A
mediados de 1984 se publicó un libro de chismes llamado Juan Gabriel y yo, que mostraba al Divo de Juárez en una cama muy
contento y bien acompañado por el autor. Durante ese año tomamos una materia
con Carlos Monsiváis y nos burlábamos de hacer un balance del curso con el
nombre de Monsi y yo, la portada iría
ilustrada con una buena caricatura del Monsi, pero no hicimos ningún balance,
tarea ni nada académico en los dos semestres que duró el periplo por la
geografía de ese honor concedido, que a diferencia de Juan Gabriel, no llegó a
la cama y menos a los tribunales.
Nos
reunimos una vez a la semana durante dos semestres en la escuela de
restauración de Churubusco –“cerca de una estación del metro” –condicionó Monsi
cuando hablamos del lugar, no estaba dispuesto a ir hasta la ENAH. Leímos autores alemanes sobre cuestión nacional y
nos hizo muchas recomendaciones de lecturas mexicanas. Nos preguntó sobre los Magníficos
y su libro crítico a la antropología mexicana, pero ninguno de los presentes lo
habíamos leído, ni sabíamos nada de Los Magníficos, porque nadie nos explicó ese
debate de la antropología mexicana de los años sesenta y estábamos es ascuas.
Léanlos, ordenó Monsiváis. Esa recomendación fue lo mejor que saqué de aquel
taller tan libre y tan monsivallano que todos estuvimos encantados de vivir.
En los
años ochenta estudiantes como yo -de antropología social- ignorábamos todo lo
relacionado a los Magníficos y la crítica académica al Indigenismo oficial.
Sabíamos que Bonfil y Warman eran antropólogos influyentes, pero no sabíamos
que iniciaron a finales de los sesenta una crítica al indigenismo que tuvo muy
poco eco y ninguna difusión. Por algo no lo sabíamos. Cuando estudié en la ENAH de 1980 a 1985, la discusión
del indigenismo estaba borrada de las preocupaciones de la antropología de
moda, la filosófica. Entonces discutimos incansablemente a mallarmé, foucauld,
heiddegger; nos fascinamos con deleuze y guattarí, ciorán, eco, sabater, trías
y una sartre de kosic. Hicimos muchas
cosas exóticas como tomar clases con Jorge Juanes, Elisa Ramírez y su genial
hermano Santiago, que en sus clases de filosofía griega la gente debía sentarse
en el suelo. Tuvimos a Gregorio Kaminsky y Jaime Osorio, argentino y chileno;
tuvimos a Lecourt que viajó en Concord –traído por Santiago Ramírez-, tal como
se lo puse en su calavera de 1984, Santiago, un singular calvo con melena que miraba como atravesándote con la mirada, recortó cuidadosamente del periódico mural y se lo guardó en el bolsillo. John
Murra nos dio una conferencia sobre la cultura Inca, fue un placer muy grande
escucharlo. Luis González y González estuvo varias veces y, de tarde en tarde,
deambulaba por el patio principal, muy anciano, Ricardo Pozas. Y otras glorias
locales como Elio Mansferrer y Ricardo Melgar, que enseñaban antropología
mundial y mexicana, respectivamente, que eran los maestros de planta y
permanecieron, con resultados desiguales, ora estimulándonos, ora regañándonos,
a lo largo de la carrera. Pero nunca nos hablaron formalmente de Los
magníficos, como si no existieran.
En esas
estábamos, cuando en el sexto semestre de antropología social se nos ocurrió la
idea de contratar a Carlos Monsiváis y rápidamente convencimos al “comandante”
López y Rivas –como apodábamos al director-, que habló con Monsi frente a nosotros y lo convenció
de que aceptara recibirnos en su casa un día de la semana. “Mañana a las once
–gritó el director, pero era su forma de hablar–, todos movimos la cabeza
aprobatoriamente y una sonrisita nerviosa nos delató. “La falta de títulos
académicos no era un problema”, aclaró Gilberto afable, mientras se despedía con
cabriolas al escritor. Todos le dimos un apretón de manos y
nos fuimos a la cafetería a planear la reunión. Nadie nos creía.
Saliendo
del metro Portales, a la vuelta, en San Simón o algo así, una banda como de
ocho jóvenes veinteañeros de melenas y jeans ajustados con enormes mochilas llenas de libros, tocó tímidamente
en una puerta verde de metal con el número señalado. Monsiváis era igual que en
la televisión, un poco más moreno, muy amable y observador, silencioso. Tenía
el pelo blanco y abundante, alborotado como sus ojos pícaros por encima de los
lentes. Y, por supuesto, su prominente mandíbula. Me tocó a mí romper el hielo
y balbuceé el objetivo de nuestra propuesta que identificábamos como identidad
nacional. La cuestión nacional –dijo él-, la identidad es cosa de los gobiernos,
es la necesidad de ser, y la cuestión nacional es lo que es. Pues que sea,
dijimos, y nos comprometimos a conseguir un espacio en la escuela de
restauración de Churubusco, que amablemente nos prestó uno de sus salones de
clase. El nombre de Monsiváis abría todas las puertas. Yo le hablaba
puntualmente a las 9 a
su casa para recordarle la clase, nos quedábamos de ver a las 10 y todos
llegábamos tarde. Y así, sin demasiada disciplina, nos echamos dos semestres de
pláticas monsivaianas una vez a la semana, con interrupciones por sus viajes, dizque estudiando la cuestión
nacional.
Fueron
dos semestres en los que en realidad estudiamos a la persona misma de Monsiváis, un hombre muy agradable y amable, invariablemente vestía pantalones güangos y una chamarra algo maltratada, todo
de mezclilla. Siempre de mezclilla. Llegó a ir con pedacitos de huevo adheridos
como una más de sus medallas y realmente carecía de cualquier preocupación por
su aspecto. Nosotros no éramos más elegantes y disfrutamos dos temporaditas de
ese singular encuentro entre estudiantes de antropología y Carlos Monsiváis.
“Ya váis”, no me resistía a pensar cada vez que nos despedíamos de rigurosa
mano.
La
cuestión nacional no pasó de una plática ligera, Monsi se dedicó a contarnos
historias de sí mismo y fue un privilegio escucharlo cada vez, externándonos
sus preocupaciones, sus lecturas –traía pegado al poeta Kadafis-, su
insistencia en la democracia, en el avance democrático; curioso de nuestras
costumbres estudiantiles. Yo creo que estaba aprendiendo inglés, porque repetía
frases en este idioma y nos miraba muy complacido. “Invítenme a sus fiestas”,
pidió más de una vez. ¿Cómo cuáles?, pensábamos nosotros. Como yo fui el
encargado de la burocracia, fui su chofer en dos prolongadas ocasiones en las
que me dio una sopeada sicoanalítica que lo único que me dejó en claro fue mi imberbe
juventud frente a aquel organismo sonriente y canoso que no abría la boca en
balde. Para decirlo simplemente, el grupo B del sexto semestre de antropología
social no daba el ancho, éramos muy brutos como para aprovechar a Monsi de una
forma más... académica. Era cosa de leer obligatoriamente sus propios libros y
discutirlos con él, o discutir conceptos –como democracia, libertad de
expresión-, o discutir autores mexicanos o algo, pero a nadie se le ocurrió.
Nosotros
éramos un grupo de doce a quince jóvenes de 25 a 27 años que usábamos
camisas de Aurrerá, botas de minero y los inseparables “jeans”; cargábamos
muchos kilos de libros y fumábamos con la puntualidad de un tic nervioso.
Yo era de los pocos que lo había leído del grupo. Nuestras intervenciones "serias" eran breves, balbuceantes, pero al menos no nos
arredramos para encontrar temas y pláticas que él siempre tuvo la cordialidad
de respondernos. Lo mejor eran sus recuerdos y algunas imitaciones –una de José
María Alponte con Luis Echeverría- hilarantes. Desde mi primera intervención le
hablé de tú y fui bien recibido, eso permitió a los demás subirse al barco de
la tuteada y lo llamamos Carlos: “Eh… Carlos; ah, Carlos…” Aunque hablamos
poco.
En esos
meses de 1984 Monsiváis había publicado algo llamado El desafío mexicano y otro título, publicado también por Océano,
llamado A la mitad del túnel, en
donde optaba por la democracia como una vía razonable para los mexicanos. Se
asumía la presencia del 68, los protagonistas lo asumieron y lo analizaron. Pero
nosotros no éramos del 68.
Con R.
(mi R., no la de Monsi) había pasado tardes enteras en un bosquecito de Tlalpan
que estaba por Insurgentes, por la salida a Cuernavaca, atrás de los muebles de
tartán. Colocábamos una hamaca y nos poníamos a leer la antología de poesía
mexicana de Monsiváis. Había leído A
ustedes les consta, Días de guardar
y Amor perdido… Decenas de
entrevistas en jajá, TVyNovelas y suplementos de todo tipo. Era (y es) un
hombre que se las arregla para aparecer en los lugares más insospechados, con
su agradable aspecto de personaje de Batman, como aquel salón de aquel grupito
de estudiantes de la ENAH
al que tuvo la tentación de conocer.
De todo
lo que he leído de él después de aquella aventura, casi nada tiene que ver con
la experiencia académica de Monsiváis en la ENAH. En un artículo para el
suplemento Confabulario que llamó “De la movilidad cultural en México”, en el
Universal (7.abr.07), hay un párrafo que se aviene a los contenidos
curriculares de aquellos estudiantes. Monsiváis indica que “se inician en las
universidades los trámites de la ciencia literaria, que llevan por lo común a
cambios y rectificaciones periódicas en los planes de estudio, a celebrar (por
“precisos y exactos”) a los esoterismos que no osan decir su nombre y, también,
a replantear temas y textos literarios. En el tiempo sucesivo y/o simultáneo de
estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas, teóricos de la
recepción. Decaen dos “iglesias”: el marxismo y el psicoanálisis que, por otra
parte, en la crítica literaria solo disponían de fuerza tangencial. Crece la
perspectiva del feminismo o los feminismos que, por lo pronto, revalúan las
escritoras olvidadas (la mayoría). Se inicia todavía con timidez la moda de los
Estudios Culturales”.
En otro
párrafo de este escrito asienta: “Desde 1980, aproximadamente, la expansión de
la industria académica es la presión tomada en cuenta para una revaloración
general. Crece la montaña de voluminosas tesis doctorales, la orientación
bibliográfica se da hacia las fuentes secundarias, se igualan las técnicas de
la interpretación y del comentario, con pretensiones aceleradamente
científicas. Y, en la antesala de lo canónico, se atiende a muy diversos
autores con la seriedad antes solo destinada a los clásicos”.
Cuando
le hablaba a su casa para recordarle de “la clase” estoy seguro que fingía la
voz de su mamá. “Ya se fue”. “Gracias, señora”, yo me deshacía de nervios con
la señora, no fuera a ser ella de verdad y nunca me atreví a decirle:
–Ya,
pinche Carlos, te caché.
La foto de José Antonio López, publicada
por La Jornada, muestra a Monsiváis francamente divertido en la Cámara de
Diputados el 17 de marzo de 1995, cuando se aprobó alza al IVA.
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