Nos reunimos una vez a la semana durante dos semestres en la escuela de restauración de Churubusco –“cerca de una estación del metro”, condicionó Monsi cuando hablamos del lugar–. Leímos autores alemanes sobre cuestión nacional y nos hizo muchas recomendaciones de lecturas mexicanas. Nos preguntó sobre los Magníficos y su libro crítico a la antropología mexicana, pero ninguno de los presentes lo habíamos leído, ni sabíamos nada de Los Magníficos, porque nadie nos explicó ese debate de la antropología mexicana de los años sesenta y estábamos es ascuas. Léanlos, ordenó Monsiváis. Esa recomendación fue lo mejor que saqué de aquel taller tan libre y tan monsivallano que todos estuvimos encantados de cursar.
En los años ochenta, estudiantes como yo –de antropología social– ignorábamos todo lo relacionado a Los Magníficos y la crítica académica al Indigenismo del gobierno. Sabíamos que Bonfil y Warman eran antropólogos influyentes, pero no sabíamos que iniciaron a finales de los sesenta una crítica al indigenismo que tuvo muy poco eco y ninguna difusión. Por algo no lo sabíamos. Cuando estudié en la ENAH de 1980 a 1985, la discusión del indigenismo estaba borrada de las preocupaciones de la antropología de moda, la filosófica. Entonces discutimos incansablemente a mallarmé, foucauld, heiddegger; nos engolosinamos con deleuze y guattarí, ciorán, eco, sabater, trías y una sartre de kosic. Hicimos muchas cosas exóticas como tomar clases con Jorge Juanes, Elisa Ramírez y su genial hermano Santiago, que en sus clases de filosofía griega la gente debía sentarse en el suelo. Tuvimos a Gregorio Kaminsky y Jaime Osorio, argentino y chileno; tuvimos a Lecourt que viajó en Concord –traído por Santiago Ramírez-, tal como se lo puse en su calavera de 1984, que el esquelético maestro calvo recortó cuidadosamente del periódico mural. John Murra nos dio una conferencia sobre la cultura Inca, fue un placer muy grande escucharlo. Luis González y González estuvo varias veces y, de tarde en tarde, deambulaba por el patio principal, muy anciano, Ricardo Pozas. Thomas Stanford era asistent6em habitual en los pasillos de la ENAH. Y otras glorias locales como Elio Mansferrer y Ricardo Melgar, que enseñaban antropología mundial y mexicana, respectivamente, que eran los maestros de planta y permanecieron, con resultados desiguales, a lo largo de la carrera de antropología social. Pero nunca nos hablaron formalmente de los Magníficos, como si no existieran. Aunque al final de la carrera fue Melgar quien me acercó, con las debidas precauciones, una copia pirata de De eso que llaman antropología Mexicana, a la que le faltaban muchas hojas pero en la que finalmente los conocí. Fue toda una revelación y este blog busca todavía los ecos de aquella reflexión de finales de los años setenta que planteó por primera vez de manera formal una re-discusión de los argumentos de Mendizábal.
En esas andábamos, cuando en el sexto semestre de antropología social se nos ocurrió la idea de contratar a Carlos Monsiváis y rápidamente convencimos al “comandante” López y Rivas –como apodábamos al director–, que en ese momento habló con Monsi y lo convenció de que aceptara recibirnos en su casa un día de la semana. “Mañana a las once” –gritó el director. Era su forma de hablar–, todos movimos la cabeza aprobatoriamente y una sonrisita nerviosa nos delató. “La falta de títulos académicos no es un problema”, aclaró Gilberto afable, mientras se despedía con cabriolas de admiración. Buena idea. Todos le dimos un apretón de manos y nos fuimos a la cafetería a planear la reunión. Muchos no nos creyeron.
Saliendo del metro Portales, a la vuelta, en Víctor Hugo, una banda como de ocho jóvenes veintisieteañeros de melenas largas y jeans ajustados, más parecidos a una banda de rock que a un grupo de estudiantes, tocó tímidamente en una puerta verde de metal con el número señalado. Un señor de aspecto ranchero nos abrió y nos hizo pasar. Monsiváis era igual que en la televisión, un poco más moreno, muy amable y observador, silencioso. Tenía el pelo blanco y abundante, alborotado como sus ojos pícaros por encima de los lentes. Y, por supuesto, su prominente mandíbula. Su casa estaba al fondo de un conjunto de dos o tres casas, en una de las cuales vivía su mamá. Pasamos a una sala amplia y oscura con las paredes cubiertas de libreros de piso a techo, algunas repisas con doble fila, unos sillones viejos y cómodos al centro y decenas de montones de libros y revistas entre ellos, entre ellos la colección completa de la Familia Burrón. No se puede decir que hubiera algún estilo de decoración, sin embargo había cierta armonía en ese completo desmadre de papel impreso. Destacaban pequeños luchadores de plástico acomodados en los entrepaños de los libreros y dos o tres gatos ni bonitos ni feos que deambulaban cansinamente entre el mobiliario. En otra ocasión visité un cuarto interior donde había dos o tres mesas con de montañas de libros y más gatos, y en las paredes las más famosas caricaturas del escritor –supongo que las originales– prolijamente enmarcadas: Naranjo, Magú, Helio Flores y hasta un Cuevas bastante malito. Pero ese día nos sentamos todos tímidamente en el suelo y pasaron unos largos y pesados segundos de silencio bajo la escrutadora mirada del escritor, que sin embargo ostentaba una sonrisita de simpatía. Me tocó romper el hielo y balbuceé el objetivo de nuestra propuesta que identificábamos como identidad nacional. La cuestión nacional –dijo él-, y nos explicó que la identidad era cosa de los gobiernos, en cambio, la cuestión nacional, es lo que es. Pues que sea, dijimos, y nos comprometimos a conseguir un espacio en la escuela de restauración de Churubusco ese mismo día, que amablemente nos prestó uno de sus salones de clase. El nombre de Monsiváis abría todas las puertas. Yo le hablaba puntualmente a las 9 a su casa para recordarle la clase, nos quedábamos de ver a las 10 y todos llegábamos tarde. Y así, sin demasiada disciplina, nos echamos dos semestres de pláticas monsivaianas una vez a la semana, dizque estudiando la cuestión nacional.
Fueron dos semestres en los que en realidad estudiamos físicamente a Monsiváis, que invariablemente vestía pantalones holgados y una chamarra algo maltratada, todo de mezclilla. Siempre de mezclilla. Llegó a ir con pedacitos de huevo adheridos como una más de sus medallas y realmente carecía de cualquier preocupación por su aspecto. Nosotros no éramos más elegantes y en ese plan disfrutamos dos temporaditas de ese singular encuentro entre estudiantes de antropología y Carlos Monsiváis. “Ya váis”, no me resistía a pensar cada vez que nos despedíamos de rigurosa mano.
La cuestión nacional no pasó de una plática ligera, Monsi se dedicó a contarnos historias de sí mismo y fue un privilegio escucharlo cada vez, externándonos sus preocupaciones, sus lecturas –traía pegado al poeta Kadafis-, su insistencia en la democracia, en el avance democrático, curioso de nuestras costumbres estudiantiles. Estaba fascinado con el sofisticado sistema de robo de libros que existía en nuestra comunidad, cuando le contamos que el Jarochito era capaz de sacar hasta cuatro libros de Marvin Harris –600 pp– de la Ghandi en un solo día: ¿cómo lo hace? –preguntaba tal vez imaginando la cara de su amigo Achard–, “se los mete en la panza”. Claro, de 350 pesos que costaba pagábamos 80. Así como mostraba cierta ansiedad ante nuestra fresca declaración de que no leíamos periódicos, teníamos muchos libros qué leer.
Yo creo que estaba aprendiendo inglés, porque repetía frases en este idioma y nos miraba muy complacido. “Invítenme a sus fiestas”, pidió más de una vez. ¿Cómo cuáles?, pensábamos nosotros. Como yo fui el encargado de la burocracia, fui su chofer en dos prolongadas ocasiones en las que me dio una sopeada sicoanalítica que lo único que me dejó en claro fue mi imberbe juventud frente a aquel organismo sonriente y canoso que no abría la boca en balde. Para decirlo simplemente, el grupo B del sexto semestre de antropología social no daba el ancho, no fuimos capaces de aprovechar a Monsi de una forma más académica. Era cosa de leer sus propios libros y discutirlos con él, o discutir conceptos –como democracia, libertad de expresión–, o discutir autores mexicanos o algo, pero a nadie se le ocurrió. Y en ese aspecto Monsiváis careció completamente de iniciativa, se la pasaba bien así, en el tema libre.
Nosotros éramos un grupo de doce a quince jóvenes de entre 25 y 27 años que usábamos camisas del supermercado, botas de minero y los inseparables “jeans”; cargábamos muchos kilos de libros y fumábamos con la puntualidad de un tic. Yo había leído algunos de sus libros. Nuestras intervenciones eran breves, balbuceantes, pero al menos no nos arredramos para encontrar temas y pláticas que él siempre tuvo la cordialidad de responder. Lo mejor eran sus recuerdos y algunas imitaciones –una de José María Alponte con Echeverría– muy jocosas. Desde mi primera intervención le hablé de tú y fui bien recibido, eso permitió a los demás subirse al barco de la tuteada y lo llamamos Carlos: “Eh… Carlos; ah, Carlos…” Pero en general hablamos poco.
En esos meses de 1984 Monsiváis había publicado algo llamado El desafío mexicano y otro título, publicado también por Océano, llamado A la mitad del túnel, en donde optaba por la democracia como una vía razonable para los mexicanos. Se asumía la presencia del 68, los protagonistas lo asumieron y lo analizaron. Pero nosotros no éramos del 68.
Con Ruth había pasado tardes enteras en un bosquecito de Tlalpan, que estaba por Insurgentes, por la salida a Cuernavaca, atrás de los muebles de tartán. Colocábamos una hamaca y nos poníamos a leer la antología de poesía mexicana de Monsiváis. Había leído A ustedes les consta, Días de guardar y Amor perdido. Decenas de entrevistas en Jajá, TVyNovelas y suplementos de todo tipo. Era un hombre que se las arregló para aparecer en los lugares más insospechados, con su aspecto de personaje de Batman, con su sonrisita congelada, como aquel salón de aquel grupito de estudiantes de la ENAH al que tuvo la tentación de conocer.
De todo lo que he leído de él después de aquella aventura, casi nada tiene que ver con la experiencia académica de Monsiváis en la ENAH, probablemente su única incursión formal en semestres universitarios mexicanos. En un artículo para el suplemento Confabulario que llamó “De la movilidad cultural en México”, en el Universal (7.abr.07), hay un párrafo que se aviene a los contenidos curriculares de aquellos estudiantes que fuimos nosotros. Monsiváis indica que “se inician en las universidades los trámites de la ciencia literaria, que llevan por lo común a cambios y rectificaciones periódicas en los planes de estudio, a celebrar (por “precisos y exactos”) a los esoterismos que no osan decir su nombre y, también, a replantear temas y textos literarios. En el tiempo sucesivo y/o simultáneo de estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas, teóricos de la recepción. Decaen dos “iglesias”: el marxismo y el psicoanálisis que, por otra parte, en la crítica literaria sólo disponían de fuerza tangencial. Crece la perspectiva del feminismo o los feminismos que, por lo pronto, revalúan las escritoras olvidadas (la mayoría). Se inicia todavía con timidez la moda de los Estudios Culturales”.
En otro párrafo de este mismo escrito asienta: “Desde 1980, aproximadamente, la expansión de la industria académica es la presión tomada en cuenta para una revaloración general. Crece la montaña de voluminosas tesis doctorales, la orientación bibliográfica se da hacia las fuentes secundarias, se igualan las técnicas de la interpretación y del comentario, con pretensiones aceleradamente científicas. Y, en la antesala de lo canónico, se atiende a muy diversos autores con la seriedad antes sólo destinada a los clásicos”.
Cuando le hablaba a su casa para recordarle de “la clase” estoy seguro que fingía la voz de su mamá. “Ya se fue”. “Gracias, señora”, yo me deshacía de nervios con la señora, no fuera a ser ella de verdad y nunca me atreví a decirle:
–Ya, pinche Carlos, te caché.
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