miércoles, 12 de octubre de 2016

Cuando llovía bonito y se inundaban las calles

Una costumbre muy poblana es hablar con extrema precisión sobre el número de las calles y su orientación: la 2 poniente; la 8 norte, que en ocasiones se convierten en un entresijo de nomenclaturas incomprensible para el escucha, pero sumamente importante en el sentido de sus relatos. No es el caso de don Juan Manuel Brito, pero su recuerdo guarda esa preocupación, además de los sutiles detalles que un hombre cultivado como él es capaz de evocar con la sustancia extraída de su memoria.



DON JUAN MANUEL BRITO

Yo nací aquí en la ciudad de Puebla, en la calle de San Martín número 8, o sea, actualmente la calle 5 de Mayo número 208, entre la 2 y la 4 Oriente. Mis padres, Luis Gonzaga Brito Roldán y Virginia Velázquez Fernández, los dos poblanos, nacidos en Puebla ambos y de familias poblanas, ya que mi abuela paterna, doña Felicitas Roldán de Brito, vino de México y mi abuelo, Pedro Brito Herrera, nació aquí en Puebla. He tratado de investigar un poco más allá pero no he encontrado muchos datos. De eso hace ya más de cien años.

De mi primera infancia, aunque yo nací en la calle de San Martín, mis primeros años vivíamos en la misma 5 de Mayo, pero en la casa 1403, antigua calle primera de San Juan de Dios, entre la 14 y 16 Poniente. Era un barrio del primer cuadro de la ciudad, en la esquina, la Iglesia de San Juan de Dios, que pertenecía a la parroquia de San José, ahí muy cerca, a tres calles; era una ciudad tranquila, todavía medio recuerdo las calles laterales. La 5 de Mayo estaba pavimentada hasta la 18 Oriente. Pero las otras, la calle de las Bellas, que se llamaba, la calle de Calceta y otras que generalmente recordaban a algún poblano o algún héroe o no héroe que vivió en esas calles, o que se distinguió en alguna forma por hacer el bien o por tratarse de alguna leyenda, como la calle de don Juan Manuel, que tomó la leyenda de México y la pasaron para acá. Había calles muy interesantes, como la calle del Ladrillo.

Nosotros fuimos nueve, cinco mujeres, cuatro hombres. De los hombres sólo vivimos dos, el mayor José Luis y el que me seguía a mí, murieron, y mis hermanas también murieron. Luis murió como de 14 años, Eduardo como de quince años y la hermana murió de doce años, yo tenía 14 cuando ella murió, María Elena.

De los parientes me acuerdo de la muerte de mi abuela paterna, que murió a los 92 años de una pulmonía fulminante, pues en aquellos años no había -eso debe haber sido en 1930-, no había los medicamentos que hay ahora. Yo la acompañaba diariamente a misa, ella se apoyaba en mí, ya estaba grande, y pues le dio una pulmonía en enero y murió el día 10. Esa muerte me impactó bastante.

Mi abuela fue más bien del lado conservador, ella no sé si tuvo un hermano o primo Roldán, que primero estuvo en el colegio militar y fue de los defensores de México contra la invasión americana. Después murió el muchacho siendo militar todavía y yo ya no lo conocí, pero mi abuela me contaba de él y de su época.
De don Porfirio Díaz, por lo que recuerdo, pensaba que había sido un buen gobernante, pero ella, sobre todo parece que tuvo amistad con familia de los Miramón, de Miguel Miramón, porque ella tenía algunos documentos, la carta que está en El Alfeñique, que escribió la víspera de ser ejecutado, dirigida a Concha, su mujer, y al pueblo de México. Yo la tenía por ahí copiada, porque es una carta que me gusta mucho por su sinceridad. La víspera de ser ejecutado él dice que quiere que lo perdone Dios y que lo perdone el pueblo mexicano porque no es, como dicen, un traidor, y que no quiere tener el nombre de traidor, “que se borre tan fea mancha de mis hijos.” Eso a mi siempre me ha impresionado. Esa carta la tuvo mi abuela ¿por qué? no sé, ella la dio al museo cuando se fundó, porque tenía amistad con los Ochoa, don Tomás y Moisés, Tomasito Ochoa, de los que vivían ahí entre la 2 Oriente y el río. Mi abuela había sido maestra de letras y había tenido un grupo en el que figuraban los Ochoa, el doctor Andrés Anaya, ya murió hace tiempo, y algunos otros, pero en una forma particular; enseñaba primeras letras y además en su casa. Su nombre era Felicitas Roldán Guerrero. La abuela paterna.

De la abuela materna puedo decir que ella era Pascuala Fernández de Velázquez y más bien se inclinaba por los liberales, a diferencia de la paterna. Claro que entre ellas eran amigas, se llevaban bien, se respetaban, pero una era conservadora, la otra era liberal. Las dos muy buenas personas y mi abuela paterna también con algo más de cultura, como podría tenerla una mujer en esa época en que no tenían mucho acceso a la cultura, pero ella dibujaba, tenía muy buena letra, en fin, era una mujer culta en su época. Cuando muere mi abuela fue una muerte que me impactó y yo la recuerdo como una mujer muy buena y muy estimada, era pariente de unas rubiecitas, María y Manuelita Bravo, que yo creo que algo tuvieron que ver con los Bravo de Nicolás, era puestas, muy habilidosas, solteras las dos, yo me acuerdo de ellas ya muy grandes, cuando era niño y murieron pronto, no sé más de ellas.

Mi niñez fue bonita, tranquila, le decía yo que vivía en el barrio de San Juan de Dios. Había tres casas en esa calle, y nosotros teníamos dos o tres balcones, uno de la sala, otro de la recámara; era una casa antigua, todavía está ahí pero ya un poco reformada. Existe el patio arriba, con su corredor, pero ya no está como estaba, me he dado algunas vueltas para verla. Nuestra cuadra era una calle de gentes amigas, se vivía la vida de barrio y de conocidos, enfrente había una tiendita que vendía dulces, desde macarrones de a centavo, camotitos, anisitos; despachaban de a centavo, de a cinco. Era la moneda que teníamos nosotros, nos daban de domingo cinco centavos y nos alcanzaba para varias compritas sencillas. Ya con diez, quince centavos nos sentíamos más ricos. La dueña de esa tiendita era Carito, que se llamaba Carolina y había sido “gente bien”, todavía cuando yo la conocí ella se vestía con sus enaguas largas, como las de las fotografías que vemos de personas de la época de don Porfirio, con su camisa alta hasta el cuello, con su bordado. Muy limpia, le decíamos Carito, y nos regalaba a veces dulces, tenía amistad con toda la calle y casi con toda la zona.

La misa era en San Juan de Dios, ahí fui monaguillo, fue el primer lugar donde aprendí, no sólo ayudar en la misa, sino a recoger las limosnas, ayudando al padre, al final la entregaba y después me iba a mi casa. Cuando me iba bien me daba diez o quince centavos a la semana, si no, no me daba nada. Ya después subí de categoría porque fui algún tiempo monaguillo de San José, la parroquia. A mí me bautizaron en el sagrario, porque la calle de San Martín pertenece a esa parroquia, ya a mis hermanos, los menores que yo, les tocó San José como parroquia. Subí de categoría porque la iglesia de San Juan de Dios era más sencilla y la parroquia tenía más vida como parroquia, más misas, más gente, más de todo. No era lo mismo una iglesia que tenía nada más dos misas, a la otra que tenía cuatro, seis los domingos, cambiaba la cosa. Sigue siendo más importante actualmente, más San José que San Juan de Dios. Recuerdo que me impresionaba y me gustaba ver el retablo de San Juan de Dios, bonito retablo, barroco chirruguera, blanco, de eso no hay mucho aquí, blanco con doradito, porque los retablos blancos aquí no son muy comunes, son más bien dorados, como los de Santa Catalina y otros.



Me acuerdo en mi niñez de la ciudad de Puebla, el Paseo de San Francisco, muy bonito paseo. Sigue siendo más o menos el mismo, pero entonces tenía el río, del lado poniente estaba el molino de San Francisco, estilo un poco morisco, y luego había campos de labor hasta San José, de tal modo que había un gran espacio. Muchos árboles, entre la 18 Oriente y la 8, donde estaba el puente de El Alto y la salida a Veracruz, traza antigua de la ciudad.

Mi papá era un empleado de comercio, siempre muy trabajador, muy buena persona, muy honrado, muy estimado, muy decente. Todos lo conocían, le llamaban señor Brito; él iba por la calle: “muy buenos días, muy buenos días”, saludando con su sombrero. Vecinos, tanto de las cercanías de la casa como de su trabajo lo saludaban. Atendía como trabajo una tienda de ropa, primero con los franceses, El Palacio de Hierro y cosas así, después en la Ciudad de México -se llamaba así-, en La Primavera; luego la fábrica de La Leonesa. Como él sabía del comercio de tienda y de ropa, le encargaron que pusiera una tienda y abrió primero La Fama en el portillo de un mercado, y mi papá les sugirió que podían abrir otra en un lugar mejor, entonces escogieron el Portal Hidalgo, y ahí abrieron una tienda de ropa. Era en aquella época también el Portal bastante comercial, entonces ahí estaba Salazar, que era de ropa -todavía está-, y algunas tiendas. Pusieron La Fama y les dio resultado, después hubo oportunidad de fundar otra más grande, porque el local era chico, abajo del hotel Royalty, y la fueron a abrir frente a La Santísima, donde ahora hay un estacionamiento. Esa era La Fama, tenía sus bodegas de telas y una gran parte de aparadores, una tienda bonita que él organizó y llevó. Después de su muerte se acabó la tienda, pero de ahí salió otra tienda para México, también para vender telas de la fábrica. Pero no sólo vendía telas de la fábrica sino otras cosas, una tienda de departamentos. Le gustaba poner el aparador, ya sea que él lo hiciera o que llamaran a un aparadorista para que estuviera todo bien presentado, creo que cambiaban cada semana de aparador para darle vista. Sí, mi padre fue una gente muy trabajadora, honrado. Muy apreciado y todo.

Yo hice mis estudios de párbulo con las madres teresianas donde se trataba de iniciarse en las letras. En ese colegio San Luis, que está en la 5 de Mayo entre la 8 y la 10 Oriente (donde después estuvo la secundaria Venustiano Carranza un tiempo, luego creo que estuvo también el Benavente unos días), es un edificio que fue en tiempos de la colonia el colegio de San Luis, que hicieron los padres dominicos, tenían donde está la iglesia, lo que es su atrio, y luego hacia el norte toda la manzana y otra más, donde fue y aún está el mercado la Victoria. Todo eso fue el convento dominicano, que después en 1967 -por ahí-, lo destruyeron, lástima, debe haber sido un convento semejante al de Oaxaca. Así debe haber sido éste, pero lo destruyeron, nada más quedó eso, hay un patio ahí, no es del mismo estiloaxacaOasx
, es otra cosa, pero todavía queda algo ahí.

Esos colegios que tenían seminarios los acabaron, ese dominico yo creo que era uno de los mejores, queda otro, pero más chico, allá en la 18, donde están los dominicos también. Pero el de aquí era bueno, y no he logrado yo ver en algunos grabados de la época cómo era, pero desde luego que sí era todo lo que fue el mercado la Victoria, era una cosa grande. El mercado la Victoria, que no era mercado, estaba integrado al cuerpo del edificio que medía dos manzanas completas. Todo eso se perdió, lo derribaron, no quedó casi nada. Menos mal que sí quedaron las iglesias, con la capilla del Rosario, las dos capillitas de mixtecos y naturales que están en el atrio, pero sí debe haber sido eso muy bonito.

Y entré a la primaria del Oriente, ahí hice primaria, secundaria y casi preparatoria, digo casi porque, aunque cursé la mayoría, resulta que eran tiempos de persecución religiosa, todavía, y el colegio no estaba reconocido, así es que cuando yo salí, para pretender entrar a la universidad, no tenía papeles oficiales, no valían mis estudios. Tengo por ahí certificados de todos mis estudios del Oriente, pero no tenían validez, no estaba incorporado ni reconocido. Era jesuita.



Los jesuitas tuvieron muchos colegios aquí: el Hospicio, frente al gobierno del estado, también en el Paseo, San Javier, que era para indios, San Ildefonso ahí frente al gobierno, es todo lo que era el Hospicio, ese edificio. Cuando expulsaron a los jesuitas, antes de la independencia, por 1767 ó 68, suspendieron la Compañía de Jesús en todo el mundo, y entonces los bienes de la Compañía pasaron al gobierno y ahí establecieron otras instituciones. Bueno, pues yo estuve con los jesuitas, luego ellos hicieron, donde fue el Instituto Normal, en la 11 Sur, el colegio católico del Sagrado Corazón. Ahora ya le borraron las letras que estaban hasta hace como un año, ese colegio se los quitaron allá por 1927, 28, y ellos abrieron su colegio en la Avenida Juárez, donde estaba Teléfonos de México. Tiraron el edificio, que fue de la familia De la Concha. Ahí está la fachada y yo conocí ese edificio estilo francés por dentro, sus decorados, y daba hasta la otra calle, de la 5 Poniente, era grande ese edificio. Ahí pusieron la preparatoria, mientras que la primaria la pusieron también en la Avenida Juárez, esquina con la 15 Sur, donde estuvo después el Sanatorio del Río. Después la primaria la pusieron en la 9 Poniente, donde hoy está la Upaep, ahí construyeron el nuevo edificio para la primaria, me tocó llegar a estrenar ese edificio, en 1930 debe haber sido. Eran cuatro salones nada más, el patio, desde luego sin pavimento y sin nada, donde jugábamos y el bañito de atrás que no era del colegio, pero se lo prestaba don Luis Gómez, que fue dueño del terreno donde hicieron el colegio. Eran tiempos de muchas restricciones y persecuciones, pero entonces los jesuitas comenzaron otra vez, hicieron los cuatro salones, luego los de arriba, luego los de enfrente. Después ya se fueron adonde están ahora, al Instituto Oriente... pero a mí me tocaron los diez primeros años.

Cuando fui estudiante vivía yo ahí en San Juan de Dios y el Colegio Oriente estaba donde está la Upaep y hacía mis cuatro viajes a pie. En tiempo de aguas -que llovía más que ahora porque había más bosque, ahora que se los han acabado ya no llueve mucho y creo que estamos cada vez peor-, pero entonces llovía bonito y se inundaban las calles. Atravesar el Paseo corriendo, cuando regresábamos para entrar en la tarde al colegio, era una aventura que nos gustaba. Recuerdo que alguna vez granizó y ahí vamos por el Paseo, levanto la cara y se me estrella un granizo en el anteojo. Lo rompió.

Para entrar a la universidad tuve que pagar a título de suficiencia desde la primaria, la pagué en la Escuela Tipo, pre-vocacional. Ya habían sacado primero mi certificado de primaria, comencé a pagar en la secundaria Venustiano Carranza toda la secundaria, y ya después ingresé a la prepa de Puebla. Como ya tenía una cierta formación, con eso llegué a la universidad. Entré a la Escuela de Derecho. donde hice mis estudios de Derecho y donde me tocó ser de los que luchamos por la autonomía.

En la juventud de mi época había de todo. A los preparatorianos nos daba temor ingresar ahí, no sólo por la novatada, con la rapada y algunos guasas un poco pesaditas, lo metían a uno en la fuente, pero eso era natural, si uno quería llegar allá tenía que aceptar. Y ya después uno era de los que andaba haciendo lo mismo. Pero era muy respetable el Colegio del Estado, tenía una tradición de cultura y de buenos alumnos, la mayoría de los profesionales de aquí de Puebla habían estado ahí, eran buenos, eran reconocidos, tanto los de Medicina en el hospital, donde tomaban sus clases, como los de Derecho, los ingenieros; teníamos una buena preparatoria, recuerdo yo a los maestros Sáenz de Miera; estaba Antonio, que después se fue a México, estaba el otro, Fernando, muy respetable, creo que era filósofo, eran hermanos. Y bueno, pues ahí tuve que sufrir la rapada cuando entré.



Yo hice todos mis estudios de la universidad en el primer patio del Carolino. Difícilmente íbamos a los otros dos patios, éramos pocos, relativamente; los de Medicina recibían algunas clases ahí, pero la mayoría en el hospital, los de Química algunas clases. Y otros en el segundo y tercer patio, los de Odontología, entonces hicieron esa entrada modernista, tan fea que hay del lado de la 3, para independizar la Facultad de Odontología.

Me acuerdo que iba los sábados en la tarde y el domingo desde luego. Le pedía autorización al prefecto, señor Sánchez, para que me dejara pasar a estudiar y estaba toda la universidad solita, uno escogía para pasearse, como el corredor tan grande de arriba, podía uno ir leyendo sin temor ni a tropezarse, ni a nada. Un silencio absoluto. Se encontraba a unos cuantos alumnos, pero no más de cinco en todo el edificio. La biblioteca de la universidad era La Fragua, ya después abrieron otra, Nacho Ibarra abrió la hemeroteca y algo de biblioteca, pero la biblioteca era la Fragua, que tiene hasta adentro su entrada. Ahí llevaron todos los libros que rescataron de los conventos de Puebla, los que no tiraron, porque se dice que había conventos que vaciaban en carreta y se llevaban a tirar los libros y las bibliotecas de los conventos a la basura. Lo que se pudo salvar estaba ahí, y estaba el frente de la biblioteca don Delfino Moreno, era un humanista, poeta, escritor y conocía bastante de bibliotecas. Había otro que era el que le seguía, también había sido seminarista y daba clases de latín en la propia universidad, porque en ese entonces desde la prepa se estudiaba latín. Había inglés, francés y latín y aprendíamos algo, nociones, no alcanzaba para mucho. El latín servía para leer directamente derecho romano.

En mi época, como ahora, también había buenos y malos estudiantes. En los jóvenes había de todo, había quien se iba a la biblioteca -los menos-, otros que se paraban allí afuera, en la calle, entregados a la ociosidad, inventando algunas guasas, algunas cosas, juegos y en ocasiones hasta detener vehículos por cualquier razón. Entonces estaba un jardincito frente a iglesia de La Compañía, ahí también estaban los jóvenes; habían puesto ahí la estatua de don Melchor de Covarrubias, el fundador del Colegio del Espíritu Santo, y era motivo de guasas: lo vestían, le ponían su carrete y su sombrero. No pasaban a mayores, pero...  En los Sapos estaba el callejón, pero no había nada, era un lugar muy tranquilo, estaba el jardincito de los Sapos y el Callejón de los Sapos, luego estaba el río, ahí se cerraba. El puente estaba hasta la 9 y en la avenida Ayuntamiento, que se llamó Maximino.

Hablando de Maximino, yo estudié cuando estaba Maximino Ávila Camacho de gobernador. Una vez que me recibí, me nombraron Director de la Comisión de Turismo de Puebla, que era una institución colegiada, la primera que hicieron, pues contaba con representantes de la Cámara de Comercio y de la Industria. Y a mí me llamaron para que fuera el gerente de esa comisión; era un empleo, ya estaba recibido, el primero que tuve, porque yo había sido... me señalaban como católico, y lo era, lo soy, yo nunca di la espalda a eso. Yo iba a misa en La Compañía, me veían tanto maestros como alumnos y yo fui, siendo estudiante, fui presidente de la Federación Estudiantil Poblana, que era una institución de tradición que representaba a todos los universitarios, a los estudiantes de todas las facultades. Cada facultad, cada escuela tenía su directiva y la FEP era general, sobre todos ellos.

Entonces estaba de moda el Partido Comunista y había comunistas, había socialistas, más moderados que los comunistas, y yo fui amigo de todos ellos. Saturnino Téllez era el presidente del Partido Comunista en Puebla, y hacia sus manifestaciones, era buen orador de extrema izquierda, en la época del Partido Comunista de México cuando estaba bien. Ahí en la universidad yo llegué, católico y todo, y no lo oculté, y tuve la oportunidad de platicar con él y nos hicimos amigos. Total que, en esa época, en lugar de tener enemistad y pleitos, éramos amigos, tomábamos café, platicábamos y cada quien trabajaba para lo suyo.

Los políticos eran en una época Carlos I. Betancourt, puesto por Rafael Ávila Camacho, todavía, y el cacique de todos era Maximino Ávila Camacho, él mandaba en la universidad. él nombraba rector, no había autonomía. Al rector lo nombraba el gobernador del estado, ya después el rector nombraba a los directores de escuelas y facultades, pero todo eso lo hacía con el acuerdo del gobernador. El rector era un servidor del gobernador.


Nosotros, en mi época, cuando fui presidente de la Federación Estudiantil Poblana, luchamos por la autonomía de la universidad, que consistía en que ya no nombrara el gobernador al rector. No se consiguió en mi tiempo, sino después, en uno que siguió después de mí, Arellano Ocampo, al que le tocó la autonomía. Antes que yo ya habían venido pidiendo y luchando por la autonomía Manuel Cubas y Maza, un abogado que creo que vive, ya está grande. Él luchó bastante, era orador, se echaron sus discursos en el Zócalo y toda la cosa, era una lucha abierta de estudiantes valientes, como siempre los ha habido, valientes. Manuel Cubas y Maza no es poblano sino de Huajuapan de León, que entonces venían a estudiar a Puebla pues allá no tenían universidad y venían a estudiar del estado de Oaxaca, de Chiapas y de todo el sur, todavía vienen.

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