viernes, 21 de octubre de 2016

Aquí estuvimos un tiempito

No ser poblano es un estigma que sobrevive a lo largo de la vida; si no se nació en Puebla difícilmente se llegará a ser poblano algún día. Lo que no quita que el asimilado ame y admire la belleza y las bondades de Puebla. Para esta niña tlaxcalteca Puebla representaba a la gran ciudad en los años 20 y rápidamente se asimiló, se integró a sus usos y costumbres, a sus placeres y defectos. Pero a la altura de sus noventa años seguía recordando que ella no era poblana. Nunca lo sería. 



DOÑA VIVIANA PALMA

Para empezar le diré que yo no soy poblana, pero me siento poblana, porque tiene muchísimos años que vivo aquí, como desde los doce años que nos venimos con mi mamá para Puebla. Yo soy de Tlaxcala. Nos trajo para acá y aquí acabé de ir a la escuela, después estudié una carrera corta, después me casé, nacieron mis hijos. Y ya después cambia todo, ya cuando uno tiene muchos hijos -yo tuve seis-, uno que se me murió y cinco que viven.

Como le decía, yo me siento poblana.  Rentaba mi mamá un departamento en la 3 poniente, cerca de la iglesia de San Agustín. Ya después nos cambiamos a otro lugar, como al año, por el lado de la 9 sur. La calle era muy tranquila. Cuando se levantaba uno las calles estaban barridas, porque en esa época era obligatorio, al que no barriera enfrente de su casa le levantaban una multa. Y se regaba. La gente mayor, porque yo era niña, se levantaba a buena hora y cuando yo me levantaba para ir al pan, o me mandaban a algún mandado, me acuerdo que estaban las calles limpiecitas.

El cambio de Tlaxcala a Puebla fue un gran cambio. Tlaxcala era una ciudad muy chiquita. Y yo la veía, en comparación de Puebla, mucho muy descuidada. No estaba pavimentada, tenía sus banquetas, muy pintoresca hasta la fecha, pero muy chiquita. No había colonias, se podría decir que la salida de la ciudad estaba en San Dieguito, cuatro cinco seis calles y ya era el final de la ciudad, porque era muy pequeñita. Del otro lado, caminaba uno tres calles grandes, cuando mucho seis, póngale usted, y ya estaba el río Sahuayo.

Mi papá tenía un ranchito que es ahora –creo- la universidad o salubridad, algo así. Ya era la salida. Todavía está esa iglesia que se llama San Dieguito. Al final de esa iglesita había una que otra casita muy humilde y todo, pero eran ya milpas y todo eso. Ahora está irreconocible, poblado y todo.


 Para mí fue muy impactante venir a Puebla, porque ya había muchos coches, las calles estaban pavimentadas, hasta las pulquerías me parecían diferentes, porque me llamaban mucho la atención que les colgaban muchas cositas de papel de china. Por curiosa volteaba a ver y había muchas como repisitas, con sus tarros, las catrinas, que después supe que las hacían en La Luz: unas gorditas con su piquito y como llenas de globitos, así, muy pintorescas las catrinas, como jarros para el pulque. Esas creo eran de a litro, los de medio litro eran unos como vasos largos.

Cuando venimos a Puebla nos venimos mi hermana Josefina, Vicente, yo, mi hermana Cecilia, Olegario y mi mamá, era yo de las de en medio. Yo debo haber tenido como unos doce años. Aquí terminé la primaria y luego hice una carrera corta, comercial, en una academia que se llamaba Guadalupe Victoria. Ya desapareció.

Me acuerdo que cuando llegamos a Puebla, unas primas que llegaron de visita, ya casadas y con hijas, me dijeron: “vamos a una fiesta de graduación”. Fue cuando conocí el cine Variedades, recién llegada. A mí me pareció muy grande, porque el teatrito de Xicoténcatl de allá de Tlaxcala que a mí me tocó era muy chiquito, como el Principal de aquí. El Variedades me pareció un teatrote, grandote.

Cuando nosotros nos venimos no había manera de entrar a la escuela porque creo que no traíamos todos los papeles o algo así, entonces, acababan de expropiar un convento en la 9 poniente y abrieron una escuela con los mismos maestros que habían estado allá en Tlaxcala. Fui a visitar a una maestra y que me vio: “ay, qué milagro, que andas haciendo por acá”. Pues ya le dije, que ya nos veníamos para acá, y que necesitaba entrar a la escuela. “Pero no faltaba más”, que no sé qué y no sé cuanto. Ella me llevó, me matricularon y me dijo: aquí estamos provisionalmente porque esta es una escuela federal. Y me enseñó la escuela, muy grande por dentro, creo que después fue la escuela Pacheco, algo así. Pero por dentro tenía altares y cosas, era de tres pisos y tenía muchos patios.

Dilatamos como un año y luego nos tocó que nos cambiaran de edificio, a la Fray Pedro de Gante, por allá por Las Piadosas, que era donde es ahora la Cruz Roja. La escuela todavía es escuela, pero a nosotros nos tocó el momento en que sacaron a las internas que estaban ahí, porque adelante había otra escuela de hombres, pero esta era de mujeres. Más arriba, donde después estuvo la Maximino Ávila Camacho, fue un internado de hombres, era católico. En la primera visita yo fui de las elegidas y fuimos. Y todo estaba tal cual, los objetos intactos, como estaban desayunando. Todo todo, haga de cuenta que se habían salido al recreo, pero las habían sacado tal vez a la fuerza. Un lugar muy grande. Tenía teatro, un comedor enorme, del otro lado la cocina o algo así. Luego bajaba uno unas escaleritas y estaban los salones, un patio, daba uno la vuelta y era una capilla, con su púlpito, su altar, las vestimentas de los padres, la vestimenta de los monaguillos. Luego del otro lado otro patio, donde fueron ya después los salones. Después había más patios y un segundo piso que no se veía desde afuera, con más dormitorios. Yo creo que de las muchachas que estaban ahí. Por allí había una farmacia, con sus vitrinas y sus frascos que me llamaron mucho la atención. Lleno de estantes y medicinas. Luego una sala de cirugía con su plancha, muy bien equipada. Y luego, más adentro, hasta el final, había patios de hortalizas, lechugas y rábanos, de todo había. Y así, era muy grande, muy grande. Todo se quedó así.


 Como al año nos cambiamos cerca, a la 9 sur, ya no me acuerdo el número, pero estaba a un costado de la Maternidad, lo que es ahora la Upaep. Ahí estuvimos un tiempito, y luego nos cambiamos de ahí para la 5 sur y 5 poniente, junto a la Casa Arrieta, atravesando la calle. Todavía existe, es una casa de tres pisos, antigua, donde se usaban unos como puentes de piedra y tenían una llavecita. Abajo había dos departamentos chicos y todos los de más arriba eran grandes, muy grandes.  Los departamentos tenían sus balconcitos que daban a la 5 sur, pero la entrada era por la 5 Poniente, pero donde yo vivía daban los balcones para la 5 sur. Hasta ahí iban los muchachos a cantarle a una, porque se usaban los gallos.

Después de la misa, fue una época para mí muy bonita, porque ya creció uno y ya estando en la adolescencia, poco más, pues era costumbre ir a misa de 11, porque en las tardes no había misa, nada más había misa a medio día. Salía uno de la misa y se iba uno al zócalo, donde daba vueltas uno al zócalo, las vueltas que uno quisiera. La podía uno dar a la derecha o al revés, al contrario, pero acostumbraba uno ponerse su mejor vestido, se usaba el sombrero, se usaban los guantes, y no porque uno quisiera, sino que así era la costumbre y así los veía uno en los aparadores, que un sombrerito del color de los guantes, del color de los zapatos. Y bueno, pues uno lo veía bien. A mí me tocó esa época. Luego en la tarde se iba uno al cine. En ese entonces estaba el Guerrero y el Variedades, después de dar la vuelta al zócalo o ir a visitar a alguna amiga que estuviera enferma o simplemente recorrer otras calle, al salir del cine, las tortas de doña Meche, era muy conocida doña Meche. No nos las comíamos ahí, nos las empaquetaban. Nos decía cómo las iba uno a querer, las envolvía y ya se iba uno a la casa y se comía uno la torta, o ya llegando a unas calles donde estuviera más obscurito, porque era muy común que todo mundo se iba a su casa caminando. Ya los que tenían mucho dinero se iban en su coche.


Una vez me invitaron a ir a dar una vuelta en un carrote, fue cuando conocí Atlixco. Una familia muy allegada de donde es ahora el museo Bello me invitó. Esa amiguita era amiga de las hermanas del señor y me llevaron a Atlixco. Y me acuerdo que tenían un chofer que se llamaba Pepe. Y llegamos de decía: “señoritas, ya llegamos a Atlixco” Sí, José, dele vuelta al kiosquito. Dábamos la vuelta en el coche, no nos bajábamos, dábamos otra vuelta. “¿Algún otro lugar?”, preguntaba el chofer. Otra vuelta al kiosquito y nos regresamos. Esa era la vuelta dominguera. Entonces a mí me pareció Atlixco lleno de flores, fue una vuelta divertida y novedosa, porque, pues, uno no salía así como quiera.

Volviendo al cine Variedades me acuerdo que la primera vez que fui al cine pasaban una película, en el intermedio de la película había una orquestita que tocaba dos o tres piececitas. Ponían un cartel en la pantalla que decía “Intermedio”, y ya se levantaba uno, si quería uno caminar allí mismo, se volvía uno a sentar y era otra película o a veces era la mitad de la película, si era muy larga. Así era ahí en el Variedades, y en el del portal. Al cine Colonial fui mucho después, ya cuando habían pasado muchos años y me pareció bonito, pero ya no volví nunca más.  Pero siempre decían: “vamos al “Costalito”, donde se supone que sólo iba la gente que soportaba que le estuvieran aventando de cosas y chiflando, porque chiflaban mucho los de gayola, decían. Me pareció bonito. Al principio no tenía tan mal prestigio, pero ya después decían: ”no, ahí no.” Y nos íbamos al Guerrero. Entonces en el Guerrero era lo mismo que en el Variedades.  Ahora es el Teatro de la Ciudad. Esos eran los más comunes en esa época.


 Yo iba al cine con mis cuñadas. A mis dos hermanos chicos los enviaba mi mamá a Tlaxcala, y luego ya después me casé y nunca conocí el Constantino, que estaba en la calle de los Gallos, la 6 poniente. Nunca fui. Yo nomás veía que iba mucha gente, sobre todo hombres, porque ahí había lucha libre, los sábados era día de lucha libre. Ese sí decían que era muy corriente, que la lucha libre, que no sé cuanto, era un cinito chiquito.

Yo siempre tuve mucho respeto para mi mamá, a pesar de que no teníamos papá porque se habían separado. Nos preguntó si queríamos quedarnos con él nos quedáramos en Tlaxcala, y si no nos veníamos con ella. Nosotros escogimos venirnos con ella.  Afortunadamente yo tenía unas amigas que después fueron mis cuñadas, que vivían ahí la misma 5 sur, pero en el 904, o sea entre la 9 y la 11, entonces ellas siempre pasaban por mí, le pedían permiso a mi mamá de ir al cine, de ir a dar la vuelta. Éramos compañeras en la academia.

Después, pues ya tenía unas amigas que vivían por La Paz, por donde estaba el balneario de la Paz, quién sabe si exista todavía en la 9 Poniente, donde está una iglesita y luego, a  mitad de la calle, le pedían permiso a mi mamá, vamos a ir nadar. Eran unas alberquitas chiquitas que tenían una ranita en medio que echaban por la boca el agua azufrosa, nosotros decíamos que olía a huevo cocido. Ahí había unos bailes pero nosotras no íbamos a los bailes, porque decían que era de las sirvientas, que nada más iban las sirvientas y las mujeres galantes, entonces por eso no íbamos. Pero a mi se me antojaba mucho. Si yo hubiera tenido una amiga que me hubiera insistido, “vamos a ese tipo de bailes”, pues yo si hubiera ido, porque a mi me encantaba bailar. Íbamos a los bailes, pero de alguna boda, de algún festejo, de algún cumpleaños, en casas particulares.

Al Carolino fui dos veces. En ese entonces me llamaba la atención ver al señor Vélez Pliego, alto, pero yo no lo veía moreno, sino como verde. Lo veía yo así como verdoso, bueno, un moreno raro. Y lo veía porque era pretendiente de una amiguita. Me invitaron esas muchachas que eran unas hermanas. Vamos, vamos. Eran los sábados o los domingos, en la tarde. Fui un par de veces y se ponía muy bonito. Tocaba una como orquestita lo de moda. Iban los muchachos, pues todos con sus trajes, porque no era como ahora, que son más informales. Iban todos con sus trajes y todos muy peinados. Era la costumbre en esa época porque los domingos y los sábados se ponían su traje y su saco y todo lo demás. Y como a las siete de la noche se acababa. Se acababa temprano. Eran unas tardeadas de las cuatro de la tarde a las siete. Muy sanas tardeadas, muy divertidas. Todo mundo tenía la atención de ir a pedir la pieza, no como ahora que se levanta uno así nomás. En ese entonces no, era muy formal. Y a las 7 de la noche, los músicos guardaban sus instrumentos y eso quería decir que hasta ahí. Pero era un patio bonito. Me acuerdo que sí era un patio.


Había unos bailes muy formales, nomás fui a uno. Blanco y Negro. Iba uno de largo, muy peinado, muy engomado. Los peinados se usaban muy pegados, no se usaba el crepé ni los postizos, sino que se usaban pegaditos, así marcando un ondulado, muy marcado, pegaditos a la cabeza.


Para esto, había muchachas que eran mucho más grandes que nosotras, que en ese entonces tendríamos...estábamos jovencitas, porque nosotros ya veíamos que había muchachas grandes, nosotras todavía nos poníamos un taconcito chico, no tan alto. En cambio ellas iban con unos taconzotes. Esas eran las tardeadas, porque ya los bailes bailes, cuando venía Carlos Campos y Juan Arpeta y muchos famosos, entonces eran en la noche, pero ya no iba yo, porque cómo iba uno a ir a repetir un vestido, a repetir algo. No, ni se sentía uno a gusto, y la verdad a veces ni le daban permiso, porque eran unos bailes que terminaban ya muy noche.

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