Estimado
A.: Gracias por acordarte de mí y escribirme ese breve pero sustancioso mensaje
de amistad. Espero que tú estés bien y que el negocio de la comunicación siga
fructífero como siempre. Yo hago picadillo y distribuyo en tacos mis ideas de la
antropología social que trabajé para la escuela nacional durante treinta años, casi
400 páginas de especulaciones sobre el indigenismo mexicano que no es un asunto
de indígenas sino todo lo contrario. Y para nada, porque me fue imposible titularme.
Primero me agarró Andrés Medina y me excomulgó del mundo de las ideas (por aquí anda el chisme en este blog); después la coordinadora de no sé qué quería que
comenzara todo de nuevo. En un país tan necesitado de profesionales la
“academia” hace todo lo posible por obstaculizarte e impedir tu titulación,
pues osaste a pensar diferente, fuera de la línea de la teoría en donde todo es
anatema. Pues que les aproveche.
Lo
cierto es que el joven treintón que la comenzó hace décadas a indagar sobre el
indigenismo no imaginaba llegar a tener la sustancia anecdótica que le diera a
sus estudios el rasgo empírico profundo que ahora tiene, pues la suerte me ha
permitido visitar en los últimos años decenas de comunidades indígenas que cada
vez me fue posicionando más en la vilipendiada corriente del relativismo
cultural tan criticada por los oficialistas y hasta por los marxistas de los
años setenta. Pero lo que he visto en esos pueblos de las sierras de Puebla,
Oaxaca, Veracruz, Guerrero, Zacatecas, Hidalgo, Sonora y Chihuahua ha sido el
enorme orgullo que los ha hecho prevalecer como pueblos a los embates durante
quinientos años de intentos por desaparecerlos, y lo más interesante, han
vivido (como ñuu savi, como tutunakú, como mazehuales) para contarlo. Pero a
diferencia de lo que supuestamente postula el relativismo (“dejarlos en
cavernas”, en el “atraso” cultural), lo que vemos ahora es que las carreteras,
el enorme sistema de educación (destacadamente el bilingüe), el acceso a
créditos, al agua, la autodefensa y la apropiación profesional de las leyes, la
agronomía y la biología, incipientes pero vivos en la figura de sus
profesionales universitarios, hace de los pueblos indígenas el dato esencial,
no solo de sus comunidades, sino de la nación entera, del futuro nacional, la
esperanza de un asidero en donde los extraviados mestizos hemos intentado
agarrarnos durante décadas sin atrevernos por completo: el pasado negado, la
genealogía vergonzante que poco a poco ha dejado de serlo.
Con
cien años de retraso, gracias a la política indigenista que hizo su trabajo
aplanador y colonialista, los pueblos indígenas, que yo ya no llamo así, sino
pueblos originarios, comienzan a tener presencia en los retratos familiares de
la gente, que cada vez más se reconcilia con su origen. Con eventos dispersos y
frecuentemente insensatos, como esas multitudes en las pirámides festejando el
equinoccio o los ahumados bailes de conchas y penachos de las plazas, la raíz
oculta de los mexicanos emerge lentamente para terminar siendo, en el curso de
este siglo XXI, la razón que sellará el extravío en el que hemos estado: laberintos
solitarios, jaulas de la melancolía y
complejos inexplicables que se abrirán para dar paso a una nueva conciencia,
extravagante si se quiere, pero propia.
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