lunes, 5 de marzo de 2018

Mendizábal tirado en la banqueta



Conocí la obra de Miguel Othón de Mendizábal a mediados de los años ochenta del siglo pasado, estaba desplegada sobre la banqueta en un puesto ambulante de Coyoacán. Por suerte traía los 500 pesos (o serían 5 mil o 500 mil, pues nuestra moneda se debatía entonces en un interminable tobogán de crisis que apenas comenzaba) que pedían por ella y lo estuve pensando exactamente durante tres segundos. Eran sus obras completas, seis tomos en una edición de autor, que instantáneamente me convirtió en el poseedor de un singular tesoro. En el primer aniversario de su muerte, en 1947, los amigos de su viuda recopilaron, revisaron y publicaron sus obras completas y treinta años después yo fui uno de los afortunados que tuvieron acceso a esa singular faena, nunca más editada, reproducida ni pirateada, pues Mendizábal es uno de los grandes ausentes en las ediciones académicas de antropología mexicana. Aunque hubo un famoso premio a la mejor tesis de antropología social del INAH con su nombre, una biblioteca, un auditorio y una calle por el rumbo del Politécnico Nacional con su nombre, la obra de Mendizábal es prácticamente inexistente en las lecturas disponibles de Antropología social.

Mendizábal murió repentinamente sin haber podido insistir en las reformas indigenistas que propuso en sus numerosos escritos y conferencias. Una lástima verdadera pues, de haberse seguido sus ideas, tal vez el indigenismo mexicano hubiera presentado mejores cuentas que la disolvencia y el virtual apartheid cultural al que fueron sometidos el conocimiento de los pueblos originarios mexicanos y los propios pueblos. Serían otras también las relaciones interétnicas con los pueblos de hoy, pues tal vez se habría reconocido antes su  inobjetable familiaridad con los mestizos. Este blog trata de conectar esa intención con las ideas que generaron un caudal de acontecimientos sin sentido –como la práctica indigenista-, o al menos sin éxito, pues las políticas integracionistas de Moisés Sáenz, Rafael Ramírez, Aguirre Beltrán et al, se tornan hoy insostenibles.

Antes que todos –y aquí radica su importancia–, a Mendizábal le toca diseñar la oficina cardenista para asuntos indígenas, el Departamento Autónomo Indígena (DAI) desde donde emprende una cruzada –algo ciega- a favor de los pueblos indígenas de México, que en una de sus partes consistía en reflexionar seriamente en los muchos aspectos positivos de los pueblos indígenas. Treinta años antes que Los Magníficos, se lanza productivamente a discutir el tema, ofrece muchas conferencias –en Bellas Artes, en el Palacio de Minería– y escribe un compendio –que él soñó con que llegara a ser una breve enciclopedia– para que los mestizos conocieran y valoraran lo mejor de las culturas indígenas que eran –y lo siguen siendo, hoy– mitad propia de los habitantes mestizos. Integrarlos a “la gran nación mexicana” respetando sus culturas enriquecería el “ideal nacional”, opinó, además de hacerlos partícipes en la riqueza de la patria; aprovechar sus conocimientos de la naturaleza; en cierta forma integrarnos a ellos, fundirlos en esa raza cósmica con la que soñaba José Vasconcelos.

Por desgracia, Mendizábal fue solo testigo del nacimiento de uno de los capítulos más frustrantes de la historia contemporánea de nuestro país, porque en la práctica cambió su historia y la definió en el sentido contrario. El indigenismo político mexicano es una de las creaciones de la Revolución que no logra ninguno de sus propósitos originales, pero eso no quiere decir que, paralela a su práctica, intervinieron en todo momento los estudios y las opiniones de las más lucidas inteligencias mexicanas, que evidentemente tuvieron poco peso en la implementación de la política. O algo así.


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