domingo, 3 de febrero de 2013

El temple incomprensible



El sacrificio a la diosa Cihuacoatl. La principal diosa de los Xochimilcas era la que llamaban Cihuacoatl. La diosa Cihuacoatl era de piedra, tenía una boca muy grande, abierta en actitud de devorar y con los dientes separados. Cubría su cabeza una cabellera larga y grande, vestida con un hábito blanco, camisa y manto.
En su templo había una gran pieza, muy adornada, que se encontraba en un lugar oscuro, sin ventanas, ni puerta grande, ya que la puerta era muy estrecha y se tenía que entrar a gatas. Sólo podían entrar los sacerdotes ancianos que servían a la diosa. 

Llamaban a este templo Tlillan, que significa negrura o lugar de ella. Dentro de la misma sala estaban colocados alrededor de las paredes todos los dioses de la tierra, a los cuales llamaban Tecuaquiltlin.
Celebraban la fiesta de esta diosa el 18 de julio según nuestro calendario, y según el suyo era la fiesta que llamaban Huey Tecuilhuitl, la octava de su calendario, día dedicado a la diosa y día solemne y litúrgico, donde todo terminaba en una ofrenda de sangre que los cronistas tuvieron a bien detallar.

Veinte días antes de esta fiesta compraban una esclava y la purificaban vistiéndole de la misma manera que la piedra que representa a la diosa, toda de blanco para honrarla y darle buen trato, como si fuera la diosa. Llevaban a la esclava de boda en boda y de banquete en banquete, llevándola a los mercados, siempre representándole con regocijo y contento. De noche dormía en una jaula. Tomaba la esclava el nombre de Xilomen, símbolo del maíz y del poder fecundante de los campos. 

El día de su sacrificio, una hora antes que amaneciese mataban a cuatro presos que, tendidos en el suelo, pegados uno junto a otro, colocaban a la india encima de ellos y la degollaban, recogiendo su sangre en una vasija y después le sacaban el corazón. Ofrecían el corazón a la diosa de piedra y la rociaban con la sangre de la india, así como a otros ídolos y la sala. Todo esto se hacía una hora antes de que amaneciese.

A los presos también los sacrificaban delante de la diosa, siendo tomados por cuatro sacerdotes, dos de las manos y dos de los pies, colocándolos sobre brasa y antes de morir los ponían sobre una piedra, cortándoles el pecho y sacándoles el corazón. Esto se hacía con cada uno de ellos. Primero mataban a los presos y después a la india, para rociar con sangre el fuego y la sala donde se llevaba a cabo la ceremonia.
Acabada la ceremonia salían los señores y principales a celebrar su fiesta como día suyo. Bailaban todo el día con gran orden y mesura. Acabado el baile tomaban las guirnaldas de rosas y sartas con que habían bailado, subían al templo de Huitzilopochtli para ofrecerle las rosas. Llamaban a esta ceremonia xochipaina, que quiere decir apresuramiento de rosas. (1)

Explicar los sacrificios humanos y otras prácticas “nocivas” de los pueblos prehispánicos, desde el punto de vista moral fue, posiblemente, la más cruel tarea que se impuso Miguel Othón Mendizábal en su labor indigenista, y quizá sea también, junto al arte, el punto flaco de sus investigaciones históricas sobre los antiguos. “Herencia del culto totémico sin duda alguna”, dice, los sacrificios propiciatorios con animales fueron practicados constantemente por los pueblos de filiación náhoa: la sangre era agradable a los dioses, “error de todas las religiones que han dado margen a frecuentes extravíos del sentido moral”. (Mendizábal II:54)

Mendizábal cae en contradicción cuando reclama la desaparición de muchas prácticas indígenas debido a la aplastante influencia de los españoles; en tanto reniega de otras prácticas que, habiendo sobrevivido al peso del colonialismo, aún en nuestros días siguen siendo obstáculo para que el poblador indígena mejore su situación.

Los nefastos espíritus malignos indígenas (“como Tlalcatecólotl”), limitados a perjudicar al hombre, así como los “agüeros” de los que estaba pródigamente nutrida la vida y la naturaleza, y que, por su misma índole popular ejercieron poderosa influencia en la psiquis indígena, implicó la creación y desarrollo de esa numerosa clase semi-sacerdotal, médica y quiromántica, “tan onerosa para los aborígenes”, no han desaparecido aún.

Mientras habla de que existe en las prácticas indígenas “un temple incomprensible para nuestra flaca naturaleza” que, como cronistas primitivos, nos impide ver más allá de “lo patente, accesible y popular de ellas”. A los sacrificios Mendizábal se atreve a calificarlos de nefastos sin pensar si acaso esas prácticas supersticiosas pueden ser motores de sucesos políticos y sociales de los pueblos indígenas, motivaciones sociales de obvio y patente interés común para ellos, mandándolos al fondo de sus prejuicios y deseando su desaparición.

Pero el espíritu científico de Mendizábal, ese que se traslada impulsivamente de las modernas concepciones de la ciencia a arcaicas limitaciones de la ética escolástica, le hace desligarse de los indios, de un vínculo familiar en el que sustenta prácticamente todas ideas, al pragmatismo del científico de la Revolución que no responde por ellos y que emite sus juicios con moderna y fría imparcialidad, generalmente asociada a consideraciones de tipo económico, que hacer recordar al moderno antropólogo Marvin Harris. Así, explica Mendizábal, debido a la escasez de animales, o a que las necesidades demandaban sacrificios “más meritorios”, ofrecieron su propia sangre y su personal sufrimiento. (Mendizábal II:54)

No obstante, reconoce que aludir a la universal práctica de los sacrificios humanos no sería una disculpa de los pueblos aborígenes, pues “implicaría análoga responsabilidad histórica, sin modificar la categoría moral del hecho”; pero como quiera que sea, afirma, es este el “punto flaco” de las civilizaciones vernáculas, concretándose a analizar “las circunstancias que normaron el discutido acto ritual”. (Mendizábal II:54)

Las condiciones de las piezas dentales de los esqueletos prehispánicos demuestra  que los aborígenes hicieron poco uso de la carne como alimento; los cronistas lo corroboran al contar que los aztecas se morían  de hambre rodeados de cadáveres; por tanto hay que absolverlos, dice, de la tacha de antropófagos, en su acepción, digamos, fisiológica, pues acusarlos de ello es una acusación monstruosa, tanto, como acusar al sacerdote cristiano de embriaguez por beber del cáliz del ceremonial. (Mendizábal II:55)

Toda esa mala fama sobre los sacrificios, afirma Mendizábal al final del punto flaco de su apología de los pueblos prehispánicos, además de la alta capacidad supersticiosa de los indígenas, han llevado a crear, a su vez, mitos sobre la crueldad inherente del indígena, de sus instituciones y prácticas morales y educativas. Nada más lejos de su verdadero espíritu aborigen, sus instituciones estaban encaminadas “sistemáticamente” a producir individuos que viviesen normalmente dentro de sus austeras obligaciones religiosas, cívicas y militares. (Mendizábal II:59)

Fuera de los sacrificios humanos y las desmedidas penas en sus legislaturas, que privaban de la vida con absurda frecuencia a los delincuentes, pero que no tenían “ese sello de refinada crueldad” que caracterizó siempre a los europeos, aprecia Miguel Othón de Mendizábal, nada hay en los antiguos mexicanos “que no esté de acuerdo con la moral religiosa más elevada; la diferencia entre los indígenas y los españoles que llegan a colonizar es que los primeros mantenían sus principios morales originales inalteradas, en tanto que los europeos habían desvirtuado y convertido en letra muerta los altísimos principios morales del cristianismo”. (Mendizábal II:75)

Citas:
1)      Xochimilco.df.gob.mx  
2)      Mendizábal, Miguel Othón de: Obras completas, México, 1947, tomo dos.

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