miércoles, 24 de marzo de 2010

De eso que llaman antropología mexicana / Arturo Warman


En su ensayo: Todos santos y todos difuntos, que forma parte del libro De eso que llaman antropología mexicana, Arturo Warman hace un rápido recuento desde el nacimiento del indigenismo oficial, con Manuel Gamio, hasta la modorra burocrática de sus días en 1972.

Para Warman, Gamio sintetizó en su proposición todas las corrientes del indigenismo porfiriano: la racista, la culturalista, la educativa y la economicista. No tuvo más remedio que plantear que el indio debería dejar de serlo, para lo que diseñó un camino original y novedoso: la integración. El indio debía incorporarse aceptando los “valores positivos” de Occidente como la economía, la lengua, la ciencia y la tecnología, la organización política y, por supuesto, la idea del progreso manifiesto. La nación absorbería en cambio los “valores positivos” indígenas como el arte, la sensibilidad y, por supuesto, ya la había tomado de hecho, la historia. De esta fusión “surgirá una cultura nacional, una patria fuerte y equilibrada”, y desde entonces la antropología se encadenó voluntariamente al servicio del poder, sentando las bases para que el maridaje deviniera en concubinato. “Y hoy lo estamos pagando”, afirma el entonces investigador de la UNAM, que después fue director general del Instituto Nacional Indigenista, Procurador Agrario y ministro salinista de la Secretaría de la Reforma Agraria antes de su muerte, en 2003.

Para Warman era clara la práctica de la antropología mexicana al servicio del Estado.
El nacionalismo de los años veinte se convierte en una antropología integral; sostuvo y sostiene que el estudio del hombre debe hacerse en varias dimensiones: una histórica, otra biológica, otra etnográfica o cultural, “todas unificadas por un solo conjunto conceptual, que es el de la antropología aplicada a las tareas de gobierno”.

Su crítica resultó demoledora, no solo por lo que dijo en este polémico libro, sino por la forma hiriente en como lo dijo, poniendo al antropólogo mexicano al servicio de las presuntas virtudes de occidente para hacer más fácil su adopción por los nativos. Un guardián preparado para combatir y aniquilar los sectores retrógrados o tradicionales de la cultura aborigen. “En fin –afirma Warman-, se le concibió como un manipulador de gente y se justificó su acción por el teórico beneficio de sus propias víctimas. Si el indigenismo era el vehículo de la expansión del industrialismo, el antropólogo era su teórico chofer”. (Warman:31) Desde entonces el sector dominante en México es el Estado, única fuerza capaz de movilizar recursos para su “desarrollo”, clarificado finalmente por el propio Lázaro Cárdenas en el Primer Congreso Interamericano de 1940, al expresar que “nuestro problema indígena no está en conservar indio al indio, ni en indianizar a México, sino en mexicanizar al indio...”

Lo seguimos pagando, insistía Warman, al considerar que la crítica se había suplido por el nombramiento. Solo se permitía la originalidad en los niveles secundarios, pero el pensamiento no podía atentar contra los conceptos básicos que estaban consagrados como dogmas por el poder, depositados en el Instituto Nacional Indigenista, “fundado e inalterado desde 1948”. Qué podía producir todo eso sino incongruencia, por decir lo menos Tenemos y hemos tenido un pensamiento ateórico, incapaz de generalizaciones o de análisis sin complejos, pensó Warman. No se ha generado una corriente creadora, original e independiente –se lamenta el autor-. Esta carencia se ha suplido y se suple con un eclecticismo estéril que escoge acríticamente teorías de nivel intermedio, sin tomar en cuenta su contexto original. Resulta, en los mejores casos, una obra incongruente, y en la mayoría francamente contradictoria. Su indigenismo es casuístico, atomizante, con tendencias a interpretar sus materiales en sí mismos. Ha rechazado el método comparativo y el análisis global de las sociedades en que los indios participan. Así –reflexiona Arturo Warman–, el indigenismo, ámbito natural de la antropología mexicana, se ha convertido en su limitación.

Y concluía Warman en una profética acechanza o único destino de sí mismo, al considerar que los antropólogos, más que rebelarse, se han incorporado con entusiasmo al sistema burocrático. Han procurado establecer derechos gremiales pagando con su propia independencia. Han condenado y perseguido la audacia y la originalidad en defensa de sus derechos corporativos. Sin embargo, no todo era malo en el trabajo antropológico, su propia obra es muestra de ello. Aceptó la importancia de la crítica por lo menos a la teoría antropológica.

“Solo excepcionalmente los antropólogos han ejercido la crítica y solo cuando lo han hecho –cuando han sido críticos– han aportado algo teóricamente. La escasez de crítica se explica parcialmente porque, cuando esta surge, aparece la represión.”

En su último libro, Los indios mexicanos en el umbral del milenio, Arturo Warman critica de nuevo los estereotipos y las definiciones imprecisas, como la que presenta la vida de los indios como algo atemporal, permanente, sin movimiento, sin posibilidad de transformación y apartada de la sociedad mexicana. Warman recupera el debate para actualizarlo y rescatarlo del estancamiento; redefine conceptos y criterios, muestra a los pueblos indígenas como parte de un proceso histórico y social prolongado, con raíces profundas y extendidas, siempre en continua transformación y, sobre todo, vinculados con el resto de la sociedad mexicana y no como un apéndice ajeno a su realidad.

Estoy seguro que Warman Gryj, desde su horizonte de hijo de emigrantes, habría coincidido en la opción actual de absorberlos, más que asimilarlos. La idea de la aceptación, la de voltear a verlos, la de reconocer ahí lo poco o mucho que los mexicanos tenemos del México Profundo de otro interesante autor, Guillermo Bonfil, que analiza a fondo el concepto de integración en su aportación al libro De eso que llaman antropología mexicana, que ya veremos.

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Foto del autor, Pueblo Viejo, Tlacoachistlahuaca, Gro.

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