viernes, 11 de agosto de 2017

¿Es posible cuestionar una tradición?


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Regresamos de la sierra de Guerrero donde estuvimos seis días conviviendo con los amuzgos y los mixtecos del municipio de Tlacoachistlahuaca. Por supuesto, la experiencia valió mucho la pena y conocer la opinión directa del presidente municipal amuzgo no tuvo desperdicio; todo eso lo pondríamos en una página de internet, junto a las demandas de los ejidatarios y las artesanas (artistas de alta graduación que viven la gran paradoja de hacer la artesanía más cara –huipiles hermosísimos de hasta tres mil pesos– en una de las zonas más pobres del país), de líderes mixtecos que pugnan por una remunicipalización, de amas de casa, y médicos y jóvenes amuzgos.

Una mañana nos sirvió el almuerzo una joven llenita de edad indefinida. Nos fuimos a trabajar y, en la tarde, mientras lanzábamos el balón a una impecable cancha de básquet techada e iluminada en el centro pleno de Tlacuachistlahuaca, la cabecera del municipio homónimo del estado de Guerrero, la joven se presentó con un muchachito y comenzó un intercambio de saludos basquetbolísticos muy agradables. Al rato nos pasábamos el balón, canasteábamos juntos. Me encantó la libertad de esa muchacha para acercarse a los “extranjeros” que estaban haciendo investigaciones en el pueblo con apoyo del presidente municipal, su desparpajo deportivo para intercambiar sustancias afectivas con los desconocidos.

Afuera de la presidencia se nos acercó al fotógrafo Rafael Bonilla y a mí una jovencita de la edad de mis hijas adolescentes. Nos interrogó hasta que pudo satisfacer su curiosidad sobre nuestra presencia en su pueblo. A ella le gustaría estudiar para terapeuta, había hecho prácticas con el hijito de su prima y le gustó ayudar a la gente con necesidades especiales. Muy avanzada la chiquilla, pero al borde de la asfixia en una sociedad tan cerrada como la de “Tlacoachis”, como llaman cariñosamente los lugareños a su pueblo, uno de los lugares más ruidosos en los que he estado en mi vida. Urgida de salir siquiera a la ciudad más cercana a estudiar la preparatoria. Vivir en Tlacoachis, aunque hermoso, es como vivir con una gran familia constituida por todo el pueblo que las cuida en exceso y no se puede tener novios ni amigos porque la presión de la sexualidad amosca las relaciones y entorpece las transacciones.

La marginación del pueblo, que fue el primer pretexto que nos llevó a esa región de la Montaña, no está precisamente ahí, la verdadera marginación de las estadísticas se halla en otros pueblos del mismo municipio que se  encuentran detrás de una enorme sierra más allá del polvo, retirados que todo, que carecen de lo más elemental y viven en poblaciones fantasma habitadas por mujeres de miradas tristes y desconfiadas. Son los mixtecos de Pueblo Viejo en el norte del propio municipio de Tlacoachistlahuaca, claramente distintos de los amuzgos que gobiernan en la cabecera municipal, a cinco horas de distancia por un camino de terracería con segmentos muy escabrosos, ellos también se sienten apartados de todo, los mixtecos vecinos son oaxaqueños, la comunicación con los amuzgos no es óptima, insisten en la creación de su propio municipio.

La creación de un municipio en la parte norte de Tlacoachistlahuaca, a pesar de ser un tema político que debe ser tratado con discreción, es un tema ineludible que, bien pensado, puede traer beneficios para todos. Están claras las distancias que hay entre las autoridades de la cabecera y los pueblos mixtecos de Pueblo Viejo, por lo que tampoco es difícil pronosticar que no podrían llegar a un buen acuerdo. La separación municipal ya existe en Tlacoachistlahuaca, ayudaría mucho que se hiciera a través de la ley y pudiera dar a esta población la dignidad que les ha sido arrebatada por la marginación y el abandono, que ha terminado redundando en un alcoholismo masivo de los hombres, que desde la mañana que los visitamos, mientras trabajaban en una zanja de drenaje, ya estaban alcoholizados; al despedirnos, seis horas después, todos y cada uno estaban inconscientes de borrachos sobre la acumulación de tierra de la propia zanja, jalonados por sus pequeños hijos.

Ojalá que, al menos, que en este municipio de la costa chica guerrerense los programas de ayuda a la pobreza hicieran algo adicional para mejorar las condiciones de vida (política, moral, cultural) de estos compatriotas mixtecos que habitan la región de Rancho Viejo, no siempre son pisos firmes y letrinas lo que necesitan, sino comprensión cultural, que deviene política y legislativa.

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Albergue Santa María la Magnífica

Mientras hacíamos el balance de nuestro viaje a la sierra leí en El País sobre el asesinato de un sacerdote español en Brasil que me hizo pensar en Joan Armell Benavent, misionero en Rancho Viejo, a quien visitamos con motivo de una página de Internet municipal. En Brasil, Ramiro Ludeño y Amigo, de 64 años, se dedicaba hacía 34 años a sacar los niños de la calle en Pernambuco de Recife, en el norte brasileño. Todos lo querían, no se explican las razones que pudiera tener un adolescente de 15 años para asesinarlo.

Joan también se dedica al trabajo social con niños y adolescentes en ese pueblo mixteco de la sierra guerrerense, en una de las regiones más pobres de México. Tiene un albergue llamado Santa María la Magnífica. La entrevista la tuvimos en el comedor del albergue, después de cruzar tres habitaciones-pasillo en la que había literas para una buena cantidad de gente, quizás veinte personas. Joan es un hombre de la edad aproximada al sacerdote español asesinado, posee unos ojos interrogantes y habla con una fluidez casi nerviosa, acelerada. Es capaz de hablar con un acento español impecable durante largo tiempo.

“Vamos a cumplir diez años desde que estoy aquí en la misión pero la misión lleva trabajando ya cerca de 20. La misión se llama Misión Católica de Rancho Viejo, pertenece a una misionera Ekumene, de España, es un movimiento de gente laica comprometida, somos gente laica no clérigos, sino laicos comprometidos, yo pertenezco a misiones, por lo que lo mismo podría estar en África”.

Llegó con la ilusión de levantar el nivel cultural, es el cuarto misionero en este lugar. Ha estado solo los últimos cinco años.

“El mixteco es como chino. Para hablarlo correcto, o naces aquí o se te tienen  que dar muy bien las lenguas. Nosotros tuvimos un filólogo voluntario que estudió la lengua y se hizo el diccionario y el método para aprender mixteco”. Pero reconoce que no entiende una sola palabra. Por el momento tiene albergados a 25 estudiantes y aclara que las literas no son de ellos, pues los jóvenes cuentan con habitaciones. Las literas “están para gente como ustedes, que tienen que dormir una noche o dos, los maestros que trabajan en los alrededores vienen aquí y duermen. Gente que sube y tiene que ir y hasta los pueblos, duerme aquí hasta que llega ´la ruta´. También tenemos servicio de baños con agua corriente, con sanidad”.

Joan nos explica cómo este tipo de misioneros están centrados en dos tareas, como obra ecuménica: una, ayudar en la alfabetización de jóvenes y adultos del pueblo. La otra es ayudar a que los jóvenes estudien la secundaria, para lo que los alberga y alimenta. Pero hace muchas otras cosas más: “también en la cuestión de la ambulancia del pueblo, bajamos gente, que hay urgencia, que vamos al hospital, un picado de alacrán, aquí tenemos suero, vacunamos animales, gallinas, cerdos para que no se enfermen. A ese nivel nos movemos. Y como iglesia damos las catequesis que el párroco nos pide, catequesis para bautismo, para confirmación, para primeras comuniones, para matrimonio. Ahí nos movemos y nos ocupa totalmente el espacio para no dedicarnos a nada más”. 

Zona se refugio

Las manos de Joan Armell Benavent, con los dedos juntos, definen un punto específico de la mesa, trata de explicarnos lo que entiende como zona de refugio, como si tratara de explicárselo a sí mismo.

“Empecemos por distinguir esto como una zona de refugio. Ellos (los mixtecos guerrerenses) han venido huyendo para no contaminarse con otras culturas y preservar la suya. Empezando por ahí ellos se han cerrado mucho, no quieren que desde afuera vengan a decirles qué tienen  que hacer y cómo lo tienen que hacer. Entonces, la gente de montaña es cerrada, como en todas partes del mundo, pero aquí un poquito más. Los amuzgos están más abiertos porque replegaron a la otra civilización, al blanco, a ciertas costumbres, y han evolucionado mucho más, limpios, etcétera, se les ve más educados. Sin embargo, el mixteco ha ido huyendo porque no quería que les llegaran otras culturas, que les dejasen sus costumbres, y tienen algunas tan ancestrales que te recuerdan la edad de piedra. Pero no han salido de ahí. Son gente que tiene que evolucionar y por eso nosotros estamos trabajando, no para evangelizar, sino para ayudar a que estas mismas generaciones jóvenes, al tener más cultura y sepan más del mundo, puedan comportarse de otro modo y dejar ciertas tradiciones que ya ellos mismos no le encuentran sentido”.

No comparto su opinión, pero la comprendo. Por diez años ha enfrentado cotidianamente la resistencia de los mixtecos para asumir lo que generosamente llegó para otorgarles: catecismo y educación, ante la pasmosa indiferencia del gobierno. Pero los avances son tímidos, simbólicos, algunas generaciones de egresados de la secundaria que imparte en el albergue, algunas mujeres catequizadas. El resto de su obra se ha dispersado en el volátil calendario de la década, eso sí, día por día. Cuando no falta un herido o un enfermo de peritonitis que hay que llevar corriendo al hospital, a tres horas de distancia, hay que arreglar algún litigio entre familias. Los proyectos le brotan de la boca, pero no tienen eco, caen en la mesa como granos de maíz estéril y rebotan para morir sin la esperanza de un arado. Cuánto trabajo tiene y que tan solo está Joan, con sus sesenta años a cuestas y una nostalgia bárbara por su querida España. Qué extraño el ecumenismo cristiano que practica Joan, luminoso y ciego a la vez.

Mujeres en venta

Entre los mixtecos de Rancho Viejo, Guerrero, de acuerdo con el misionero español, es común que los litigios se resuelvan con el pago de una cuota de dinero. Sean lesiones físicas o morales, la gente paga y lo arregla en un convenio presuntamente tradicional. Así ocurre también con las jóvenes, a veces niñas, que son intercambiadas entre padres y yernos por una suma especulativa que siempre rebasa los quince mil pesos y que llega a tasarse en sesenta mil, la famosa dote, que se ha convertido en una tradición de venta infantil operada por sus propios padres. Esto ha golpeado hace décadas la situación de los jóvenes, de los novios de Rancho Viejo, que no pueden tener relaciones normales de muchacho a muchacha, pues los intereses en ellas depositados provocan una vigilancia extraordinaria que redunda en la falta de libertad, una implacable represión sexual de los jóvenes que, al casarse por fin, al comprar una buena esposa, actuarán igual con sus propias hijas que los adultos anteriores. Joan Armell Benavent, que ha observado al pueblo de Rancho Viejo con paciencia científica y voluntad religiosa, nos dice sobre esas transacciones.

“Para mí es una compraventa aunque ellos dicen que no, pero el hecho es que es un trato de compraventa y los tasan, llegan a un acuerdo y la costumbre es que se vienen a vivir los dos a casa de los padres del muchacho, ella sale de la casa. Dicen que es una compensación a los papás y tal, yo desde afuera lo veo como transacción. Llegan a un acuerdo, tanto dinero por ella, cincuenta, sesenta mil, luego tienes que dar la fiesta para la familia, matan res y les sale muy caro.
“Aquí yo he tenido la experiencia con unos muchachos jóvenes que se casaron; la muchacha quería seguir estudiando y venía a la secundaria, pero acabó dejándola cuando él se emborrachaba y hablaba lo que sentía, decía que se fuera a la casa, que había pagado por ella, que tenía que echar las tortillas, y al final lo abandonó. Entonces tienen  ese sentido de propiedad, la quieren para que les sirva, para que sea su esclava, tener muchos hijos, disponibilidad absoluta y no la dejan salir de la casa más que para lo estrictamente necesario”.

Joan me mira con unos ojos resignados, frente a un asunto para el que nadie parece tener una solución.

“Creo que definitivamente no mejorará esta gente con este sistema. De hecho, cuando han empezado a cambiar y vivir un poco mejor ha sido las familias que se han ido al otro lado y regresan. Arreglan sus casas, se compran camionetas y comienzan con un negocio. Lo demás que les llega claro que lo agarran, todo lo que les ofrezcas, pero eso no madura a la gente”.

3
Una solución tangente (¿o accidental?)

Una solución tangencial al desesperado panorama encontrado en el norte de
Tlacoachistlahuaca, Guerrero, culminó en mi caso algunos años después con una historia feliz, contrastante con las anteriores. Me la contó el profesor Jesús Adán Méndez Gastélum, asesor escolar de diez escuelas en la región costa de Hermosillo, Pesqueira y Carbó, Sonora, en medio de una nube de moscas y un calor infernal de 42 grados centígrados.

Es la historia de una familia de la zona mixteca de Tlacoachistlahuaca, la región de Pueblo Viejo, que terminó en los campos de cultivo de Sonora bajo el resguardo autoritario de un abuelo que hacía funcionar a la familia como clan. Pero algo ocurrió, una feliz coincidencia de varios hechos que el maestro Méndez Gastélum me platicó a detalle:

“Había una familia muy numerosa, era un patriarcado en esa familia, el abuelo se hacía cargo de todo, de todo; del sustento familiar, del equilibrio emocional y de la estructura familiar; él era juez, él era todo ahí. Juan Ponce se llamaba el señor y provenían todos de un municipio de guerrerense llamado Tlacoachistlahuaca. Eran mixtecos. Nunca se me van a olvidar.

“Los días de raya él se presentaba en ventanilla y exigía el pago de todos sus hijos y de todas sus nueras que habían estado trabajando, entonces él administraba económicamente y el día sábado salían a comprar la despensa de toda la familia. Llenaba una camioneta de materiales y de alimentos y el mismo sábado en la tarde preparaban una comida grande, carne, huesos, una comida típica de por allá de su tierra. Rentaba un taxi e iban por eso. Todos los sábados eran día de fiesta para ellos, porque era una alegría grande, un premio después de tantas jornadas de trabajo de toda la semana, porque la gente viene a gozar de un rayito de sol y a ganar dinero. Entonces me sorprendió la economía que tenían, porque lograban mantener cierto nivel, guardaban su dinero y tenían lo suficiente para subsistir; no ambicionaban lujos de ningún tipo, no se compraban ropa cada ratito, pero comían bien. Había cierta conformidad de todos, menos de tres niñas que estudiaban con nosotros. Las niñas no se mostraban conformes, porque en la escuela se dieron cuenta de que hay otras formas de vivir, hay otras formas de pensar; una maestra que compartía un grupo conmigo les fue inculcando ideas más modernas, las niñas se dieron cuenta de que tienen derecho a disfrutar de lo que ganan, y que si necesitaban algo también tenían derecho a exigirlo. Las tres niñas aprendieron a hablar español en mi grupo, pero eso fue lo interesante de ellas, que lo hicieron en forma de un intercambio. No hablaban casi en el grupo, pero cuando les propuse que me enseñaran ellas su idioma y yo les enseñaba el español, ellas se mostraron muy interesadas. Les pareció correcto, un buen trato. Y lo hicieron muy bien, aprendieron. Yo no puedo decir lo mismo, porque tenía entrelazados otros idiomas, entonces me era difícil aprender todos, pero sí las instrucciones básicas, las sabía comunicar. Me comunicaba con ellas y me ayudaba con el diccionario. Ya, después, para las niñas no fue suficiente el español, ellas querían aprender inglés también. Y ahí entra el compromiso de uno ¿no?, porque, pues, había que investigar también.

“La mayoría de estos niños, hijos de los migrantes que circulan por los campos de cultivo de nuestro país, son muy inteligentes, pero lo que tienen ellos es una gran facilidad de adaptación, a donde vayan se adaptan rápidamente por la misma migración, han estado en tantos lugares que han aprendido a adaptarse, a incluirse ahí dentro del contexto. No quedan ya relegados como en años anteriores, se agregan  a la comunidad, el hecho de poder hablar ya en español les abre las puertas. Antes no era así, cuando yo inicié era muy frecuente ver a muchos niños que solamente hablaban lengua indígena, ahorita la mayoría desarrolló la habilidad de comunicarse en su lengua originaria, aparte en español y otros en inglés.

“Las niñas que le comento, a estas alturas ya tienen 18, 19 años, ya hablan inglés también y cruzan la frontera, van y vienen, nos visitan donde estemos, van y nos buscan y nos comentan sus anécdotas de por allá. Esas niñas, gracias al desarrollo que tuvieron en la escuela, a la visión que lograron ampliar, evitaron ser parte de esa tradición, muy de allá de Guerrero, en  la que venden a las hijas. De hecho ellas ya estaban negociadas, ya estaban tratadas, pero un día sucedió algo muy especial que le abrió los ojos al abuelo y dijo: “no, yo no vendo a mis hijas, no vendo a mis nietas”.

“Un día, uno de sus nietos andaba jugando arriba de un esquite, se tira para bajarse y cae de rodillas, se levanta y se va. En la tarde-noche al niño se le empieza a inflamar la rodilla, lo llevan al hospital al día siguiente, allá en el hospital no hallaban qué había sucedido, le hacían radiografías, le buscaban por una parte y por otra y no hallaban la enfermedad, fue hasta que ya le hicieron estudios más profundos que encontraron una pequeña espina en el cartílago de la rodilla; el detalle era que no sabía cómo hacerle saber esto a los familiares, los doctores tenían la idea de amputarle la pierna al niño. La mamá era indígena, no hablaba español, el abuelo hablaba muy poquito el español, fue ahí donde entró en funcionamiento lo aprendido en la escuela, las niñas se convirtieron en el principal intérprete entre el doctor, el abuelo y la mamá. Después el doctor dijo: yo ya no quiero hablar ni con la mamá ni con el abuelo, con ustedes. Entonces ellas se encargaban de la receta, de darle la dosis de medicina, y ya cositas que no entendían me involucraban a mí, como maestro, para saberlo.

Entonces eso le abrió la mente al señor y dijo: “no, mis hijas valen mucho más, no las vendo, valen tanto que no las vendo”. Y eso a mí me dio muchísimo gusto y a  las niñas también, porque de ahí en adelante se les dio otro trato, se dio un estrato más alto para ellas, uno que quizás no se les dio ni a sus hermanitos y sus hermanos mayores, que ya las miraban con respeto, como quien mira un licenciado que va cruzando una calle, así las miraban y a partir de entonces ellas tenían voz y voto en la familia, estaban a la altura del abuelo y ellas se encargaban ahora de la despensa, de hacer la ración; lo que uno les explicaba en la escuela lo estaban aplicando ya en la familia, ellas hacían el presupuesto, decían cuánto iban a gastar, decían cuándo iban a rayar y cuánto les iba a quedar.

Lo sorprendente de esa familia es que tenían un autocontrol, no exageraban en los gastos y siempre tenían una manera de ahorrar, una reserva. En una ocasión uno de los hijos se enfermó, se le cerró la garganta, se asfixió y murió. El señor no quiso sepultarlo aquí en Sonora, que murió en el hospital general de allá de Hermosillo; buscó la manera, le ayudé para que lo subiera a un avión y así lo trasladó y fue a sepultarlo allá a Guerrero.

Pero las niñas, a partir de entonces, fueron otra cosa.



Este artículo fue publicado en la revista Elementos, ciencia y cultura, Núm. 104, Vol. 23 Octubre-Diciembre, 2016, pp. 41-47 con el nombre de Historias de la Sierra.

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