Prosigo
con la publicación de esta colección de historias orales reunidas en un libro
irrecuperable que publicó el Consejo del Centro Histórico de Roberto Herrerías
en el año 2003, cuando entrevisté a este grupo de ancianitos poblanos de los
que la mayoría ya han pasado a mejor vida. En este caso, don Manuel Paredes
Cepeda nos habla de una Puebla también irrecuperable, la de los años treinta,
en el popular Barrio de San Antonio, zona de tolerancia, de crimen e historias
inconfesables que (¡bendita vida!) pasaron inadvertidas para aquel niño de alma
blanca y espíritu catequizado.
DON MANUEL
PAREDES CEPEDA
Me llamo Manuel
Paredes Cepeda, para servirle. Yo nací aquí en Puebla en 1931, mi niñez fue muy
bonita como creo que ha sido la de todos, me gustaba mucho desde chico ganar
mis centavos, digo, no me da pena, nosotros nos criamos en una zona de
tolerancia, pero en aquel entonces como que era uno muy inocente. Tenía uno que
convivir con las prostitutas –le estoy hablando la verdad ¿no?-, pero era muy
bonita nuestra vida, nuestra niñez.
La zona de
tolerancia era donde estaban las prostitutas, había cabarets allá. Era en la 5
de Mayo, que se llama hasta la fecha el barrio de San Antonio. Tengo un hermano
que es un poco más joven que yo y nos poníamos a jugar en las camas de las
muchachas, pero nosotros no sabíamos a qué iban los hombres, a pesar de que
éramos hombres. Entonces las señoras nos
decían: “sálganse, muchachos y después regresan”. Yo les iba a comprar su
carbón, había una placita a la vuelta,
junto a una iglesia que se llama San Antonio, una placita que era donde
vendían, en una mitad puro carbón y en la otra mitad frutas, jitomate... todo
eso.
Fui a un
colegio donde creo que aprendí mucho. Era un colegio de gobierno que se llama
hasta ahora “Gustavo P. Mart”, que está en la 5 de Mayo, entre la 18 y 20
poniente. Era tanto el rigor que nos
tenían que revisar las uñas, que estuvieran bien cortadas, el cabello bien
cortado, el cuello de las camisas limpio, los zapatos tenían que estar
lustrosos, y así fueron los seis años de mi vida en la primaria. Como le digo,
aprendimos mucho ahí, por lo menos en saber portarnos bien, en hacer las cosas
bien, en haber sido útiles que hasta la
fecha nos sirve eso ¿no? Recuerdo a varios maestros, el profesor Carlos
Sánchez, por ejemplo, tuve también una profesora de quinto y sexto años, haga
de cuenta un hombre, con mucho rigor. Esta profesora tenía un carácter bastante
fuerte, entonces sabíamos que debíamos llevar nuestros temas de memoria,
sabíamos que aquel que pasaba matemáticas se lo ganaba a pulso. Entonces eran
clases en la mañana de 8 a 12 y de 3 a 5 de la tarde. Eran mañana y tarde.
Tuvimos mucha rectitud por parte de los maestros y muy buena enseñanza que, yo
creo, en la actualidad no la hay, y si la hay, pues quién sabe en qué colegios.
Pero sí tuve una niñez muy bonita. Yo recuerdo mucho mi niñez. Los niños
jugábamos al trompo, al yoyo; había en la escuela un tapanco donde las personas
hacían una demostración de cómo se manejaba el yoyo. Todos estábamos contentos
de verlos y ya, comprábamos ese yoyo.
Como celebro mi
cumpleaños cada fin de año, mi padre me daba para ir a las corridas de toros, y
en lugar de pagar el boleto, nos brincábamos la barda en una plaza de toros que
estaba a un lado del Paseo Bravo. Como teníamos un grupo de amigos muy bonito,
nos íbamos aquí y allá y todo eso. A mí me gustaba hacer mandados para ganarme
unos cuántos centavos. Recuerdo que mi madre -en paz descanse- me mandaba a
traer el pan a una panadería que estaba a tres calles cortas de donde vivíamos,
no sé si conozca ese pan: los colorados, eran de tres por cinco centavos, se
imagina, tres colorados por cinco centavos.
Hay gente que
dice que mi padre estaba emparentado con la que fue gobernadora, Beatriz
Paredes, porque cada mes mi padre me decía: “mañana descanso, quiero que me
acompañes”, e íbamos a una hacienda por Huamantla que se llama Terrenate,
íbamos allá y siempre ese misterio de mi padre hacia mí; me decía: “me esperas
aquí”, y lo esperaba yo ahí en el patio de la hacienda. Ahí, alguna persona se
acercaba y me decía: “¿quieres algo, un vaso de agua o algo?” Ya, salía mi padre muy contento, y lo primero
que hacía al regresar era: “a ver qué le llevamos a tu madre, qué compramos,
quieres esto o aquello. ¿Qué se te antoja?”.
Esos recuerdos me voy a morir y estarán siempre presentes. Jamás supe a
quién veía ni a qué iba. Siempre fue muy reservado, nomás me decía “aquí me
esperas” y se tardaba mucho tiempo, dos horas, tres horas a veces. Eso era de
cada mes.
Nuestra familia
siempre fue corta, cuatro hermanos y mis padres, éramos una familia muy corta.
Mi padre, un ejemplo de padre. Mi madre también tenía mucho muy abnegada, muy
apegada a sus obligaciones, hacia su esposo y hacia sus hijos. Mi padre fue
chofer toda su vida, chofer de línea de autobuses, de aquí de Puebla, se
llamaba Circuito Central, recorría parte de la ciudad.
Siempre mi
padre procuró darnos un buen ejemplo, que no nos faltara nada, en la casa
siempre había leche, pan, carne, comíamos pescado. Era una alimentación muy
básica para nosotros. Nos tuvo en colegio de gobierno hasta la primaria, ya
para entrar a la secundaria, tuvo la suerte de conocer al primer director que
tuvo Puebla del Seguro Social, el licenciado José Manuel Gálvez, son detalles
que yo recuerdo mucho. Yo siempre fui muy partido hacia mi padre, me llevaba a
las luchas libres a una arena que hace años ya no existe, era la Arena Constantino,
en la 6 poniente, entre la 3 y la 5 norte. Entonces, ya saliendo de ahí decía:
“vamos a llevarle a tu mamá unas tortas”, unas tortas compuestas que costaban
un peso, uno cincuenta, tortas muy bien preparadas.
Entonces
conoció mi padre a este señor y le dice al señor Paredes: “desde este momento
usted va a entrar a trabajar en el Seguro Social.” Mi padre entró al Seguro
Social y me dijo que, como iba a entrar a la secundaria, que me iba a enviar a
un colegio de paga “para que tengas una carrera.” Yo no sé, quizá sentía que no
iba a ver esa carrera, y le digo: “métame mejor a trabajar al Seguro Social”, y
se enojó, dijo que él me tenía que dar una carrera, pero desgraciadamente no me
la dio por circunstancias ajenas y volvimos a las mismas.
Me tuve que
poner a trabajar, mis padres tenían un compadre, que ya murió, que tenía una refaccionaria
contra esquina de El Gallito, en el Paseo Bravo. El señor me pagaba más de lo
que yo hacía. Ahí empecé a viajar con él. Nunca me hacía menos, donde él comía,
comía yo, menos el hotel. Me decía: “Manuel, ten para tu cuarto de hotel, y nos
vemos temprano.” Pero yo, en lugar de irme al hotel, me quedaba en el carro, y
él mismo lo comprendía, porque antes de partir al viaje llevaba yo mi maleta y
una cobija y nunca me dijo nada. Entonces ese dinero servía, porque lo juntaba
con lo que me pagaba aparte, que eran 150 pesos, bastante para sufragar los
gastos de la casa. Mis hermanos estaban chicos, una hermana que ya murió, que
era la mayor, estaba por casarse. Y ya después me puse a trabajar, trabajé en
varias partes.
Ya, me hice
joven y tuve que empezar a trabajar con ese señor por lo mismo de la necesidad
de la casa. Tendría yo 14 años, pero ya le digo, mi trabajo no era pesado,
bueno, era pesado al cargar el carro, porque salíamos a vender refacciones con
clientes que él tenía en los estados de Veracruz y Oaxaca, es a donde nos
íbamos los dos. Y era un viaje muy bonito porque era un señor con unas
cualidades que pocas veces he visto a lo largo de mi vida. Don Ciro Carrera Ramos, él descendía de una
familia muy buena, su padre fue dueño de un ingenio en Calipan, Puebla, adelante
de Tehuacán, rumbo a Oaxaca. Don Ciro pertenecía a la liga de cazadores, y me
decía: “Manuel, ahí en mi carro hay un guajolote, llévaselo a mi comadre, no lo
vayas a perder.” Ahí iba yo en la bicicleta con el guajolote gordo. Ya, mi mamá
lo preparaba para hacernos caldo, mole, todo eso. Era un guajolote silvestre
porque él era cazador.
En la
refaccionaria éramos tres empleados los que estábamos en el mostrador. El más
grande, don Gumaro, decía que me parecía mucho a él. Ganaba en aquel entonces
él 500 pesos al mes, era una fortuna, pero yo creo que no le alcanzaba y él
sabía que yo traía dinero siempre. “Oye Manuel, fíjate que necesito que me
prestes dinero para que le lleves a Celia”, que era como se llamaba su esposa.
“Sí, cómo no, cuánto necesita...” Que diez, que veinte o treinta pesos. “Sí, cómo
no”, yo se los prestaba siempre. Y junto a la refaccionaria había una cantina
de un español, ahí en la 11 norte y la Reforma, un español llamado Agapito, no
sé su apellido. Y al mediodía despedía
su cantina un aroma tan exquisito, hacía los riñones encebollados, picadillo...
¡pero un picadillo exquisito! Don Gumaro
mandaba al otro muchacho a comer, pero a mi me decía: “ven Manuel, vámonos con
el español.” Don Ciro, que estaba adentro, también salía a tomar la copa con
sus amigos, gente con mucho dinero que estaba ahí. No me decía nada. Don
Agapito me daba un plato: “anda, llévale a Gumaro y para ti estos tacos” con
unas cocacolitas chicas. Yo pienso, ahora que analizo, que don Ciro me daba más
de lo que merecía ganar, porque en aquel entonces con 150 pesos se vivía muy
bien.
Ya, después,
como jefe de almacén, tenía yo mi escritorio ahí mismo en la oficina. Por
cierto siempre fui muy desordenado, y el mismo jefe, el señor Moya, cada ocho
días dizque me revisaba mi escritorio y salían todos los papeles. Entonces mi
madre me ponía todos los días mis tortas, los compañeros me decían: “oye, danos
una tortita, una tortita.” Ahí empezamos a conocernos, primero con mi cuñado.
Nos íbamos, casi la mayoría de los empleados, a cenar en la noche a Los
Guajoltes, unas tortas muy sabrosas que preparaban por El Carmen; las chanclas,
muy famosas. Todo lo que diera nuestro
presupuesto económico. El contador tenía una charchina, un “fordcito”, apenas
si jalaba, pero ahí nos metíamos todos, cuatro o cinco nos metíamos para ir a
cenar en las noches, entonces hubo una convivencia muy bonita. A Aurora y a mí
nos gustaba, íbamos empezando a conocernos mejor. Entonces lo que dio la pauta
para casarnos fue cuando quitaron la sucursal de aquí y ella no se quiso ir a
México, entonces fue cuando le dije: “¿te quieres casar conmigo?”. Y ya, nos
casamos. Tenía yo 23 años
Con altibajos,
hemos hecho un matrimonio unido, felices, con buen ejemplo para nuestros hijos.
Creemos que les hemos dado el mejor ejemplo. Como dice mi esposa, nunca los
hemos tratado con majaderías ni mucho menos. Ellos son respetuosos hacia nosotros.
Salió en el
periódico que solicitaban un ayudante de almacén. Hice la solicitud y mi esposa
ya trabajaba ahí, ella siempre fue secretaria y capturista, secretaria
particular del gerente, señor Carlos Moya, un hombre de mucho carácter que nos
tenía dominados sólo con la vista. Yo pensé que no me iban a llamar, estaba en
la casa de mis padres cuando llegó un telegrama que me avisaba que me
presentara yo. Se llaman Laboratorios Alfa, todavía existen. Entré yo como
ayudante de almacén y, a los pocos meses, creo que el almacenista se llevó a la
hija del gerente, se la voló, y total que a mí me dieron esa oportunidad de
seguir ya como jefe de almacén. Desempeñé bien mi puesto hasta que el trabajo
terminó. Entonces nos dijo el señor Moya: “¿se quieren ir ustedes a México?
porque la sucursal va a desaparecer”. Aurora ya no quiso, todavía no nos
casábamos, yo tampoco quise. Al poco tiempo nos liquidaron conforme a la ley y
luego cerró el laboratorio.
Ya casados, yo
empecé a trabajar como inspector en una línea de camiones durante diez años, un
urbano de aquí de Puebla. Era yo despachador, administrador e inspector.
Entonces ganaba 36.50 diarios y aparte tenía un sueldo extra por administrar
dos o tres camiones. Hasta que comprendí que estaba perdiendo el tiempo ahí,
aunque mi esposa tenía casa propia, comprendí que tenía que desarrollar mi
trabajo mejor y ganar mejor en otro lado. Me presenté a un señor que era
gerente del Banco Longoria, estaba en la 3 poniente y 3 sur. El señor, que se
llama Ángel Cisneros, no me conocía y yo a él lo conocía de vista, entonces le
dije: “señor, vengo a pedirle una oportunidad, a ver si me da usted trabajo.”
Sí, ya me dijo véngase en la tarde. Me fui contento pensando que iba a trabajar
en el banco, pero no fue así. Dijo: “vamos a una fábrica que tengo de
zapatilla.” Ya me dio la oportunidad de estar en la oficina, les daba yo el
avío, o sea material a los trabajadores, y así estuve como un mes hasta que me
dijo: “¿conoce Tabasco, el sureste?” No. “Pues quiero que le entre como agente
vendedor en Tabasco”, él tenía residencia en Villahermosa. Me dio la
oportunidad, el otro vendedor me fue entregando la ruta, que era muy extensa,
yo dilataba hasta un mes fuera de la casa. Traía una petaca grande con treinta
y tantas muestras. Me compraron un carro, en aquel entonces un Peugeot, que
eran muy buenos carros. Ahí dilaté trabajando diez años, ya después regresé con
el que había sido nuestro jefe, el señor Moya, el gerente de los laboratorios,
que puso un laboratorio de medicina humana en México y me dio la ruta de
Michoacán. Y cuando me salí de ahí me asocié con un hermano de mi esposa que
tenía una fábrica de mochilas y de portafolios con un amigo. Empecé a viajar
con él y me fue muy bien económicamente. Vendía yo bastante bien hasta que tuve
un accidente.
Ya mi esposa y
yo habíamos tenido dos avisos de accidente, una ocasión veníamos de Oaxaca a
Tuxtepec, por Guelatao, es una carretera muy sinuosa, con mucha montaña, y el
carro, que era una Brasilia, yo creo que andaba mal de una rótula y me jaló
hacia la izquierda, nos atajó un ramaje tan fuerte que nos hizo girar como
trompo. Mi esposa se fue por una grúa, pero me sacaron antes unos madereros. Mi
esposa me acompañaba la mayoría de las veces porque teníamos que ganar dinero,
los hijos estaban ya en carrera, Manolo, el más chico, que tiene ya 40 años,
estaba estudiando ingeniería industrial; mi hija, que es licenciada, ya estaba
saliendo de Administración Pública; César, el mayor, que está en Estados
Unidos, en San Luis Missouri, y tuve el accidente, desgraciadamente ocasionado
por un amigo que fue el que chocó.
Yo siempre tuve
precaución en manejar, manejaba yo bastante lejos y mire, ahorita me tiene
aquí. Pero mi amigo no, tuvo la mala suerte de girar hasta chocar con la
cuneta. Él no salió lastimado pero yo sí.
Ancianos
Yo pienso que
en México hay un trato indiferente hacia el anciano. El anciano, yo pienso que
ha aportado mucho y seguirá aportando mucha sabiduría, mucha experiencia,
muchas cosas muy importantes que las generaciones actuales deberían de
aprender, de asimilar por medio del gobierno. Decir: “miren este es el ejemplo
de lo que dejaron las personas mayores, así que vamos a darles facilidades y
que tengan una biblioteca, o que trabajen en ellas”, o que se creen unos trabajos
sencillos que nos motiven, los ancianos necesitamos de una motivación y si no
nos las da el gobierno ¿quién nos la va a dar? En otro países hay transporte,
rampas, hasta bares, de todo para el anciano, pero aquí no. Estamos muy
abandonados.