martes, 6 de julio de 2010

Nacionalismo y antropología

El nacionalismo es una necesidad de los habitantes de un territorio por definir rasgos comunes que protejan un patrimonio cultural heredado por sus antepasados, sea una lengua, unas edificaciones o simplemente una manera de ver el mundo, es decir, una lengua. El nacionalismo ha sido el pretexto para centenares de conflictos bélicos a lo largo de la historia, pero también el motor para que muchos pueblos hayan podido superar algunos de sus problemas sociales más básicos; ha sido útil para la invención y consolidación de las leyes, la división política y la creación de una abstracta, pero útil, conciencia nacional. Siempre ha tenido como víctimas a las minorías heterogéneas, aquellas que escapan a la homologación por sus propias costumbres, lenguas, edificaciones o, simplemente, por su manera diferente de ver el mundo y sus confines. Un círculo vicioso que arrasa con la diferencia, que empareja visiones, costumbres y habilidades –también defectos- y aniquila, o al menos busca aniquilar, cualquier obstáculo que se interponga en la edificación de su ideal.

Para Roger Bartra, que ha insistido sobre este fenómeno, sin duda el nacionalismo ha contribuido a la legitimación del sistema político, pero se estableció como una forma mítica poco coherente con el desarrollo del capitalismo occidental, típico del siglo XX.

Para algunos estudiosos del nacionalismo en el mundo, que tan bien ha ilustrado el antropólogo argentino Carlos Floria en su obra, la politización de las religiones y la etnicidad constituyen las fracturas más visibles para su sobrevivencia; para otros, el nacionalismo es un refugio frente a las amenazas de la globalización. Sin embargo, todos coinciden en que es uno de los fenómenos políticos más importantes del siglo XX, que persistirá en el nuevo milenio a pesar de sus contradicciones.

El nacionalismo reaparece en los debates sobre migración y sus reacciones xenófobas, así como en los esfuerzos casi desesperados de algunos gobiernos por crear instrumentos jurídicos para preservar a sus minorías étnicas. “Sea como sea, -afirma Floria en Pasiones Nacionalistas - es el mundo el que cambia y su centro es el hombre, no el hecho nacional”. (Floria:12-13)

De ahí que la pregunta esencial que se hicieron los antropólogos de los años sesenta sigue siendo hoy el paradigma del indígena asumido pero a la vez ignorado. ¿Es incompatible la idea de la patria y la presencia de diversas identidades étnicas? ¿Toca a la comunidad mestiza culturalmente esa condición multifacética? Múltiples evidencias de una reacción distinta es la que vemos hoy, cuando, al menos en la capital del país, los funcionarios son obligados a estudiar el idioma náhuatl, los grupos artísticos “mexicanistas” son estimulados por los dineros públicos y se crean universidades indígenas en muchos puntos de la geografía. Es posible palpar que los mexicanos ya no se conforman con un modelo acartonado de “habitantes occidentales” y comienzan a voltear hacia su interior, a su genealogía. El origen de sus padres y de sus abuelos que ya no los sonroja. Incluso el gobierno federal, habiendo abatido la caduca institución indigenista y sus prácticas asimilatorias, divulga mensajes de concordia y comprensión hacia los pueblos originarios. ¿Es el principio de una nueva (o el fortalecimiento de una vieja) identidad?

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