A principios del siglo XX, la imagen idílica del indio
prehispánico parecía revalorarse en ciertas publicaciones, mientras se
denigraba al indio contemporáneo en otras, la mayoría. No era algo nuevo en la
visión del mexicano acomodado (y afrancesado) sobre ese sector de la sociedad.
Federico Gamboa citado, por Carlos Monsiváis, narra en su novela Santa de 1903 el deambular de los pobres
por las calles céntricas de la capital:
“... si la comezón aprieta y la policía
rasca, sale a la cara la lepra social, se ven en las calles adoquinadas, las de
suntuosos edificios y de tiendas ricas, fisonomías carcelarias, pies descalzos
de los escapados de la razzia, que se escurren en silencio, a menudo trote, semejantes
a los piojos que por acaso cruzan a un vestido de precio de persona limpia.
Caminan aislados, disueltas las familias y desolados los parentescos: aquí el
padre, la madre, allí el hijo por su cuenta, y nadie se detiene, sabe a dónde
van, al otro arrabal, al otro extremo, a la soledad y a las tinieblas”.1
La larga lucha revolucionaria suspendió momentáneamente las
reflexiones en torno a la identidad del mexicano. Eran tiempos difíciles,
cualquier descuido costaba la cabeza. Sin embargo, al terminar la etapa
-digamos bélica- de la lucha revolucionaria, hacia 1920, grupos ya establecidos
años atrás y muchos otros nuevos discutieron, ahora con presuntas bases
científicas, el asunto nacional, el futuro del indio y las enigmáticas ruinas
arqueológicas hechas por las importantes civilizaciones del pasado, ya
desaparecidas.
Sin embargo, a principios de los años veinte México no era
todavía una nación ni llevaba trazas de llegar a serlo porque carecía de un
bagaje de experiencias, de sentimientos y de aspiraciones que todos
compartieran; opina Daniel Cosío Villegas en sus Memorias:
“Confiar la unificación de un mestizaje
meramente biológico, era desconocer que en 400 años el progreso había sido muy
lento y los resultados bien parciales. Porque el hecho era que subsistía una
gran masa de indios puros, al lado de un sector minoritario de mestizos y unos
cuantos que generosamente podían llamarse blancos”.2
A fines de la guerra revolucionaria confluían en la
sociedad contrastantes visiones sobre lo popular y lo indígena, ilustra Ricardo
Pérez Monfort en Estampas del
nacionalismo popular mexicano. En la película Tabaré de 1918, por ejemplo,
el personaje principal era descrito como un “indio joven, de alta estatura, de
fuerte musculatura, de mirada impasible, huraño, nervioso y reservado”, que
correspondía a la visión estereotípica del indígena prehispánico que provenía
del discurso nacionalista porfiriano, plagado de exotismos y mitificaciones. En
contraste, la imagen contemporánea del indio que ofrecía el propio cine, el
teatro, los dibujantes y los fotógrafos insistía en su condición de salvaje,
paria, raza doliente, harapienta y servil.3
En esta época aparece también el estereotipo del indito
mexicano que ha sobrevivido hasta nuestros días. El lenguaje, el vestido, los
accesorios, la forma de andar, algunos rasgos de comportamiento y ciertos
argumentos “típicos” formaron parte de la imagen popular del indígena. Pero los
esfuerzos para descartar la imagen del indio fueron mucho más lejos. Era
menester ilustrar a la población en la apertura de criterios estéticos que
incluso pudieran apreciar la belleza indígena desde parámetros no
convencionales. Lo convirtieron en estampa, en cliché, cincuenta y seis etnias
confluyeron por los gestos y actitudes serviles del celebrado personaje del
indito.
En su investigación, Ricardo Pérez Monfort nos cuenta cómo
en 1921 se celebra el concurso de la India Bonita en la ciudad de México, bajo
el patrocinio de El Universal de Félix F. Palavicini, reuniendo a diez
muchachas finalistas oriundas de diversas comunidades indígenas del país. La
ganadora, María Bibiana Uribe, fue descrita así por el periódico:
“Ha llegado a nosotros acompañada de su
abuela, una india pura de raza meschica que no habla español. Viene de la
sierra, donde nació y vivió y aún trae un huipil atado a la cintura. Hoy posee
tres mil pesos y una enorme cantidad de obsequios y al verse rodeada de tanta
gente desconocida piensa en la leyenda del bello príncipe Tonatiuh que unió sus
destinos a los de una plebeya que tenía nombre de flor. Se llama María Bibiana
Uribe y tiene 18 años.”4
Manuel Gamio escribió en El Universal Ilustrado una
justificación de aquel concurso, que tituló: “La venus india”, citado por el
propio Pérez Monfort:
“El triunfo de la India Bonita ha
emocionado a todos, a las minorías blancas por lo original de su caso y por
cierta piadosa simpatía hacia la raza doliente; ésta última a su vez ha vibrado
entusiasta e intensamente al mirar enaltecida a la virgen morena, a quien las
multitudes indígenas sienten que alienta su alma ancestral y palpita
transfigurada y florida, su pobre carne de parias.”5
Entre folclores y originalidades, la necesidad de integrar
a los indios al elemento nacional pronto fue prioritaria. En 1926, el
secretario de Educación Pública, Manuel Puig Casauranc, al definir el “material
humano” de México decía: “El pueblo de México, el indio de México y el mestizo
de México no son elementos étnicos inferiores sino grupos sociales abandonados”
y proponía su rápida integración a través de programas educativos tanto para
los indios como para los mestizos.
Ese mismo año, la SEP contribuyó a la formación de lo que
llamaron “tribus de exploradores”, una versión mexicana de los boy scouts, cuyos
miembros se organizaban con grados de nombres nahuas: tequihuas o
tlacatecuhtlis. Las tribus se identificaban con el nombre de una etnia, estaban
los nahuas, toltecas, texcucanos, tarascos, otomíes y otros. Cada año –se
afirma en Tihui, órgano de las tribus de
exploradores mexicanos de la SEP-, intentaban “resucitar tradiciones para hacer
patria, celebrando las fiestas simbólicas más bellas que efectuaban los
antiguos mexicanos”.6
Desde la ciencia, Manuel Gamio, el pionero de la
antropología mexicana, ve en el nacionalismo un acercamiento racial, la
unificación lingüística y el equilibrio económico de los grupos sociales. Nace
la idea de la educación sistemática a los pueblos indígenas que con José
Vasconcelos se elevará a dimensiones de epopeya mestiza. Según el antropólogo Arturo Warman, Gamio sintetizó en su proposición todas las
corrientes del indigenismo porfiriano: la racista, la culturalista, la
educativa y la economicista. Al sintetizar no tuvo más remedio que coincidir
con las tesis medulares de esas corrientes y también planteó que el indio
debería dejar de serlo. Solo cuando les convino, pues en 1922, su jefe José
Vasconcelos entrega una estatua de Cuauhtémoc al pueblo de Brasil en Río de
Janeiro. El entonces ministro de educación cerró su discurso con estas
significativas palabras:
“... es menester despojarnos de toda
suerte de sumisión para mirar al mundo, como lo mira ese indio magnífico, sin
arrogancia, pero con seguridad y grandeza; seguros de que el destino de pueblos
y razas se encuentra en la mente divina, pero también en las manos de los
hombres, y por eso, llenos de fe, levantamos a Cuauhtémoc como bandera y
decimos a la raza ibérica de uno y otro confín: sé como el indio; llegó tu
hora; sé tú mismo”.7
Para lograr el caro ideal de la unificación nacional,
Manuel Gamio diseñó un camino original y novedoso: la integración.8
Propone no abandonarlos “a su suerte”, sino crear una política estatal que
fomente el progreso indígena, mejorando su economía. Para acabar con el indio
convirtiéndolo en mestizo, es menester, apunta Gamio, “investigar y satisfacer
sus necesidades y aspiraciones biológicas, culturales y psicológicas”.9
Propone que el indio se incorpore a la población nacional aceptando los
“valores positivos” de Occidente como la economía, la lengua, la ciencia y la
tecnología, la organización política y, por supuesto, la idea del progreso
manifiesto. La nación (u Occidente) absorberá en cambio los “valores positivos”
indígenas como el arte, la sensibilidad y, en primer término, la historia.
Gamio profetiza que de esta fusión surgirán una cultura nacional, una patria
fuerte y equilibrada, sede de una raza cósmica como diría José Vasconcelos que,
como siempre, agregó: “El nacionalismo es la “orientación” de todo sistema
educativo.10
Y así les fue.
CITAS
1 Monsiváis, Carlos, Aires
de Familia (cultura y sociedad en América Latina), Anagrama, 2000, p. 17
2 Cosío Villegas, Daniel, Memorias, FCE, 1976, p. 90
3 Pérez Monfort, Ricardo, Estampas del nacionalismo popular mexicano, Colección Miguel Othón
de Mendizábal, CIESAS, 1994, p.166
4 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, pp.162-163
5 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, p.163
6 Pérez Monfort, Ricardo, Ibid, p. 169
7 Monsiváis, Carlos, Aires
de Familia, Ibid, pp.128-129
8 Warman, Arturo, De
eso que llaman antropología, ensayo Todos
santos y todos difuntos, 1972, p.27
9 Gamio, Manuel, Consideraciones. Sobre el problema
indígena, Instituto Indigenista Interamericano, 1948, p. 5
10 Vasconcelos, José, en Monsiváis, Ibid.
Fotos
El Universal/ biblioweb.tic.unam.mx
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