Entrevisté a doña Judith cuando había
cumplido ya 90 años de edad que, por cierto, no se le notaban ni es la voz ni
en su fresca memoria que, como leerás, fluía en un continuum memorioso de gran capacidad de síntesis y un sutil encanto en la
elección de sus imágenes. Años después tuve el gusto de asistir a su fiesta de
centenario invitado por su hijo José Luis, donde estuvimos departiendo
alegremente toda una tarde con doña Judith lúcida y festiva, un año antes de
morir
Ella fue una niña y una señorita “bien”
de la ciudad de Puebla, una de tantas hijas de familia que asistían toda la
semana al colegio de monjas y los domingos a misa con elegancia dominical.
Doña Judith Cid
de León:
Yo
nací en el mero centro el 7 de diciembre de 1910 en el Barrio de la Luz, en una
casa que ya no existe, ahora son casas de vecindad, así muy feas. Entonces era
un barrio de personas más acomodadas, mi abuelo tenía un molino de harina de
trigo, se apellidaba Tapia. Y allá nacieron mis hermanas gemelas, antes que yo,
luego nací yo a los dos años. Ahora que estoy vieja, mis hermanos casi todos ya
murieron, nada más tengo al más chico, que viene de Veracruz y una hermana que
es la más chica de las mujeres, sólo quedamos tres.
Nací en la
Primera Calle de la Luz número 11, a la mitad de la calle había dos leones, en
la azotea de mi abuelo. Luego mi papá compró en la colonia Humboldt y nos
fuimos para allá, donde nacieron los demás hermanos.
Yo nací el año
en que inicia la Revolución. Dice mi mamá que, como entonces no podían salir
las mamás a la calle hasta que no tenían 40 días, mis papás, que no estaban
casados por el civil ellos, nada más por la iglesia, mi papá me llevó al
registro civil, pero le pusieron “hija natural” de José Cid de León. Y mamá no.
Por eso soy nomás... hija natural, porque le preguntaron a mi papá si no estaba
casado y dijo “no, nada más por la iglesia”, entonces es hija natural. Nada más
yo, las demás no, nada más a mí, porque dice mi papá que en esos años quién
sabe qué pasaría y me registraron así, pero no tenía yo mamá ¿verdad? Decía:
“José Cid de León, soltero” ¿cómo va a ser soltero? Hasta que se casó mi
hermana Rebeca se casaron mi mamá y mi papá, cuando se casó una de las gemelas
por el civil, entonces fue cuando mis papás se casaron por lo civil. Desde
entonces ya no fuimos “hijos naturales”. Después mi mamá nos llevó a registrar
en México como hijos legítimos y ya después no sé. Murió mi mamá, no se dónde
quedaron los papeles, se los dieron a una hermana mía, luego esa hermana murió,
se los dejó a la otra hermana, total se desapareció el papel. Me tuvieron que
volver a registrar. Tuve que ir a juicio, je je.
Mi abuelo nunca
me dijo Judith, porque yo nací el día de Santa Bárbara y él me decía Bárbara,
hasta que se murió, siempre me dijo Bárbara, Barbarita. “¿Por qué si es
Judith?”, porque nació ese día y ese día es de Santa Bárbara y tiene que ser
Bárbara. “No, papá, si es Ana María Judith.”
Dice mi mamá
que a la hora del bautizo no me querían bautizar, porque como nada más era
Judith, el padre dijo: “no, con ese nombre no.” Entonces por eso me pusieron
Ana María. Pero mi abuelo decía que era Bárbara Judith, entonces me quitaron el
Bárbara y nada más me dejaron Ana María Judith.
El Barrio de la
Luz era un barrio muy bonito de personas así como aquí, familiares, no había
vecindades como ahora. Le decían la Primera Calle de la Luz, luego la Segunda
Calle de la Luz. Después salía uno al Parián, en el centro, así que no estaba
muy lejos del centro ese barrio, con su iglesia muy bonita, con una imagen muy
hermosa, allí dice mi mamá que se casó, ahí nacimos, nos bautizaron, así que
somos del Barrio de la Luz.
Los domingos
íbamos a misa, pero casi mi papá nos acostumbró a ir a distintas iglesias; en
el Barrio de la Luz íbamos al catecismo, nos llevaban, pero los domingos íbamos
a San Francisco, a los Remedios, la Catedral, La Concordia, esas iglesias de
por allá.
En el Paseo de
San Francisco se comían las chalupas en esos años, y entonces sí eran muy
buenas chalupas, con sus comales, con sus tortillitas, las pellizcaban las
personas, no les ponían queso sino su carnita deshebrada.
Mi abuelo tenía
el Molino de Trigo la Luz, era un señor muy amable, muy caritativo, porque en
esos años la gente era muy caritativa con los pobres. Así es de que los
miércoles, como eran muy devotos de la Virgen de la Luz, iban las personas y
hacían su cola, y ya les daban su dinero, no sé cuanto les daría, y como tenían
fábrica de sopas, de pastas, de todo eso, les daban sus sopas para que se las
llevaran, como caridad.
Ellos, dijo mi
abuelo, eran de Chautla de Tapia, no eran de aquí de Puebla, allá nacieron
ellos. Ya después su papá, el bisabuelo
mío, hicieron ahí el molino de harina, pero también manejaban trigo, les iba
muy bien, sacaban la harina, sacaban una cosa del trigo con la que unas
personas a los que se lo regalaban hacían unos cocoles que llamaban
raspabuches. Era un cocol así, pero era de pura cáscara de eso. También de
panela, así es de que había unos panaderos que eso hacían, y ya ellos le
llevaban a mi abuelo, como agradecimiento, el pan de cemita y así.
Mi papá siempre
trabajó en una tienda de ropa, La Primavera, que estaba donde está el portal;
hay un banco ahora, creo. Era una tienda muy grande, de franceses, mi papá era
jefe de mostrador y los empleados le llevaban la nota. Se acostumbraba que las
modistas iban a comprar las telas con la persona a quien iban a hacer el
vestido. Entonces ahí escogían y ya ellos bajaban las telas y medían los metros
que decía la modista. Ahí trabajó muchos años mi papá.
Mi abuelita
materna, Trinidad se llamaba, murió cuando yo tenía tres años. Me conoció pero
yo tenía tres años y ya no la conocí. Ni la de mi papá tampoco. Nomás conocí a
mis dos abuelos. Mi abuelo paterno era un señor José Cid de León, era dueño de
un rancho en El Cristo, pues siempre fue... heredó eso de su papá, sembraban
maíz y todo lo que se siembra de semillas. Y ya luego las vendían en sus
carretas, pues en esos años no había camiones, eran puras carretas, y ahí
repartían los bultos. De eso sí me acuerdo.
Íbamos al
Cristo desde el viernes. Salíamos del colegio y ya en la tarde nos traían al
Cristo, en una carreta, precisamente, con colchones, ahí nos echaban a todos
los chamacos. Las personas grandes
viajaban entonces en unos coches de caballos blanco y negro; otros de otro
color, cuadraditos, y otras que les decían calandrias, eran abiertas, ahí iban
las muchachas ya grandes, muy arregladas, las llevaban a la hacienda porque así
se acostumbraba. En el Cristo hacían barbacoa, las muchachas bailaban, porque
entonces había pianos, cantaban, aunque no iban orquestas. Yo me acuerdo que
todos tocaban piano, las muchachas, los jóvenes, y uno, como chamaco, pues a
veces se metía uno a oír, pero luego se salía otra vez a jugar por ahí. Pero sí
eran bonitos esos días de campo que hacían las personas. Había caballos,
burros, pollos, todo había, guajolotes; pavorreales tenían también, sí era
bonito. Los dos abuelos siempre tuvieron eso. Muy buenos abuelos los dos, eran
muy buenos.
Mi mamá iba a
ser concertista de piano, pero se casó y ya no. Por eso no hacía nada más que
puro piano. Tocaba el piano precioso. En la casa de mi abuelo había pianos de
cola y piano de tres colas, había dos pianos. Uno estaba en una sala por allá y
el otro por allá, así es que llegaban las señoritas, las jóvenes y puro piano
tocaban. Como mi abuelo tenía mucho dinero tenía dos pianos.
A nosotros mi
papá nos compró, primero que nada, un piano vertical. Bueno, para el estudio.
Aprendimos y lo que usted quiera. Y después mi papá vendió ese piano y compró
una pianola, porque se estaban usando y le fueron a enjaretar a mi papá la
pianola. “No que mire, señor, es mejor la pianola, que es piano, pianola.” Claro que nosotros, al ver la pianola,
dejamos el piano. Lo tocábamos y todo, pero ya no. Pero sobre todo la
escuchábamos con los rollos que tenían agujeritos y ya después con los puros
pies. El maestro Alfonso Limón le dijo a mi mamá: “mire, doña Lucha, el solfeo
las muchachas ya ni me lo dan, porque con esta pianola que compró su papá a mí
me da no sé qué venir a dar la clase de piano, porque no estudian ni el solfeo
ni nada, yo ya no quiero cobrar”, así dijo, porque ya nomás era pura pianola y
pianola. Mi papá dijo: “bueno, pues a mí me la vinieron a ofrecer, y yo dije,
pues sí.” Después quién sabe qué les pasó a las pianolas, desaparecieron
también.
Yo
estudié...antes les decían parvulitos, había unas monjas que vivían en la calle
de Estanco de Hombres, así le llamaban (y otra de Estanco de Mujeres), saliendo
así para el mercado la Victoria, ahí estaban. Y por allí estaba en una calle
que se llamaba la calle de Camarín, por el hospitalito, por ahí había unas
monjas y nos llevaban a los parvulitos, nos llevaban unas sillitas para que
allí nos sentaran. Y ya luego nos fuimos al Teresiano, mi mamá nos mandó al
Teresiano, pero ya de internas, pues como estaba bastante lejos, para no ir
diario nos internaban. Estaba en Santa Teresa y eso era lejos del Barrio de la Luz,
luego que nos cambiamos a la colonia Humboldt, estaba aún más lejos. Por eso
nos internaron.
Nos íbamos toda
la semana y ya el viernes iban por nosotras para ir a nuestra casa. En el
internado nuestra vida era muy bonita, nos paraban temprano, a las seis de la
mañana al baño, a la misa, a comulgar, todos los días nos teníamos que
reconciliar con el Padre, pero era bonito. Ya a las ocho nos juntábamos para
las clases con las monjitas, porque eran religiosas, no sé si serían maestras,
pero eran puras monjas. En esos años eran puras monjas, unas decían que eran Capuchinas,
otras decían que venían de quien sabe qué partes, venían las monjitas a enseñar
y así acabamos toda la primaria, que ahí no se llamaba primaria, entonces le
decían primer grado y segundo grado. El primer grado era del primero al cuarto
año; el cuarto, quinto y sexto eran el segundo grado y ya salía uno con eso.
Pero no le decían primaria.
Al terminar las
clases nos llevaban al comedor, a las grandes las ponían a ayudar a la mesa, a
las chicas no. Una grande, pues, tenía que peinar a una chica. Y venían de
Atlixco, de Tehuacán, de Veracruz venían de internadas, pues las que podían.
Cuando hacían fiesta nos llevaban a algunas, no a todas. Había una monjita muy
buena que sí nos consentía de todo, no nos regañaba. Decía “no madre, yo las
cuido”. Bueno ¿usted se hace cargo de ellas?” “Sí, madre yo”. Las otras eran
unas regañonas, pero ella no, la pobrecita, era muy buena con nosotros, la
madre Agustina… pero no era Agustina, era... no me acuerdo de su nombre, porque
como les cambiaban el nombre... Cuando iban a ser religiosas las acostaban en
el piso, las vestían de blanco, como novias, y el padre les rezaba y les decía
que morían para el mundo, las que se querían ir de monjas. Ya después las
vestían de novicias y luego, creo que a los dos años, ya les ponían sus
hábitos; pero primero eran novicias, y si se arrepentían, pues volvían al
mundo, si no seguían de religiosas. Yo vi esa ceremonia varias veces. Nos
poníamos a rezar y eso, porque a las chiquillas nos ponían adelante para ver la
ceremonia, y a las grandes las ponían a los lados, porque había bancas así y
así, como éramos muchas las del internado, todas veíamos eso. Y si había
muchachas que se querían ir de monjas, pues de ahí ya no salían. Había una madrecita
que dice que desde que llegó de niña nunca volvió a salir al mundo, no sabía ni
qué era el mundo. A varias así les pasó, por eso cuando las sacaron de los
conventos fue muy impresionante para ellas. Cuando el viejo Plutarco Elías Calles
sacó a las monjas de sus conventos.
Decía la madre
superiora, cuando le regalaban de las fábricas un montón de hebras, nos decía
la monjita: “vamos a desenredar la conciencia de Plutarco Calles” ¿Madre, quién
es Plutarco Calles? “El presidente, pero es malo con la iglesia”, nos decía
ella. De las fábricas les regalaban esas bolas, pero eran así, no se crea,
enormes, y a estar sacando las hebritas...
Cuando gobernó
Plutarco Calles en cada casa, escondida, había misas. Ya vivíamos en la colonia
Humboldt. Entonces iba un sacerdote a las casas y decía la misa, pero muy
discretamente, porque por eso a muchas personas les quitaron sus casas. Porque
se las quitaban. El gobierno, donde sabía que había una misa, les quitaba sus
casas a las personas. Por eso es que también no había muchas casas con misa, porque
eran abusivos, rateros. Nos llevaban a escondidas. Allá en la colonia Humboldt,
donde un señor Centurión hacía misas. Había un padre Cedeño, que era de la
Compañía de Jesús, y lo buscaban para apresarlo y matarlo. Entonces él pintó
todo lo que es el templo de la Compañía y entraban y le preguntaban sobre el
padre Cedeño, que era él, pero estaba con su overol y no lo reconocían. Nos
platicaba mi mamá que una criada que llevaba una vajilla china, un jueguito
chino de porcelana, que se cae y se le rompe. La muchacha estaba llorando y
viene el padre y la encuentra ahí. Por entonces era el colegio del Espíritu
Santo, la Compañía. “¿Qué te pasa?” Ay, mire padre, ya rompí esto. Dicen que
cogió los pedacitos, se los acomodó, se los cubrió con la servilletita y le
dijo: “tú ve, los entregas y le dices que se te rompieron”. No padre... “Tú ve
y entrégalos”. Y que va y las tacitas estaban enteras. Dicen que él hacía
milagros. Era el padre Cedeño, así se apellidaba, no me acuerdo su nombre.
Entonces, todo lo que ve usted que está en la Compañía, el padre Cedeño lo
hizo, todo eso de los techos, como estaba con su overol no lo reconocieron,
porque si lo hubieran reconocido, pues yo creo que sí lo hubieran hasta mandado
matar, porque era... decían las gentes que era un santo. Y eso platicaban. Ahí
hice yo mi primera comunión, en la iglesia de la Compañía, junto a mi hermano,
los dos, pero era ese señor Calles malo.
Y conocí al
padre Cedeño. Era un santo, sí, era un padre viejecito, muy hermoso y en esos
años nos decía a todos: “no, no es pecado eso...” Padre, que vimos esto, que
nos fuimos allá. “No, no es pecado, no”, decía. Ay, padre, fuimos al cine a
escondidas. “No, no es malo, ustedes digan en sus casas que van al cine, por
qué tienen que esconderse.” Padre, que no nos dejan. “Ustedes díganles a sus
papás que tienen que ir. No digan mentiras.” Sí, era un padrecito muy bueno.
Pobrecito, se murió. Y ¡uh!, fue una cosa hermosísima cuando se murió el padre
Cedeño. Lo velamos ahí en la Compañía. No en la iglesia, en la capilla de
adentro, donde estaba el Santísimo. Había monjas, y nos llevaron a todos, toda
la escuela no, unas cuantas nada más estuvimos en el velorio. Ya en el entierro
sí nos llevaron a todos al panteón. No me acuerdo de qué moriría, pero
confesaba muy hermoso, muy bonito.
Ya como a los
12 años me sacaron de la escuela de monjas, porque no servían los documentos,
no los reconocían, entonces mi mamá me sacó a mí a esa edad para cursar el
quinto y sexto, porque decían que estaba muy atrasada porque las monjas no nos
enseñaban otras cosas más que rezar. Entonces pasé a estudiar a la Arteaga,
donde cursé el quinto y sexto año. Todavía está la Arteaga por el Portalito, de
este lado, y ahí dice Escuela Arteaga. Ahí terminé mi primaria.
Ya, dejé de
estudiar, porque antes decían “para qué vas a estudiar, si te vas a casar. Hay
que aprender las cosas de la casa”. Pero... ¿cómo nos vamos a casar, mamá? “Sí,
la mujer es para casarse.” Y sí, todas nos casamos. “Si no, no saben llevar una
casa.” Mi papá le decía: “no me las pongas en la cocina porque no van a ser
cocineras.” Mi mamá respondía: “no, déjalas, porque si se casan con un pobre lo
saben hacer, si se casan con un rico, lo saben mandar.” ¡Como me acuerdo de
eso!
Mi mamá no
entraba a la cocina, pero le decía a la cocinera: “pones a la niña a que haga
la pasta, le pones esto, le pones aquello”... pero ella no entraba, pero eso
sí, mandaba. Eran muy chistosos antes porque hacían una lista de todo, de los
almuerzos, de los desayunos, la sopa. Les daban una lista y ahí la cocinera
veía lo que hacía, para que no se repitiera seguido lo mismo. Así que ahí, para
no estar preguntando, las señoras les decían: “ahí tienes la lista”. Así era
entonces, bueno, la mayor parte así era, así eran las amigas de mi mamá con sus
cocineras, mientras ella iban por mi papá al zócalo, yo creo, así iban las
señoras esperando a los señores que salieran, luego ya se iban a la casa a
comer, y así se usaba.
Los muchachos
la veían a una y nos seguían a donde fuera. Ya, uno los veía. “No, que te
persigue a ti”, “no, que te persigue a ti”. Y ellos eran los que caminaban,
porque uno no. Si algún joven quería
andar con una joven, pues la tenían que seguir a donde vivía para darse cuenta,
los que tenían coche, pues en coche, los que no, pues no, pero la seguían a
una. Nos llevaban a pasear al zócalo, pero sólo en la primera calle, que da al
portal, nada más en esa acera, en las otras no. Ahí era el paseo y nomás los
domingos se paseaban las muchachas ahí. Las grandes, que tenían sus novios.
Había unos
bailes que hacían los de la Compañía de Luz, lo hacían en un lugar que estaba
por allá por el Casino Español. Los españoles hacían sus bailes en el Casino
Español, y luego los de la compañía de luz, como eran cajeras, los hacían en La
Receptora, por la 22 poniente, por ahí. No sé por qué le decían la Receptora,
porque había agua o cosas de luz, me parece. Allí hacían ellos también unos
bailes y en tiempos de luna hacían las lunadas. Orquestas y hasta pianos
llevaban. En unos camiones llevaban los pianos, iba ese señor Campos, Carlos
Campos, que tenía una orquesta preciosa. Y hasta llevaba gallo a las muchachas:
“Morir por tu amor”, “Perjura”, “Júrame”, que la cantaba José Mojica. Cuando
vino al teatro aquí en Puebla fuimos a verlo, a José Mojica. Se pagó la entrada
y costaba cara. No sé cuánto pagarían mis hermanas, eso sí no sé. Precioso que
cantaba José Mojica.
Mire, nosotros,
ve que está la iglesia de San Francisco y ahí arriba, donde es ahora una
escuela, era el hospital militar, ahí estaban los militares, así es de que no
era como ahora, en un cerro, no. Al principio, cuando yo era niña, ahí era el
hospital militar, ahora es una escuela de niños, me parece.
En el Paseo
Bravo había una plaza de toros, sí, pero había una primero en la 3 Poniente, la
primera que hicieron. Era una plaza de toros. Luego hicieron otra. Era un campo
de beisbol porque jugaban los muchachos beisbol, entonces era más beisbol que
futbol; por ahí había un campo de beisbol. Estaba el Estanque de los
Pescaditos, había un estanque muy bonito y había pescados. Era de una familia
Anaya, que eran amigas de mi mamá, pero había pescados y era muy bonito.
De la Humboldt
nos cambiamos a la 22, lo conocí porque él era ferrocarrilero, porque una tía
vivía en un departamento de Paseo Bravo, y ellos vivían en el otro
departamento. Unas tres señoritas y él, eran huérfanos, su papá vivía en
Cholula con la segunda esposa, pero él vivió siempre con sus hermanas.
De novios, sólo
tres veces hablé con él, porque mi mamá decía que tenía que usar el teléfono,
no me dejaban verlo porque decían que no, “que te va a dejar sin comer, que es
muy pobre” No, mamá, decía yo, sí y trabaja. Él me dijo: “yo gano siete pesos
diarios, así es de que, pues no. Pero como no me dejaban verlo, pues por eso me
casé pronto, porque él dijo “no”. Tres veces entró a pedirme, la segunda y a la
tercera me casé, porque dijo: “no, pues, si no la dejan ver... Dijo: “te me
pusiste difícil”, no es que me pusiera yo, no me dejaban. Y bueno, pues yo
dije: me casaré. Si salía yo a la calle, me decía: pide permiso de venir sola.
“Mamá, voy a comprar unos encajes”. “Catalina, acompaña a la niña a los
encajes.” “¿Y por qué vienes acompañada?” Pues porque me mandan acompañada.
Íbamos al cine, que entonces era el cine Reforma, y bueno, pues las dos grandes
llevaban a los novios, la otra también, pero yo no, yo era la chica, yo no, así
es de que María Luisa sí.
¿Cómo lo veía
yo? No lo podía ver, así es de que, aunque lo veía yo de lejos, nos veíamos
nada más, así. Pero vernos para platicar, no. Por teléfono, decía mi mamá. Si
no es por el teléfono yo creo que no me caso. Y sí, nos hablábamos todos los
días, que eran unos teléfonos de palo, unas cajas grandes así que “¡riiinnng!”
Unos timbrotes de este tamaño. Pero sí se oía, pero eran como unas cajas así de
madera, grandes y ya luego vinieron los otros como de cajita, y luego ya
vinieron los de la Mexicana, de mesa. Y tuvimos Mexicana pero no por mi papá,
que prefería Erickson. Desde que yo me doy cuenta, Erickson siempre fue nuestro
teléfono, pero como mi hermana tuvo un novio que trabajaba en México y era
jefe, mandó poner un Mexicana, porque, pues, él hablaba ¿no? Y él nomás
trabajaba hasta el viernes. El viernes venía de México y se estaba aquí, así es
de que por eso teníamos dos teléfonos, Mexicana y Erickson, pero mi papá no
pagaba Mexicana, el novio lo mandó poner para hablar con mi hermana. Si hablaba,
pues él pagaba. Y ya les contábamos a los amigos que tenían Mexicana, y si
ellos tenían también Mexicana, pues hablaban también. Pero en esos años mi papá
dijo “no, qué teléfono ni que nada”; pero no, papá, lo va a pagar él. “Ah,
bueno...”
He conocido
muchísimas partes, muchas, pero como aquí nací, aquí nacieron mis papás y aquí
he vivido siempre... he ido por el norte, a Tijuana, he caminado hasta por
allá, pero no, no me acostumbro, ya me acostumbré a mi Puebla. Tuve un hijo que
se fue a Ixtepec, se casó, un hijo piloto aviador, e iba yo a Ixtepec, Oaxaca.
Fui a Laredo, Texas porque a mi esposo, como era del tren, le daban un pase, y
en las vacaciones íbamos a varias partes del norte, -más el norte que el sur,
que conocí después-: Laredo, Texas, San Diego, California, todo eso conocimos
por allá, pero yo me quedo con Puebla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario