martes, 30 de enero de 2018

Antropología al pastor


Estimado A.: Gracias por acordarte de mí y escribirme ese breve pero sustancioso mensaje de amistad. Espero que tú estés bien y que el negocio de la comunicación siga fructífero como siempre. Yo hago picadillo y distribuyo en tacos mis ideas de la antropología social que trabajé para la escuela nacional durante treinta años, casi 400 páginas de especulaciones sobre el indigenismo mexicano que no es un asunto de indígenas sino todo lo contrario. Y para nada, porque me fue imposible titularme. Primero me agarró Andrés Medina y me excomulgó del mundo de las ideas (por aquí anda el chisme en este blog); después la coordinadora de no sé qué quería que comenzara todo de nuevo. En un país tan necesitado de profesionales la “academia” hace todo lo posible por obstaculizarte e impedir tu titulación, pues osaste a pensar diferente, fuera de la línea de la teoría en donde todo es anatema. Pues que les aproveche.

Lo cierto es que el joven treintón que la comenzó hace décadas a indagar sobre el indigenismo no imaginaba llegar a tener la sustancia anecdótica que le diera a sus estudios el rasgo empírico profundo que ahora tiene, pues la suerte me ha permitido visitar en los últimos años decenas de comunidades indígenas que cada vez me fue posicionando más en la vilipendiada corriente del relativismo cultural tan criticada por los oficialistas y hasta por los marxistas de los años setenta. Pero lo que he visto en esos pueblos de las sierras de Puebla, Oaxaca, Veracruz, Guerrero, Zacatecas, Hidalgo, Sonora y Chihuahua ha sido el enorme orgullo que los ha hecho prevalecer como pueblos a los embates durante quinientos años de intentos por desaparecerlos, y lo más interesante, han vivido (como ñuu savi, como tutunakú, como mazehuales) para contarlo. Pero a diferencia de lo que supuestamente postula el relativismo (“dejarlos en cavernas”, en el “atraso” cultural), lo que vemos ahora es que las carreteras, el enorme sistema de educación (destacadamente el bilingüe), el acceso a créditos, al agua, la autodefensa y la apropiación profesional de las leyes, la agronomía y la biología, incipientes pero vivos en la figura de sus profesionales universitarios, hace de los pueblos indígenas el dato esencial, no solo de sus comunidades, sino de la nación entera, del futuro nacional, la esperanza de un asidero en donde los extraviados mestizos hemos intentado agarrarnos durante décadas sin atrevernos por completo: el pasado negado, la genealogía vergonzante que poco a poco ha dejado de serlo.

Con cien años de retraso, gracias a la política indigenista que hizo su trabajo aplanador y colonialista, los pueblos indígenas, que yo ya no llamo así, sino pueblos originarios, comienzan a tener presencia en los retratos familiares de la gente, que cada vez más se reconcilia con su origen. Con eventos dispersos y frecuentemente insensatos, como esas multitudes en las pirámides festejando el equinoccio o los ahumados bailes de conchas y penachos de las plazas, la raíz oculta de los mexicanos emerge lentamente para terminar siendo, en el curso de este siglo XXI, la razón que sellará el extravío en el que hemos estado: laberintos solitarios,  jaulas de la melancolía y complejos inexplicables que se abrirán para dar paso a una nueva conciencia, extravagante si se quiere, pero propia.



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