domingo, 6 de junio de 2010

La Antropología a caballo

Margarita Nolasco llama a la relación entre mestizo e indígena como contacto institucional; empleos o ministerios obligados a enfrentar un mundo ajeno al suyo al que, por si no fuera difícil ya, intentará hacerlos cambiar al modo de comprensión occidental, enseñarles el castellano, darles ideas, ayudar a los adultos, intervenir en los litigios, inyectar, escribir los oficios del presidente municipal. Este testimonio narra la importancia del caballo en las labores magisteriales en la sierra de Puebla. El recuerdo corresponde a 1933, me fue contado por el maestro y licenciado Matías Acevedo, de 89 años, al recibirme en su casa de la colonia Bugambilias de la ciudad de Puebla.

Me fui en tren por Libres donde había pedido que me mandaran mi caballo. Al llegar al mesón reconocí el caballo y pregunté por el que lo había llevado. Me dijeron que ya se había ido. Ensillé mi caballo y pregunté por el camino a Ixtacamaxtitlán. Cuando llegué al rancho de don Antonio Fernández, que ya conocía, empezaba a parpadear y no quise quedarme en su casa para que no fuera a pensar mal de mí, pues tenía dos hijas primorosas. Al comenzar a bajar, se cerró la noche, tan obscura, que le aflojé la rienda a mi caballo para que él, que conocía el camino, me llevara, pasando mi matalote por unos desfiladeros profundos que sólo él puso pasar, llegando a Ixtacamaxtitlán como a media noche. Al tocar la puerta por tercera vez, respondió don Herón: “¿quién es?” El maestro de escuela, respondí. Me abrió a la vez que decía: “¿pero qué anda usted haciendo a estas horas por esos caminos?” ¿Y qué me quedaba a hacer en Libres sin conocer a nadie? respondí.

Llegué a la casa del señor Herón Aguilar, formé una escuela nocturna, con cuatro grupos, de primero a cuarto. Yo sólo tenía que atender a los cuatro grupos. Formé la escuela nocturna y con mis alumnos formé el equipo de basquetbol y jugábamos con los pueblos cercanos. Me ocurrieron muchas cosas en Ixtacamaxtitlán, donde estuve un largo año de mi vida.

Tenía que ir a cobrar mis sueldos a Chignahuapan, saliendo de Ixtacamaxtitlán a las dos y media de la tarde en mi caballo, llegando a Chignahuapan a la una y media de la mañana. Cómo recuerdo algunas noches de luna el silbido del aire en el ramaje de esos ocotales.

Recuerdo un día que iba en mi matalote, ya cuando subía el cerro pasando el pueblo de Atexcoco, escuché la discusión de un tlachiquero que cogía fuertemente la escopeta de un pastor que le decía: “ahora sí no te me escapas, ahora sí te mato, por segunda vez me has robado”, amenazándolo con la escopeta. Al darme cuenta de esta situación y del peligro que yo también corría, les pegué un grito diciéndoles: ¡qué pasa con ustedes!, diciendo el pastor: “este hombre me acaba de robar mi hacha y es la segunda vez que me roba”. ¿Y por un hacha va usted a convertirse en criminal y posiblemente ir a la cárcel? Ponga su queja ante las autoridades, pero no se manche las manos de sangre. Enseguida y con energía le ordené al tlachiquero: suelte la escopeta y váyase. “No señor, porque me mata”. No le pasa nada, váyase. Y a la tercera vez que le ordené soltó la escopeta y se fue corriendo en la bajada, corrió un poco regresando a ver si no le tiraba, y siguió la carrera. ¿Ya comprendió usted lo que iba a hacer?, le dije al pastor, y me acompañó hasta la cima del cerro dándome las gracias y diciendo: “cuando guste ahí tengo mi casa”, señalándomela a distancia. Me monté en el caballo y a varazos lo hice caminar un poco aprisa, considerando que al dar la vuelta podía esperarme el pastor, pero no hubo nada y seguí mi camino como de costumbre, camino un tanto peligroso en donde no había, creo, una semana en que no apareciera en tal un lugar un muerto.

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