En los años treinta el gobierno de México
institucionaliza el indigenismo para ser aplicado en lo posterior como
estrategia de desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume
esta dinámica sin siquiera estar de acuerdo respecto a la definición de los
indígenas, asumiendo un poco a ciegas la propuesta de la asimilación, que presuntamente uniformaría las diferencias étnicas y por lo tanto culturales de los mexicanos.
La asimilación tenía una larga historia desde que en el siglo XIX fue discutida
por los educadores y formalizada “científicamente” por Manuel Gamio al término
de la revolución. Se implementa como una estrategia a través del Instituto
Nacional Indigenista, que asumió demasiado pronto que a los mexicanos no les interesaba la mitad
indígena de su pasado, sin importar la multitud de signos culturales que nos
identifican con el pasado prehispánico; negándose, además, a escuchar las voces
discordantes.
La historia del indigenismo oficial es la de un
rotundo fracaso, pues a pesar de 70 años de práctica el indigenismo no realizó
ninguno de los grandes propósitos que se plantearon en su creación como
instituto social. No asimiló a los indígenas a la cultura nacional, no los
castellanizó, no los sacó de la miseria, no satisfizo sus necesidades de
salubridad, no los defendió del abuso de los caciques y tampoco transmitió a
los mestizos las bondades de los pueblos indígenas.
Hubo, sin embargo, éxitos colaterales, pues tras siete
décadas los mestizos mexicanos no conocemos ni los nombres, mucho menos las
cualidades herbolarias, lingüísticas, artísticas, agrícolas o sociales de los
pueblos originarios, que muestran hoy culturas aún encendidas, vigentes y en
consecuencia rescatables, no solo ya para la preservación cultural y el
mejoramiento de sus condiciones de vida, sino especialmente para beneficio de
los mestizos, que ven finalmente en parte de su pasado el asidero a un origen
más creativo que el que se les había impuesto el PRI en el indigenismo, que fue
el ocultamiento, el desvío de la atención por la cultura autóctona a favor de
una desdibujada y utópica american way of
life importada a retazos de los Estados Unidos, que siempre ha estado
atento para proveernos del material para mantenernos “occidentalizados”. El
radio y la televisión, contemporáneas al inicio del moderno indigenismo, fueron
los dos puntales que el poder político y económico utilizó para evitar las
miradas al interior de las culturas mexicanas, unas más ricas que otras, pero
todas presentes en esa otra mitad de nuestra historia que nos obstinamos en
negar. La
desinformación y el ocultamiento se encargaron de enterrar nuestros vestigios
indígenas y ni los institutos de antropología, ni la academia, ni mucho menos
otras dependencias de gobierno, hicieron nada por impedirlo, pues representa la
posición histórica del indigenismo mexicano.
Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de
Mendizábal hizo, a través de escritos y conferencias, una defensa a ultranza
por asimilar al indígena tomando en cuenta sus aportaciones culturales, es
decir, sin despojarlo de su raigambre étnica, que lo distingue entre sus
contemporáneos que decidieron la directriz del indigenismo. Mendizábal propuso
un indigenismo político, empezando por ser reconocidos en la Constitución Mexicana
como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez
hechos sujetos de las leyes, establecer estrategias de acuerdo a las zonas
geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a defender
los derechos constitucionales de las comunidades, que los defendieran del abuso
de los caciques, proteger la distribución de sus productos, hacerlos sujetos al
crédito, permitirles el uso de tecnología, y a la par de aprender español,
cultivar su lengua autóctona, que Mendizábal comprendió que era algo más que un
idioma. Para nuestro autor era una forma de ver el mundo que pertenecía a las
regiones, a los propios mestizos mexicanos, pues era parte de su pasado, por lo
que habría que apropiárselo, antes que separarse de él.
Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó. Y si lo hizo, como
muestran ciertas evidencias, constituyó el indigenismo exactamente hacia el
otro lado: no había nada qué conocerles. Ellos debían hacerse “mexicanos”.
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