jueves, 22 de septiembre de 2016

Una familia corta en una vida larga

Prosigo con la publicación de esta colección de historias orales reunidas en un libro irrecuperable que publicó el Consejo del Centro Histórico de Roberto Herrerías en el año 2003, cuando entrevisté a este grupo de ancianitos poblanos de los que la mayoría ya han pasado a mejor vida. En este caso, don Manuel Paredes Cepeda nos habla de una Puebla también irrecuperable, la de los años treinta, en el popular Barrio de San Antonio, zona de tolerancia, de crimen e historias inconfesables que (¡bendita vida!) pasaron inadvertidas para aquel niño de alma blanca y espíritu catequizado.



DON MANUEL PAREDES CEPEDA

Me llamo Manuel Paredes Cepeda, para servirle. Yo nací aquí en Puebla en 1931, mi niñez fue muy bonita como creo que ha sido la de todos, me gustaba mucho desde chico ganar mis centavos, digo, no me da pena, nosotros nos criamos en una zona de tolerancia, pero en aquel entonces como que era uno muy inocente. Tenía uno que convivir con las prostitutas –le estoy hablando la verdad ¿no?-, pero era muy bonita nuestra vida, nuestra niñez.

La zona de tolerancia era donde estaban las prostitutas, había cabarets allá. Era en la 5 de Mayo, que se llama hasta la fecha el barrio de San Antonio. Tengo un hermano que es un poco más joven que yo y nos poníamos a jugar en las camas de las muchachas, pero nosotros no sabíamos a qué iban los hombres, a pesar de que éramos hombres.  Entonces las señoras nos decían: “sálganse, muchachos y después regresan”. Yo les iba a comprar su carbón, había una placita a la vuelta,  junto a una iglesia que se llama San Antonio, una placita que era donde vendían, en una mitad puro carbón y en la otra mitad frutas, jitomate... todo eso.

Fui a un colegio donde creo que aprendí mucho. Era un colegio de gobierno que se llama hasta ahora “Gustavo P. Mart”, que está en la 5 de Mayo, entre la 18 y 20 poniente.  Era tanto el rigor que nos tenían que revisar las uñas, que estuvieran bien cortadas, el cabello bien cortado, el cuello de las camisas limpio, los zapatos tenían que estar lustrosos, y así fueron los seis años de mi vida en la primaria. Como le digo, aprendimos mucho ahí, por lo menos en saber portarnos bien, en hacer las cosas bien,  en haber sido útiles que hasta la fecha nos sirve eso ¿no? Recuerdo a varios maestros, el profesor Carlos Sánchez, por ejemplo, tuve también una profesora de quinto y sexto años, haga de cuenta un hombre, con mucho rigor. Esta profesora tenía un carácter bastante fuerte, entonces sabíamos que debíamos llevar nuestros temas de memoria, sabíamos que aquel que pasaba matemáticas se lo ganaba a pulso. Entonces eran clases en la mañana de 8 a 12 y de 3 a 5 de la tarde. Eran mañana y tarde. Tuvimos mucha rectitud por parte de los maestros y muy buena enseñanza que, yo creo, en la actualidad no la hay, y si la hay, pues quién sabe en qué colegios. Pero sí tuve una niñez muy bonita. Yo recuerdo mucho mi niñez. Los niños jugábamos al trompo, al yoyo; había en la escuela un tapanco donde las personas hacían una demostración de cómo se manejaba el yoyo. Todos estábamos contentos de verlos y ya, comprábamos ese yoyo.



Como celebro mi cumpleaños cada fin de año, mi padre me daba para ir a las corridas de toros, y en lugar de pagar el boleto, nos brincábamos la barda en una plaza de toros que estaba a un lado del Paseo Bravo. Como teníamos un grupo de amigos muy bonito, nos íbamos aquí y allá y todo eso. A mí me gustaba hacer mandados para ganarme unos cuántos centavos. Recuerdo que mi madre -en paz descanse- me mandaba a traer el pan a una panadería que estaba a tres calles cortas de donde vivíamos, no sé si conozca ese pan: los colorados, eran de tres por cinco centavos, se imagina, tres colorados por cinco centavos.

Hay gente que dice que mi padre estaba emparentado con la que fue gobernadora, Beatriz Paredes, porque cada mes mi padre me decía: “mañana descanso, quiero que me acompañes”, e íbamos a una hacienda por Huamantla que se llama Terrenate, íbamos allá y siempre ese misterio de mi padre hacia mí; me decía: “me esperas aquí”, y lo esperaba yo ahí en el patio de la hacienda. Ahí, alguna persona se acercaba y me decía: “¿quieres algo, un vaso de agua o algo?”  Ya, salía mi padre muy contento, y lo primero que hacía al regresar era: “a ver qué le llevamos a tu madre, qué compramos, quieres esto o aquello. ¿Qué se te antoja?”.  Esos recuerdos me voy a morir y estarán siempre presentes. Jamás supe a quién veía ni a qué iba. Siempre fue muy reservado, nomás me decía “aquí me esperas” y se tardaba mucho tiempo, dos horas, tres horas a veces. Eso era de cada mes.

Nuestra familia siempre fue corta, cuatro hermanos y mis padres, éramos una familia muy corta. Mi padre, un ejemplo de padre. Mi madre también tenía mucho muy abnegada, muy apegada a sus obligaciones, hacia su esposo y hacia sus hijos. Mi padre fue chofer toda su vida, chofer de línea de autobuses, de aquí de Puebla, se llamaba Circuito Central, recorría parte de la ciudad. 

Siempre mi padre procuró darnos un buen ejemplo, que no nos faltara nada, en la casa siempre había leche, pan, carne, comíamos pescado. Era una alimentación muy básica para nosotros. Nos tuvo en colegio de gobierno hasta la primaria, ya para entrar a la secundaria, tuvo la suerte de conocer al primer director que tuvo Puebla del Seguro Social, el licenciado José Manuel Gálvez, son detalles que yo recuerdo mucho. Yo siempre fui muy partido hacia mi padre, me llevaba a las luchas libres a una arena que hace años ya no existe, era la Arena Constantino, en la 6 poniente, entre la 3 y la 5 norte. Entonces, ya saliendo de ahí decía: “vamos a llevarle a tu mamá unas tortas”, unas tortas compuestas que costaban un peso, uno cincuenta, tortas muy bien preparadas.

Entonces conoció mi padre a este señor y le dice al señor Paredes: “desde este momento usted va a entrar a trabajar en el Seguro Social.” Mi padre entró al Seguro Social y me dijo que, como iba a entrar a la secundaria, que me iba a enviar a un colegio de paga “para que tengas una carrera.” Yo no sé, quizá sentía que no iba a ver esa carrera, y le digo: “métame mejor a trabajar al Seguro Social”, y se enojó, dijo que él me tenía que dar una carrera, pero desgraciadamente no me la dio por circunstancias ajenas y volvimos a las mismas. 

Me tuve que poner a trabajar, mis padres tenían un compadre, que ya murió, que tenía una refaccionaria contra esquina de El Gallito, en el Paseo Bravo. El señor me pagaba más de lo que yo hacía. Ahí empecé a viajar con él. Nunca me hacía menos, donde él comía, comía yo, menos el hotel. Me decía: “Manuel, ten para tu cuarto de hotel, y nos vemos temprano.” Pero yo, en lugar de irme al hotel, me quedaba en el carro, y él mismo lo comprendía, porque antes de partir al viaje llevaba yo mi maleta y una cobija y nunca me dijo nada. Entonces ese dinero servía, porque lo juntaba con lo que me pagaba aparte, que eran 150 pesos, bastante para sufragar los gastos de la casa. Mis hermanos estaban chicos, una hermana que ya murió, que era la mayor, estaba por casarse. Y ya después me puse a trabajar, trabajé en varias partes.

Ya, me hice joven y tuve que empezar a trabajar con ese señor por lo mismo de la necesidad de la casa. Tendría yo 14 años, pero ya le digo, mi trabajo no era pesado, bueno, era pesado al cargar el carro, porque salíamos a vender refacciones con clientes que él tenía en los estados de Veracruz y Oaxaca, es a donde nos íbamos los dos. Y era un viaje muy bonito porque era un señor con unas cualidades que pocas veces he visto a lo largo de mi vida.  Don Ciro Carrera Ramos, él descendía de una familia muy buena, su padre fue dueño de un ingenio en Calipan, Puebla, adelante de Tehuacán, rumbo a Oaxaca. Don Ciro pertenecía a la liga de cazadores, y me decía: “Manuel, ahí en mi carro hay un guajolote, llévaselo a mi comadre, no lo vayas a perder.” Ahí iba yo en la bicicleta con el guajolote gordo. Ya, mi mamá lo preparaba para hacernos caldo, mole, todo eso. Era un guajolote silvestre porque él era cazador.

En la refaccionaria éramos tres empleados los que estábamos en el mostrador. El más grande, don Gumaro, decía que me parecía mucho a él. Ganaba en aquel entonces él 500 pesos al mes, era una fortuna, pero yo creo que no le alcanzaba y él sabía que yo traía dinero siempre. “Oye Manuel, fíjate que necesito que me prestes dinero para que le lleves a Celia”, que era como se llamaba su esposa. “Sí, cómo no, cuánto necesita...” Que diez, que veinte o treinta pesos. “Sí, cómo no”, yo se los prestaba siempre. Y junto a la refaccionaria había una cantina de un español, ahí en la 11 norte y la Reforma, un español llamado Agapito, no sé su apellido.  Y al mediodía despedía su cantina un aroma tan exquisito, hacía los riñones encebollados, picadillo... ¡pero un picadillo exquisito!  Don Gumaro mandaba al otro muchacho a comer, pero a mi me decía: “ven Manuel, vámonos con el español.” Don Ciro, que estaba adentro, también salía a tomar la copa con sus amigos, gente con mucho dinero que estaba ahí. No me decía nada. Don Agapito me daba un plato: “anda, llévale a Gumaro y para ti estos tacos” con unas cocacolitas chicas. Yo pienso, ahora que analizo, que don Ciro me daba más de lo que merecía ganar, porque en aquel entonces con 150 pesos se vivía muy bien.


Ya, después, como jefe de almacén, tenía yo mi escritorio ahí mismo en la oficina. Por cierto siempre fui muy desordenado, y el mismo jefe, el señor Moya, cada ocho días dizque me revisaba mi escritorio y salían todos los papeles. Entonces mi madre me ponía todos los días mis tortas, los compañeros me decían: “oye, danos una tortita, una tortita.” Ahí empezamos a conocernos, primero con mi cuñado. Nos íbamos, casi la mayoría de los empleados, a cenar en la noche a Los Guajoltes, unas tortas muy sabrosas que preparaban por El Carmen; las chanclas, muy famosas.  Todo lo que diera nuestro presupuesto económico. El contador tenía una charchina, un “fordcito”, apenas si jalaba, pero ahí nos metíamos todos, cuatro o cinco nos metíamos para ir a cenar en las noches, entonces hubo una convivencia muy bonita. A Aurora y a mí nos gustaba, íbamos empezando a conocernos mejor. Entonces lo que dio la pauta para casarnos fue cuando quitaron la sucursal de aquí y ella no se quiso ir a México, entonces fue cuando le dije: “¿te quieres casar conmigo?”. Y ya, nos casamos. Tenía yo 23 años

Con altibajos, hemos hecho un matrimonio unido, felices, con buen ejemplo para nuestros hijos. Creemos que les hemos dado el mejor ejemplo. Como dice mi esposa, nunca los hemos tratado con majaderías ni mucho menos. Ellos son respetuosos hacia nosotros.
  
Salió en el periódico que solicitaban un ayudante de almacén. Hice la solicitud y mi esposa ya trabajaba ahí, ella siempre fue secretaria y capturista, secretaria particular del gerente, señor Carlos Moya, un hombre de mucho carácter que nos tenía dominados sólo con la vista. Yo pensé que no me iban a llamar, estaba en la casa de mis padres cuando llegó un telegrama que me avisaba que me presentara yo. Se llaman Laboratorios Alfa, todavía existen. Entré yo como ayudante de almacén y, a los pocos meses, creo que el almacenista se llevó a la hija del gerente, se la voló, y total que a mí me dieron esa oportunidad de seguir ya como jefe de almacén. Desempeñé bien mi puesto hasta que el trabajo terminó. Entonces nos dijo el señor Moya: “¿se quieren ir ustedes a México? porque la sucursal va a desaparecer”. Aurora ya no quiso, todavía no nos casábamos, yo tampoco quise. Al poco tiempo nos liquidaron conforme a la ley y luego cerró el laboratorio.

Ya casados, yo empecé a trabajar como inspector en una línea de camiones durante diez años, un urbano de aquí de Puebla. Era yo despachador, administrador e inspector. Entonces ganaba 36.50 diarios y aparte tenía un sueldo extra por administrar dos o tres camiones. Hasta que comprendí que estaba perdiendo el tiempo ahí, aunque mi esposa tenía casa propia, comprendí que tenía que desarrollar mi trabajo mejor y ganar mejor en otro lado. Me presenté a un señor que era gerente del Banco Longoria, estaba en la 3 poniente y 3 sur. El señor, que se llama Ángel Cisneros, no me conocía y yo a él lo conocía de vista, entonces le dije: “señor, vengo a pedirle una oportunidad, a ver si me da usted trabajo.” Sí, ya me dijo véngase en la tarde. Me fui contento pensando que iba a trabajar en el banco, pero no fue así. Dijo: “vamos a una fábrica que tengo de zapatilla.” Ya me dio la oportunidad de estar en la oficina, les daba yo el avío, o sea material a los trabajadores, y así estuve como un mes hasta que me dijo: “¿conoce Tabasco, el sureste?” No. “Pues quiero que le entre como agente vendedor en Tabasco”, él tenía residencia en Villahermosa. Me dio la oportunidad, el otro vendedor me fue entregando la ruta, que era muy extensa, yo dilataba hasta un mes fuera de la casa. Traía una petaca grande con treinta y tantas muestras. Me compraron un carro, en aquel entonces un Peugeot, que eran muy buenos carros. Ahí dilaté trabajando diez años, ya después regresé con el que había sido nuestro jefe, el señor Moya, el gerente de los laboratorios, que puso un laboratorio de medicina humana en México y me dio la ruta de Michoacán. Y cuando me salí de ahí me asocié con un hermano de mi esposa que tenía una fábrica de mochilas y de portafolios con un amigo. Empecé a viajar con él y me fue muy bien económicamente. Vendía yo bastante bien hasta que tuve un accidente.

Ya mi esposa y yo habíamos tenido dos avisos de accidente, una ocasión veníamos de Oaxaca a Tuxtepec, por Guelatao, es una carretera muy sinuosa, con mucha montaña, y el carro, que era una Brasilia, yo creo que andaba mal de una rótula y me jaló hacia la izquierda, nos atajó un ramaje tan fuerte que nos hizo girar como trompo. Mi esposa se fue por una grúa, pero me sacaron antes unos madereros. Mi esposa me acompañaba la mayoría de las veces porque teníamos que ganar dinero, los hijos estaban ya en carrera, Manolo, el más chico, que tiene ya 40 años, estaba estudiando ingeniería industrial; mi hija, que es licenciada, ya estaba saliendo de Administración Pública; César, el mayor, que está en Estados Unidos, en San Luis Missouri, y tuve el accidente, desgraciadamente ocasionado por un amigo que fue el que chocó.

Yo siempre tuve precaución en manejar, manejaba yo bastante lejos y mire, ahorita me tiene aquí. Pero mi amigo no, tuvo la mala suerte de girar hasta chocar con la cuneta. Él no salió lastimado pero yo sí.

Ancianos


Yo pienso que en México hay un trato indiferente hacia el anciano. El anciano, yo pienso que ha aportado mucho y seguirá aportando mucha sabiduría, mucha experiencia, muchas cosas muy importantes que las generaciones actuales deberían de aprender, de asimilar por medio del gobierno. Decir: “miren este es el ejemplo de lo que dejaron las personas mayores, así que vamos a darles facilidades y que tengan una biblioteca, o que trabajen en ellas”, o que se creen unos trabajos sencillos que nos motiven, los ancianos necesitamos de una motivación y si no nos las da el gobierno ¿quién nos la va a dar? En otro países hay transporte, rampas, hasta bares, de todo para el anciano, pero aquí no. Estamos muy abandonados.

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