El sacrificio a la diosa Cihuacoatl. La principal
diosa de los Xochimilcas era la que llamaban Cihuacoatl. La diosa Cihuacoatl
era de piedra, tenía una boca muy grande, abierta en actitud de devorar y con
los dientes separados. Cubría su cabeza una cabellera larga y grande, vestida
con un hábito blanco, camisa y manto.
En su templo había una gran pieza, muy adornada, que
se encontraba en un lugar oscuro, sin ventanas, ni puerta grande, ya que la
puerta era muy estrecha y se tenía que entrar a gatas. Sólo podían entrar los
sacerdotes ancianos que servían a la diosa.
Llamaban a este templo Tlillan, que significa
negrura o lugar de ella. Dentro de la misma sala estaban colocados alrededor de
las paredes todos los dioses de la tierra, a los cuales llamaban Tecuaquiltlin.
Celebraban la fiesta de esta diosa el 18 de julio
según nuestro calendario, y según el suyo era la fiesta que llamaban Huey
Tecuilhuitl, la octava de su calendario, día dedicado a la diosa y día solemne
y litúrgico, donde todo terminaba en una ofrenda de sangre que los cronistas
tuvieron a bien detallar.
Veinte días antes de esta fiesta compraban una
esclava y la purificaban vistiéndole de la misma manera que la piedra que
representa a la diosa, toda de blanco para honrarla y darle buen trato, como si
fuera la diosa. Llevaban a la esclava de boda en boda y de banquete en
banquete, llevándola a los mercados, siempre representándole con regocijo y
contento. De noche dormía en una jaula. Tomaba la esclava el nombre de Xilomen,
símbolo del maíz y del poder fecundante de los campos.
El día de su sacrificio, una hora antes que
amaneciese mataban a cuatro presos que, tendidos en el suelo, pegados uno junto
a otro, colocaban a la india encima de ellos y la degollaban, recogiendo su
sangre en una vasija y después le sacaban el corazón. Ofrecían el corazón a la
diosa de piedra y la rociaban con la sangre de la india, así como a otros
ídolos y la sala. Todo esto se hacía una hora antes de que amaneciese.
A los presos también los sacrificaban delante de la
diosa, siendo tomados por cuatro sacerdotes, dos de las manos y dos de los
pies, colocándolos sobre brasa y antes de morir los ponían sobre una piedra,
cortándoles el pecho y sacándoles el corazón. Esto se hacía con cada uno de
ellos. Primero mataban a los presos y después a la india, para rociar con
sangre el fuego y la sala donde se llevaba a cabo la ceremonia.
Acabada la ceremonia salían los señores y
principales a celebrar su fiesta como día suyo. Bailaban todo el día con gran
orden y mesura. Acabado el baile tomaban las guirnaldas de rosas y sartas con
que habían bailado, subían al templo de Huitzilopochtli para ofrecerle las rosas.
Llamaban a esta ceremonia xochipaina, que quiere decir apresuramiento de rosas.
(1)
Explicar los sacrificios humanos y otras prácticas
“nocivas” de los pueblos prehispánicos, desde el punto de vista moral fue,
posiblemente, la más cruel tarea que se impuso Miguel Othón Mendizábal en su
labor indigenista, y quizá sea también, junto al arte, el punto flaco de sus
investigaciones históricas sobre los antiguos. “Herencia del culto totémico sin
duda alguna”, dice, los sacrificios propiciatorios con animales fueron
practicados constantemente por los pueblos de filiación náhoa: la sangre era
agradable a los dioses, “error de todas las religiones que han dado margen a
frecuentes extravíos del sentido moral”. (Mendizábal II:54)
Mendizábal cae en contradicción cuando reclama la
desaparición de muchas prácticas indígenas debido a la aplastante influencia de
los españoles; en tanto reniega de otras prácticas que, habiendo sobrevivido al
peso del colonialismo, aún en nuestros días siguen siendo obstáculo para que el
poblador indígena mejore su situación.
Los nefastos espíritus malignos indígenas (“como
Tlalcatecólotl”), limitados a perjudicar al hombre, así como los “agüeros” de
los que estaba pródigamente nutrida la vida y la naturaleza, y que, por su
misma índole popular ejercieron poderosa influencia en la psiquis indígena,
implicó la creación y desarrollo de esa numerosa clase semi-sacerdotal, médica
y quiromántica, “tan onerosa para los aborígenes”, no han desaparecido aún.
Mientras habla de que existe en las prácticas
indígenas “un temple incomprensible para nuestra flaca naturaleza” que, como
cronistas primitivos, nos impide ver más allá de “lo patente, accesible y
popular de ellas”. A los sacrificios Mendizábal se atreve a calificarlos de
nefastos sin pensar si acaso esas prácticas supersticiosas pueden ser motores
de sucesos políticos y sociales de los pueblos indígenas, motivaciones sociales
de obvio y patente interés común para ellos, mandándolos al fondo de sus
prejuicios y deseando su desaparición.
Pero el espíritu científico de Mendizábal, ese que
se traslada impulsivamente de las modernas concepciones de la ciencia a
arcaicas limitaciones de la ética escolástica, le hace desligarse de los
indios, de un vínculo familiar en el que sustenta prácticamente todas ideas, al
pragmatismo del científico de la
Revolución que no responde por ellos y que emite sus juicios
con moderna y fría imparcialidad, generalmente asociada a consideraciones de
tipo económico, que hacer recordar al moderno antropólogo Marvin Harris. Así,
explica Mendizábal, debido a la escasez de animales, o a que las necesidades
demandaban sacrificios “más meritorios”, ofrecieron su propia sangre y su
personal sufrimiento. (Mendizábal II:54)
No obstante, reconoce que aludir a la universal
práctica de los sacrificios humanos no sería una disculpa de los pueblos
aborígenes, pues “implicaría análoga responsabilidad histórica, sin modificar
la categoría moral del hecho”; pero como quiera que sea, afirma, es este el
“punto flaco” de las civilizaciones vernáculas, concretándose a analizar “las
circunstancias que normaron el discutido acto ritual”. (Mendizábal II:54)
Las condiciones de las piezas dentales de los
esqueletos prehispánicos demuestra que
los aborígenes hicieron poco uso de la carne como alimento; los cronistas lo
corroboran al contar que los aztecas se morían
de hambre rodeados de cadáveres; por tanto hay que absolverlos, dice, de
la tacha de antropófagos, en su acepción, digamos, fisiológica, pues acusarlos
de ello es una acusación monstruosa, tanto, como acusar al sacerdote cristiano
de embriaguez por beber del cáliz del ceremonial. (Mendizábal II:55)
Toda esa mala fama sobre los sacrificios, afirma
Mendizábal al final del punto flaco de su apología de los pueblos
prehispánicos, además de la alta capacidad supersticiosa de los indígenas, han
llevado a crear, a su vez, mitos sobre la crueldad inherente del indígena, de
sus instituciones y prácticas morales y educativas. Nada más lejos de su
verdadero espíritu aborigen, sus instituciones estaban encaminadas
“sistemáticamente” a producir individuos que viviesen normalmente dentro de sus
austeras obligaciones religiosas, cívicas y militares. (Mendizábal II:59)
Fuera de los sacrificios humanos y las desmedidas
penas en sus legislaturas, que privaban de la vida con absurda frecuencia a los
delincuentes, pero que no tenían “ese sello de refinada crueldad” que
caracterizó siempre a los europeos, aprecia Miguel Othón de Mendizábal, nada
hay en los antiguos mexicanos “que no esté de acuerdo con la moral religiosa
más elevada; la diferencia entre los indígenas y los españoles que llegan a
colonizar es que los primeros mantenían sus principios morales originales
inalteradas, en tanto que los europeos habían desvirtuado y convertido en letra
muerta los altísimos principios morales del cristianismo”. (Mendizábal II:75)
Citas:
1) Xochimilco.df.gob.mx
2) Mendizábal,
Miguel Othón de: Obras completas, México, 1947, tomo dos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario