Para Miguel Othón de Mendizábal el problema de la salud implica diversas consideraciones: el cuadro de las costumbres tradicionales, hábitos mentales y normas de conducta, producidas por la mezcla de las culturas indígenas con la cultura occidental, que si bien tuvo buenos resultados en el orden moral, en opinión de él mismo, en el orden práctico resultó dañina para los habitantes originarios, sobre todo respecto a la salubridad.
Producto de hábitos culturales o de su desastroso estado económico, las condiciones sanitarias de los indígenas mexicanos tras la lucha revolucionaria son desfavorables para un crecimiento normal, viéndose paralizados pueblos enteros, desde hace siglos, por las epidemias.
Hacia los años treintas el escenario no era alentador. La gastroenteritis infantil, la enteritis, entecolititis, la fiebre tifoidea, la paratifoidea, la disentería basilar o amibiana, la uncinariasis y la tenia; la gripe, la neumonía, el bocio y el cretinismo, la viruela y la difteria, la onchocercocis, el mal del pinto, la tos ferina, la tuberculosis, el paludismo, la sífilis y la lepra, la rabia y las mordeduras de serpientes, acechan en las aguas que beben, en los alimentos, en los contrastes de temperatura, en su recíproco contacto y convivencia con animales domésticos.
La colibacilosis, se pregunta Mendizábal, “¿no se evitaría en muchos casos hirviendo el agua que se da a beber a los niños, lavándose las madres sus manos para cocinar y los pezones para amamantar, corriendo las moscas...?, es decir, realizando pequeños actos fáciles, que nada tienen que ver con la economía, sino con los hábitos culturales”, puntualiza. (MOM:IV:353)
A diferencia de lo que pensaban algunos antropólogos de la época sobre el hogar indígena, como Rafael Ramírez, quien veía que “en general son pésimos, pues carecen de amplitud y comodidades” (Ramírez:142), Mendizábal pensaba que no era mala, a excepción de la de los seris y los otomíes, “famosos por su pobreza y pequeñez”; en general, dice, la casa indígena de adobe o madera, de techo de palma, de teja o de terrado, es resultado de “una gran experiencia” de las condiciones climáticas e implica una juiciosa adaptación a las necesidades y posibilidades económicas. (MOM:IV:354)
Respecto al servicio social otorgado por el Estado, Mendizábal, aunque reconoce los esfuerzos demostrados en las cifras, veía claramente las estrechas posibilidades de una acción tan limitada. Los servicios coordinados del Departamento de Salubridad, a pesar de haber dado buenos resultados, no se pueden generalizar por falta de recursos. En La Laguna, por ejemplo, dice, se atiende a unos 200 mil individuos que aportan 24 pesos anuales para recibir el servicio, en tanto que el Estado aporta 600 mil, y a pesar de ello y de las excelentes comunicaciones con que cuenta la región, sólo se atiende al 50% de la demanda. Si se pretendiera hacer a escala nacional, calcula Mendizábal, el Estado tendría que aportar 160 millones de pesos, cifra que evidentemente ilustra la imposibilidad de llevarlo a cabo.
Sin embargo, reconoce que es éste el tipo de labor que el Estado debe seguir haciendo al paso que le dicten sus posibilidades: elevar el número de médicos, capacitar a la población rural, indígena o mestiza, y multiplicar en todo el país la apertura de farmacias. Además, es necesario que enfermeras y trabajadores sociales estimulen a los campesinos a transformar “los innumerables hábitos y supersticiones, perniciosos para la salud”, que de manera tan importante contribuyen a agravar el estado de insalubridad. (MOM:II:504-505)
Las condiciones no han cambiado mucho en los últimos ochenta años. Hace nueve meses apenas, como lo informó la Jornada de Oriente el 6 de abril de 2010, una familia totonaca recorrió por casi un mes los hospitales de la sierra norte de Puebla sin lograr que nadie atendiera a su hijo de 11 años que se había quemado en un accidente doméstico. La crónica de América Farías Ocampo no deja espacio a la imaginación, las clínicas no tenían doctores o no tenían elementos de curación o no tenían ganas de hacer nada; los padres del niño no tenían 200 pesos para trasladarlo a alguna ciudad. Tras cuatro semanas de descontrol finalmente fue atendido en el Hospital General de Libres, donde los médicos optaron por canalizarlo a la Unidad Estatal Pediátrica de Quemados, en la capital estatal, donde por fin el infante recibió atención especializada y tuvo alguna esperanza de vida. Pero ahí comenzaba un nuevo calvario. No hablaban español y la unidad carece de traductores. La dirección de la Unidad “tuvo que solicitar a la Comisión Nacional para el Desarrollo de Pueblas Indígenas un traductor que ayudara a los médicos a mantener una comunicación con el paciente quemado”.
“La operación quirúrgica del infante fue auspiciada por el Sistema DIF estatal; sin embargo, los padres tienen que sufragar toda la medicación del pequeño, ya que aunque están afiliados al programa Seguro Popular, no cubre los gastos de los pacientes con quemaduras”.
Por supuesto, el niño quemado en la sierra poblana es un caso aislado de atención médica urgente, pero ilustrativo de las condiciones de la salud pública en las regiones apartadas de nuestra geografía. Nada para brincar de gusto.
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