no como
ahora. Muy de vez en cuando iba uno al restaurán, comía uno en la casa. Y es
que también...
La música era
muy bonita, yo la recuerdo mucho. En el zócalo íbamos a escucharla. Se usaba
mucho la canción “Perjura”, (canta) “Júrame... que aunque pase mucho tiempo pensarás en
el momento en que yo te conocí...” Se usaba mucho “Júrame”. (canta) “Cuando escuches este
vals... ten un recuerdo de mí, piensa en los besos de amor que me diste y que
te di; si alguien pretende robar, un beso de tu corazón, dile que no robará,
que en tu vida sigo yo...”
Cuando
estábamos chicas éramos muy atrevidas. Nos decían mis tías, vaya, todos somos
católicos, pero ellas eran exageradas. Ellas decían: “no vayan a pasar por el
cuartel porque están los soldados”, y yo tenía unas primas, unas ya murieron,
pero algunas viven. Decían: “mi mamá dice que no pasemos por el cuartel, vamos
a pasar por el cuartel.” (ríe) “Vamos”. Nos gustaba pasar por el cuartel y que
nos echaran flores. En una ocasión, uno de mis hermanas ya también en paz
descanse, ya murió, decía: “ay, ya ves qué bonitas cosas nos dicen los
soldados, mi mamá dice que no pasemos, pero vamos a pasar por ahí para que nos
echen flores.” Y pasábamos y nos echaban flores. No les teníamos miedo, mi mamá
les tenía mucho miedo, pero nosotras no.
Conocía mi novio en Atlixco, y ya después me casé y
salí de Puebla. De aquí de Puebla ya caminé bastante porque el que fue mi novio
fue mi esposo y ya me llevaba a distintos lugares. Y fue cuando conocí a los
revolucionarios.
Conocí a
Zapata, a Emiliano Zapata. Lo conocí en mi casa porque mi papá era compadre de
un compadre de Emiliano Zapata, y por eso lo conocí, porque fue él a comer a la
casa de mis padres y por eso lo traté. Era bien parecido, estaba comiendo,
comió varias veces en la casa. Conocí a alguno de sus generales, a Fortino
Ayaquica; Zapata no era nada tonto, era medio estudiado. Vaya, le gustaba a uno
conversar con él, porque no era ningún ignorante, tenía algo de educación.
Conocí a Álvaro
Obregón, ya estaba manquito, a Carranza lo conocí por el rumbo de Atlixco, a él
le cantaban un corrido que decía: (canta) “Con las barbas de Carranza voy a hacer una
tortilla pa ponérselo de sombrero al general Pancho Villa”. Eso se usaba en esa
época.
De Atlixco a
Puebla venimos dos veces en burro. Ponía mi papá un huacal de un lado y otro
del otro. Ponía dos huacales, y ahí nos traían, a mis hermanos y a mí. Fuimos
muchos, y entonces nos acomodaban en huacales. Todo el día de viaje, parábamos
a comer en Los Frailes, que era una estación como de paso, cerca de Los
Molinos. Ahí comíamos. Llevaba mi mamá huevos cocidos, cosas secas. Comíamos
ahí. Luego de Los Frailes nos seguíamos hasta aquí, hasta Puebla. Se usaban los
tranvías, todavía habían tranvías en la ciudad. Los jalaban unas mulitas. Aquí,
mis tías vivían en la 2 Poniente. Y ahí parábamos con la familia, llegábamos
con la familia. Veníamos huyendo de la revolución.
Estaba usted
comiendo y empezaba la balacera. Decían, ahí están ya los carrancistas. O los
zapatistas, a veces, eran los enemigos. “Ya están entrando los zapatistas,
están entrando los villistas.” Eran los zapatistas, los villistas, los
carrancistas. A esconderse, sobre todo las muchachas, porque llegaban y jalaban
con lo que encontraban. A varias muchachas se las llevaban a
donde ellos querían, y luego las ponían a echar tortilla y las traían descalzas.
Dicen que sufrieron mucho en esa época las jovencitas. Procuraban a las de
buenas familias, primero que nadie. Y luego ya las de mediana cultura, pero por
lo regular a las principales, llegaban y se llevaban a las principales. O
ganado, todo lo que podían de ganado, de caballos, todos los caballos, era con
lo primero que cargaban, y sus cobijas, sus sarapes, era lo que más cargaban.
Mi esposo fue militar. Y me tocó una vez una
batalla, por Los Frailes, y otra por Matamoros, por Izúcar. Por ahí había madrigueras
de uno y otro bando. Y me decía: “¿podrás cargarme las cananas?” Le digo “sí,
sí puedo.” Y sí pude. Y sí, cargué cananas. La batalla fue de dos bandos, por
acá uno y por acá otro, y se cruzaban las balas. Y a mí me gustaba mucho. Y
ahora me acuerdo y digo: “pero qué atrevida”. Lo que es que cuando uno es
joven, uno es muy intrépida, todo le llama a uno la atención.
Mi marido era
carrancista, les decían los carranclanes. Eran los aristócratas. A mi papacito
le dolió mucho que me casara porque no le gustaba para mí, pero pues me casé. A
contra su voluntad pero me casé. Decía mi papá: “ay, mi´ja casada con un
carranclán”, pero ya me había casado y
ya ni modo. Una vez a mi mamá la tuvo que esconder en un tinaco, me acuerdo, en
un tinaco de esos grandotes. La tuvo que esconder porque se la quería llevar un coronel de los contrarios. Tuvo que esconderse mi mamá, que era joven y muy
hermosa. Si les gustaban las feas, pues con más razón las bonitas. Tapó el
tinaco y no dejaba que se acercaran “los carranclanes”, como les decía. Yo era
muy chiquilla y a mí no me trataron de llevar y yo decía, “por qué no me
llevarán a mí a vivir la aventura.” No me hacían caso. Y yo sufría, ¿por qué no
me jalan aquí? Me gustaban los caballos, me gustaba cargar las cananas. Me
gustaba meter las balas. Y sí llegué a ayudar a cargar las cananas y disparar
también, pero disparar poco, porque me daba miedo el ruido.
A los militares
se les respetaba mucho en esa época. Lo que es los militares y los sacerdotes
tenían la primacía en todo. Los sacerdotes entonces andaban vestidos como
sacerdotes, les permitían. Ya después vi que les prohibieron andar vestidos
como estaban acostumbrados. Oíamos misa a escondidas. Una vez me acuerdo que yo
me fui a una misa a escondidas. Como me tardaba yo mucho mi papá, pobrecito, me
fue a buscar. Ya que me encontró le dio mucho gusto, me llevó a la casa
llorando de emoción de que me había encontrado. “Ay, hija, yo creí que ya te
habían llevado a la cárcel.” Lo llevaban a uno a la cárcel. Fue una época muy
dura para los católicos. Sí, tenía uno que esconderse para ir a la misa, pero
íbamos a las casas. Por ejemplo, usted prestaba su casa y ahí nos reuníamos
varios católicos a oír misa, pero a escondidas. Llegaba el cura, se cambiaba y
empezaba la misa. Fue en la época de Plutarco Elías Calles, y luego él murió
entre puras monjas (ríe), después de ser tan anticatólico.
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