viernes, 28 de octubre de 2016

Sabíamos que seríamos ferrocarrileros

En casa de don Alfredo Flores y Palacios se respira un ambiente gremial y tal parece que se escucharan los estruendos metálicos de los cambios de vía, de los émbolos que detienen las enormes ruedas de acero de las máquinas de ferrocarril. A pesar de su edad, no es difícil imaginarlo vestido con la parafernalia del conductor que se asoma por la ventanilla de la locomotora, aunque tal vez pueda ser confundido con otro maquinista idéntico a él, vestido con el mismo patrón y empleado de la misma empresa ferrocarrilera: su hermano gemelo. Por eso don Alfredo habla frecuentemente en plural, en su nombre y en el de su hermano.



DON ALFREDO FLORES Y PALACIOS

Nací en Oriental, Puebla, junto con mi hermano Gabriel, porque somos gemelos. De los mismos apellidos. Oriental está cerquita de Libres, está muy feo, pero yo le digo que es el rinconcito más bello del vergel poblano, una manera de hacerle mofa, porque es un pueblo de mucha arena. Normalmente así nos dicen a las personas que nacemos allá. Le voy a aclarar a usted que nosotros nada más nacimos y como a los 5 o 6 meses, se vino mi papá para acá a Puebla y ya no volvimos a salir. Mi papá estaba en Oriental porque es un centro ferrocarrilero, mi papá también era ferrocarrilero. Un centro ferrocarrilero mucho más grande que Apizaco, que Orizaba, que sólo eran troncales. Oriental era importante por el flete que se movía. Antes, hace sesenta, setenta años que yo tengo, pues no había tanta infraestructura de carreteras como la hay ahora, entonces el peso del flete se movía por el ferrocarril. Mi papá era conductor de trenes.

Nosotros los que trabajamos en transportes, tenemos que ir a donde nos necesite el Ferrocarril o, en su defecto, acomodarnos ya cuando tenemos determinados derechos,  años de antigüedad, en la plaza donde más nos convenga. Por ejemplo en México o aquí en Puebla. Pero si hace falta personal en Jalapa, a Jalapa, si hace falta en Oriental, a Oriental. Y los que ahí vivían, como mi papá, tenía sus corridas asignadas.  Normalmente los trenes completos de fletes se corrían en la noche. Esa fue la razón por la que fuimos a nacer allá en Oriental.

Llegamos a Puebla, me imagino que a la casa de mis abuelos, que estaba en la 2 poniente 507, muy cerquita del templo metodista, entre la 5 y la 7 Norte. De ahí, como es natural, mis papás tuvieron que buscar una casa para la familia que apenas empezaba. Nos fuimos a vivir a la 2 Poniente 501, dos casas de por medio.

En esos tiempos un ferrocarrilero vivía bien. Por ejemplo, en la locomotora veía usted al maquinista con su traje de mezclilla, que era el uniforme, pero ya que estaba aquí de descanso, andaban trajeaditos, si iban de café, desde el sombrero hasta los calcetines cafés, corbata café. Muy bien vestidos. Eran gente adulta, la mayoría mayores de cuarenta. El ferrocarrilero se significaba porque le pagaban al bien en comparación con otras empresas. En Puebla lo textilero. Y mi mamá alcanzó a ver cómo a mi papá y a otro tío, que era maquinista, les pagaban con bolsas de plata, en lugar de billetes, bolsas cerradas. Por decir mil pesos: mil pesos, se los daban en plata.

De niños, como éramos chiquitos –siempre hablo en plural-, pues íbamos creciendo y creciendo. Vivía con nosotros una tía de mi papá, una viejita, que era la que complementaba a la familia. Y siempre con una muchacha que ayudaba a mi mamá, como éramos dos. Mi papá viajando. Fuimos a la escuela, al instituto Iberia, que estaba en la 2 poniente 701.

Desde muy chiquitos nos dimos cuenta que seríamos ferrocarrileros, pero estudiamos igual. Mi papá siempre nos llevaba a los ferrocarriles, de servicio o descanso, o nos llevaba a viajar con él, como era Conductor de un tren de pasajeros, nos sentaba ahí en un carro de primera y vámonos; luego el regreso. Allá dormíamos con él, por ejemplo, en México. Después de primaria, en el Instituto Iberia había una carrerita corta que se llamaba Comercio, la ciudad era tan pequeña que el comercio era, me imagino, como ahora un bachillerato, algo así. Le daban a uno correspondencia, inglés, taquimecanografía. Nada más aguantamos un año, nos salimos y, a escondidas de mi papá, como nos conocían desde chiquillos (llevábamos a los jefes papeles que mi papá les enviaba para no subir escaleras, “llévale esto” y ya nos conocían), hicimos nuestra solicitud; se lo confieso a usted con algo de rubor, la firmamos en su lugar, porque él, debido a que el trabajo de los trenes es muy sufrido, no quería que fuéramos ferrocarrileros.  Y como tuvo oportunidad de darnos una carrera, pero la rechazamos, pues menos. Tenemos otro hermano que nos sigue, ese sí aprovechó. El ferrocarril le gustaba de otra forma.  Ese es ingenieros, entró a petróleos y ahora está jubilado. Él en cierta manera aprovechó, pero yo no me arrepiento, hice el trabajo que me gustaba y mi hermano por lo consiguiente.


 Nunca reprobábamos, íbamos en tercero, en cuatro, quinto, sexto: igual, igual, igual; llegamos al ferrocarril, llegamos a los mismos puestos y llegamos trabajar igual. Ahí nos jubilaron. En el ferrocarril no admitían con menos de 18 años, entonces a esa edad entramos en 1950 y yo salí en 1990, cuarenta años, mi hermano se pasó otro poquito más. En ese entonces, para ser derechos, entraba uno a los puestos más bajos. Nosotros entramos al taller mecánico donde se estaba necesitando personal y ya estando adentro cambiamos de especialidad. Era más fácil que entrar directamente a Transportes. Transportes era el departamento mejor pagado para las personas que ya estaban trabajando que al que iba a entrar de la calle. Lo poco que se me llegó a pegar de Talleres lo aproveché, aprendí las medidas en pulgadas, el nombre de las llaves, etcétera, porque estuve siete años, mientras había oportunidad de pasar a Transportes. En el intervalo me casé.

No sé como decirle a usted. Mi esposa es amiga de una de mis hermanas desde entonces. Casualmente, en una ocasión la fueron a visitar Alicia, mi esposa, otra amiga de ellas y otra más, que ya es difunta, a la casa de usted; vivíamos en la 4 Poniente. Ahí nos fueron a conocer y ahí Alicia se aprovechó conmigo y la otra amiga con mi hermano. Así fue como llegamos al matrimonio.

Mientras estuve soltero teníamos la residencia en la casa. Ya casado, me pasé a Transportes y fue cuando ya tuve que empezar a salir, etcétera. Cuando llegué a mi puesto de maquinista llegué al cielo. Cómo le podría hacer yo una comparación, me imagino que es como un aviador que se sube a su avionzote. Siente una satisfacción tremenda, un trailero que lleva un carrazo atrás bajo su responsabilidad. En este caso, hago mal en decir esto, pero se me hacía más importante porque llevaba un chorro de carros atrás. Era vía angosta, pero ya que se hizo en escantillón más ancho, la vía ancha, vinieron los trenes más pesados, las máquinas más grandes, y fácil noventa, cien carros, ciento diez. Usted se volteaba y no veía la cola.

Los mismos amigos míos eran los de mi hermano y viceversa. Siempre nos complementábamos. Aparte de que teníamos amigos, siempre nos buscamos el uno al otro, porque somos gemelos idénticos. Y las personitas que nacen así, en el mismo parto pero, que no son iguales, vulgarmente se les llama cuates, y puede ser niño o niña, o si los dos son varones pueden no parecerse. Nosotros somos idénticos. Una relación que sería difícil de explicar porque no nací solito, si hubiera nacido solo sí vería la distinción, pero yo me acostumbré desde los primeros recuerdos, siempre con mi hermano, mi hermano, mi hermano, pegados. Nos vestían igual y todo. Cuando vivíamos ahí en la 2 Poniente y se enfermaba uno de los dos, luego luego llevaban al enfermo a casa de los abuelos. Al rato, ahí viene de regreso. Ya estaba enfermo el otro también. Nos enfermábamos igual, aunque nos separaran y todo. Ya más grandes, en especial, íbamos al Paseo Bravo. Había juegos en lo que ahora es el Acuario, había un parque con columpios, escaleras, subibajas.

La plaza de toros de Paseo Bravo estaba en lo que ahora es un conjunto de casitas, que es en la 5 poniente, entre la 11 y la 9 pero, me parece -yo ya no me acuerdo- que era de madera, por lo que oía platicar a mi papá o mi abuelo, porque mi papá visitaba al abuelo o mi abuelo visitaba a mi papá. De la que sí me acuerdo es de la plaza de toros por donde ahora está la UPAEP, que ya era de puro cemento.

Después fuimos a dar a la 11 Norte, a una casa que le decían en ese entonces “de cuatro pisos”, no sé si la llegó usted a conocer, de mampostería, de piedra. Y era la casa más alta de Puebla en ese entonces, cuatro pisos. Ahí fuimos a vivir al segundo piso y de ahí se pasó mi papá a la 4 Poniente 908, en la calle que entonces se llamaba el Mesón del Sol, entonces todas las calles tenían nombres así, aunque ya empezaba la nomenclatura nueva, ponientes y orientes.


 En Puebla no había mucho a dónde ir. Las diversiones eran los bailes en El Retiro, en la Paz, con orquestas buenas. Los Bombines Negros, luego estuvo Pancho Vidal, orquestas poblanas tipo Ramón Márquez, Luis Arcaraz; claro, más modestas, pero muy buenas, no con el renombre de aquellas. Esa era la manera de divertirse con la novia, no había otra cosa. Luego, a entregar a la novia a las 9 de la noche, imagínese. Mis hermanas tenían que llegar a las 8 y media, nueve de la noche. Si vieran ahora que las muchachas andan a las doce de la noche, una de la mañana como si nada, mis papás se volverían a morir de la impresión.

Mi papá era muy condescendiente, como él también fue joven. La que era más estricta era mi mamá. Mi papá era muy liberal con nosotros, con las mujeres no, pero a nosotros sí, no nos jalaba la rienda.

Cuando estábamos en el taller terminábamos nuestro turno a las tres de la tarde. Llegábamos a la casa y al baño, a comer y ya teníamos toda la tarde libre. Del diario había que andar de trajecito, muy elegantes. La ciudad era otra, estábamos tan acostumbrados a la quietud que no había otra manera de disfrutarla. Entre semana se iba uno al cine, para pasar el tedio de la tarde. Porque al otro día temprano a las siete entraba uno a trabajar.

La ciudad de Puebla está creciendo, no es la ciudad que yo conocí, en la que me crié. Está tremendamente grande, sobre todo al sur. Es la consecuencia de la modernidad, de que está creciendo el país, somos más gente. Cuando era chamaco éramos veinte millones de mexicanos. Me acuerdo de la cifra porque había un eslogan de una cerveza o un jabón que decía: “20 millones de mexicanos no pueden estar equivocados”. Se me grabó eso. Ahora somos más de cien millones, ya creció el país cinco veces más como consecuencia de la explosión demográfica. Salimos a pasear con mi hija, mi señora, el nieto. La veo muy agitada, muy agresiva, en particular me refiero a las personas que manejan. Yo siempre tuve mi carrito pero se manejaba muy calmado. Ahora es una agresividad de los volanteros que le avientan a usted el carro, pitan con la bocina. Eso lo vi en los principios cuando empecé en México. Me decía para mis adentros: “por qué tanta prisa”, pero México era tan grande, necesitaba más rapidez y todo, y ahora la que le sigue es nuestra ciudad.

Mi papá era conductor que alguna gente confunde con el maquinista. Está un poco alrevesado porque el que conduce se supone que es el que lleva los controles, pero así era aquí. El que llevaba la máquina: maquinista; su ayudante fogonero, que se encargaba de alimentar la caldera de vapor, que a mí me tocaron todavía. Originalmente se alimentaba con leña, luego con carbón de coque a principios de siglo. Ya cuando introdujeron el petróleo para la combustión, ya se usaba petróleo crudo, mal llamado chapopote, con eso se alimentaba la caldera, el fogón. Se calienta a determinada temperatura, a que quede aguadito, muy ligero, porque el crudo es muy espeso, se calienta con el mismo calor de la caldera, pasa a un quemador y con el mismo vapor se levanta y llena todo el fogón de lumbre. Es para hacer el vapor. Bueno, ese era el fogonero.


 El conductor. En un grupo pequeño siempre debe haber una persona que dirija, en este caso el conductor era el jefe del tren, y actualmente sigue siendo el conductor. Todos los demás empleados, en lo que se refiere al trabajo, al tren -y nada de caprichos de “veme a comprar unos tacos”-, el conductor era el jefe, el que daba las órdenes más apropiadas, “vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro, vamos a agarrar carros, vamos a dejar carros”, todo lo que se refería al movimiento del tren.

Se llevaba aparte dos garroteros, y si se excedía el tren de 45 carros, estaba en el contrato que por cada quince carros más se pusiera otro garrotero.  El trabajo del garrotero era revisar que fueran bien los aparejos de tracción, cuidando que no hubiera piezas sueltas, fierros arrastrando y retrancas; le llamaron garrotero porque entonces los carros frenaban con aire, como ahora, pero cuando está solo el carro que no tiene aire puesto, tiene un volante que por medio de cadena pega las zapatas contra las ruedas, ese es el freno de mano. Entonces para moverlo necesitaban un garrote, una madera especial de pino bien pulidito para apretar los volantes. Eso ya desapareció, ahora es por medio de engranes, ahora con la mano, con un dedo le da usted y aprieta. Con un golpecito se afloja automáticamente.

En un tren normal de seis, ocho o diez carros llevaba dos garroteros, si era de carga tres. Cuando se excedía de 45 piezas llevaba un garrotero adicional por cada quince carros, distribuidos a lo largo, y su lugar de viaje era arriba de los carros, en los trenes de carga, vigilando. 

Había otro personaje en los trenes mal llamado auditor. Era la persona que se encargaba de cobrar el pasaje a bordo de los trenes de pasajeros, el importe de cada persona que subía. Si la persona abordaba el tren en una terminal: México, Puebla, San Lorenzo, Oriental o Jalapa, en la estación compraban su pasaje con un señor llamado boletero, se lo presentaban al auditor arriba del tren y no había problema, estaba pagado. Pero en la estaciones en que no había ese servicio, que eran las más, la gente subía y pagaba a bordo del tren, le daban su boleto y todo. Era un cobrador, pero lo llamaban auditor.

En los trenes de pasajeros regularmente iban uno o dos carros, tipo caja, que servían para el exprés y el correo. Iban, independientemente del pasaje, en sus carros especiales. El exprés lo manejaba un empleado de ferrocarriles, le decían mensajero de exprés y luego le cambiaron el nombre a Conductor de Exprés. Los nombres inadecuados me imagino que se deben a que, a la hora de trasladar del inglés al español la nomenclatura, no se pudo hacer a la letra.


El hecho de que viviéramos tan cerca de donde estaba la estación de ferrocarril, es porque al personal que va a salir a camino, se le avisa con dos horas de anticipación. Si usted va a salir a las tres de la tarde, se le avisa a la una. Había un empleado especial para eso, que iba a tocarle a usted y le llevaba un libro donde firmaba la hora de avisado. Esas maneras de trabajar me imagino que las vinieron a implantar los norteamericanos.

Cuando uno entra a Transportes va derecho a una especialidad que se llama similares de tripulantes de locomotoras, ahí le enseñan  a uno a encender máquinas, a cuidar calderas, etcétera, de tal forma que cuando sube uno a fogonero ya lleva uno los conocimientos para controlar la temperatura del vapor. Al fogonero después le cambiaron el nombre a Ayudante de maquinista de camino, pues ya no se justificaba el nombre de fogonero porque ya no había fogón que alimentar. En ese puesto llegué a tener uno de los mejores trenes de la división. Mejores en el aspecto salarial, los que ganaban mejor.

Para entrar a trabajar a Ferrocarriles hay que estar recomendado por el sindicato de ferrocarrileros. En ese entonces los que teníamos derecho a entrar a Ferrocarriles éramos los hijos de trabajadores establecidos, en su caso, si urgía mucho personal y no había suficientes hijos de trabajadores que cubrieran las plazas en el taller, las oficinas, etcétera, agarraban parientes, por ejemplo sobrinos.  Estaba estipulado en el contrato quiénes podían entrar y antes de ir a solicitar el empleo a Ferrocarriles iba uno al sindicato. Ya, lo apuntaban a uno por ahí, “soy hijo de fulano”, tiene tanta antigüedad, y ya con eso lo tomaban a uno en cuenta.

Cuando había una solicitud de Ferrocarriles le pedía al sindicato: “necesito tantos empleados”, el sindicato dice: “estos”. El sindicato lo manda a uno con sus papeles, en ese entones, cartilla, acta de nacimiento, igual que ahora.
El sindicato no me cobró cuotas hasta que empecé a laborar, en mi primera quincena de mi sueldo; el trabajador paga un tanto por ciento para el sindicato, entre más ganaba pagaba más de cuota sindical.


En el movimiento ferrocarrilero de 1958 estábamos nosotros ya en el departamento de Transportes pero como similares. Recuerdo los paros, una cosa tremenda, el señor Vallejo paró los trenes en plena Semana Santa, fue un desquiciamiento hasta que intervino el gobierno. Hizo una especie de requisa de ferrocarriles, preparó personal militar para que moviera los trenes, pero eso no se llevó a cabo, no fue necesario, aunque lo tenía preparado. Hubo mucha violencia y muertos, cárcel para Vallejo y sus allegados. Yo tuve que parar, estuve como una semana, quince días sin trabajar, deseando que se arreglara todo para regresar al trabajo. Solicitábamos mejores condiciones de trabajo y mejores salarios. Sí ayudó mucho ese movimiento, pues después, si un trabajador ganaba quince pesos diarios, por decir, con el movimiento alcanzó casi al doble, unos 28 pesos, un aumento substancial, casi del cien por ciento; entre otras prestaciones, servicio médico para la familia, pues Ferrocarriles tenía sus propias instalaciones médicas que les daba servicio a todos sus trabajadores, pero entró la ley del Seguro Social y los ferrocarrileros, que éramos muchos, ochenta, cien mil, con la ley, el Seguro Social pidió, solicitó, exigió, no sé, que sus trabajadores ferrocarrileros pasaran al Seguro Social e imagine usted lo que se iba a llevar en cuotas. Sí, se hicieron convenios y todo y pasamos al Seguro Social, pero como el Ferrocarril nos daba todo el servicio gratuito basado en el contrato colectivo, de que todo era gratis, entonces con esas mismas condiciones pasamos al Seguro Social. Pasamos con las mismas prerrogativas de que no teníamos que pagar nosotros ni un centavo de cuota obrero-patronal, porque pasamos limpiamente. Ni yo ni ninguno de mis compañeros nunca pagamos una sola cuota al Seguro Social, y cuando nos jubilamos, el Ferrocarril nos da el importe de la jubilación, y aparte el Seguro Social nos pensiona, así que tenemos dos pensiones. En otras partes el Seguro Social le da al jubilado su mensualidad, pero el patrón queda desligado completamente, a nosotros no.

Los representantes sindicales. El charrismo, representantes completamente apatronados, vendidos al gobierno. El sindicato era corporativo del PRI, cuando había elecciones el PRI ya sabía. ¿Cuántos ferrocarrileros tienes? Ochenta, cien, quinientos, esos votos los contaba automáticamente el PRI, aunque uno fuera y votara por otra persona, era el corporativismo. Éramos parte del sistema de hecho, no de pensamiento. Pero si a usted lo veían que se apalabraba, lo veían que tenía ciertas tendencias, le buscaban los pies y va para afuera. O el mismo sindicato, que tenía una cláusula que se llamaba de exclusión. A solicitud del sindicato: “quiero que saquen a Flores, no me conviene por esto y por esto otro”. Y aunque no recuerdo que me haya tocado ver despidos de conocidos míos, esa era la amenaza, “se me sale del carril y te quedas sin trabajo”. El gobierno estaba obligado a darle a los Ferrocarriles cierto número de puestos, diputaciones, senadurías, presidencias municipales, era la cuota. Pero los que estaban enquistados en el sindicato eran los que tenían acceso a esos puestos.


A mí todavía me tocó que me llevaran de acarreado cuando estaba yo en el taller, a México, los días primero de mayo. Llegábamos a México en la mañana a desfilar y va para atrás. El primero fue con Ruiz Cortines, fuimos a Puente de Alvarado, ahí estaba el viejito en el balcón. El viaje era divertido porque se trataba más bien de ir a convivir con los cuates, porque nos íbamos en bolita. Cuando llegábamos había que hacer la marcha y todo. Un día nos tocó desfilar junto con la Asociación Nacional de Autores, la ANDA, salimos de 5 de Mayo y quedamos juntos los ferrocarrileros y ellos.  Me acuerdo de Ramón Armengol, que iba con un muchachote. Estrellitas. Y había que agarrar el tren de regreso, después de comer y darse una vueltecita. Pero nosotros nunca nos regresamos, nos quedábamos al teatro, para ir a bailar al salón Corona, a otros famosos; al teatro Blanquita cuando era Margo. Y cuando estaba muy suavecita la cosa, al Follies, al Tívoli, que eran teatros de desnudo, teatro para adultos. Éramos chamacos veinteañeros. Eso sí, muy prendidos. En ese entonces no se usaba, como ahora, que anda uno muy casual, entonces había que andar muy uniformaditos, de corbata, el cuello muy almidonado, perfumados y naturalmente bañados. Buenos zapatos, pues eran baratos los zapatos. Y con 300 pesos tenía usted un traje de buen casimir.


Nos la pasábamos bien en los desfiles del primero de mayo. Nos quedábamos en México porque uno de los compañeros tenía a su papá allá por Nonoalco y nos daba posada a todos, los amigos que éramos seis, ocho, ahí nos calentaba agua para los pies. Había vinos muy buenos y baratos, el Batey, el Potosí; los tequilas eran muy baratos, ora es una bebida carísima. Pero muy agradable, me gusta mucho, no sé si sea correcto que lo mencione, el tequila o el mezcal. Y solo. Y no le tomo a usted refresco. En esas primeras ocasiones que me llegué a propasar, que amanece uno con dolor de cabeza y mucha sed, sin hambre. Y no..., se toma usted sus tequilitas, sus mezcalitos y amanece usted con hambre, ninguna molestia.

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