martes, 10 de septiembre de 2024

San Peter Oaxaca

Voy a tener que llamar San Peter a este pueblo del centro oaxaqueño porque a los retratados no les gustó el retrato, detallado y sin retoque; lo habían pagado y eran “dueños de su material”. Pues sí, el material que les fue entregado como resultado de mi investigación. Mis opiniones y trabajo etnológico no estaban en la promoción, ni mi olfato.

La región de los valles centrales está considerada como el corazón geográfico, político y social de la entidad, que es Oaxaca. Limita al norte y este con la Sierra Madre, al Sur con la Sierra Madre del Sur, y al oeste con La Mixteca y la Sierra Madre del Sur. Esta región está compuesta por 89 municipios inscritos en 7 distritos. (Wikipedia)

Grupos étnicos. Según el II Conteo de Población y Vivienda en 2005, en el municipio habitan un total de 632 personas que hablan “alguna lengua indígena”.

¿Se puede?

San Peter está en una cañada de la sierra sur del estado de Oaxaca en territorio del municipio de Zimatitlán. Es un pueblo empinado y oscuro que a esas horas de la noche solo puedo describir por su olor a tierra mojada y pan recién horneado. Llueve. Hicimos dos horas de viaje desde Oaxaca por un camino de terracería sinuoso, estrecho y peligroso, que es el que pasa por San Antonino; hay otro, que conoceré después, menos abrupto, que fue el que construyó la Compañía Forestal de Oaxaca para saquear el bosque durante veinticinco años. Pero eso no lo sé en ese momento. En realidad, no sé nada, excepto que debo entrevistar a un anciano que se me escabulló de la ciudad de Oaxaca y se vino a su pueblo. Don Enrique, patriarca de una organización de bienes comunales que desde hace treinta años explotan su bosque con éxito inusitado, inesperado, inaudito para los ojos de las autoridades que suelen ver a los pueblos indígenas como incapaces de progresar y de generar ninguna clase de riqueza. Nada de eso sé en estos momentos en que Silvino me transporta en una impresionante camioneta negra cuya marca no registro porque no suelo interesarme en esos temas, solo sé que era enorme, cómoda, moderna y probablemente cara.

La aventura comenzó una semana antes, cuando Estebanito, mi amigo parralense, me habló para preguntarme si podría interesarme viajar a Oaxaca a entrevistar a un anciano comunero. Claro que sí, le dije, dime de qué se trata. Ignoro por qué Rodolfo fue tan vago en sus referencias, después supe que él había sido uno de los “licenciados” protagonistas de esta historia y que no había razón para referencias tan vagas. Pero la paga y las condiciones eran buenas para una entrevista, los viáticos fueron depositados de inmediato y el tema, aunque ambiguo, me interesó.

Oaxaca siempre es un destino irrepetible, irresistible.

Así fue como terminé recorriendo un pueblo de la sierra sur con calles empinadas y silenciosas, derrapando las llantas de la camioneta para subirlas y haciendo extravagantes maniobras, por lo estrecho de las calles, para dar la vuelta en una esquina. En su casa, don Enrique sugirió que, para no provocar suspicacias, se entrevistaría con el antropólogo en una oficina de la presidencia auxiliar en donde el Comisariado tiene su despacho. Fue ahí en donde finalmente lo conocí, un anciano de apariencia campesina con finos modos y solemnidad antigua, de voz débil, preocupante para la grabación por el sonido de la lluvia y los limitados alcances del microfonito de mi grabadora.

Entrevisté largamente a don Enrique y al día siguiente, con la ayuda de Silvino, a una docena de ancianos más, mujeres y hombres que fuimos a buscar hasta sus casas. Subimos y bajamos calles toda esa mañana soleada y poco a poco fui entendiendo la sensación de orgullo y cierta presunción que percibí desde el primer momento al entrar en contacto con esta gente. ¿De qué están tan orgullosos?, fue la primera pregunta que apunté en mi libreta. Silvino me hospedó en su casa que fácilmente podría funcionar como hotel, una construcción de ladrillo bonita y moderna pintada de amarillo, de dos o tres pisos, con cuartos comunicados por un largo balcón en la tercera planta, donde me fue asignada una recámara muy bien plantada con un baño adjunto. En la parte baja un pequeño súper de su propiedad bien surtido: abarrotes, papelería, jarcería, ferretería, blancos, verduras. En el ala opuesta del edificio la tienda de su esposa: zapatería, ropa de moda y regalos femeninos para toda ocasión. Más tarde lo acompañé a su distribuidora de refresco, un edificio retirado del pueblo, pero con todas las de la ley. Me impresionó su entusiasmo emprendedor y su indudable éxito. Ya para entonces nos tuteábamos y no pude resistirme de expresar mi azoro con dejo de sarcasmo y envidia: ¡eres rico, Silvino! Gracias a Dios, respondió desde el amparo de su fe metodista que practica con celo personal –y con recelo social, pues no es bien visto en las arraigadas costumbres católicas de la comunidad, que están inmersas en cada acción de sus puntuales usos y costumbres que llevan y cumplen con puntualidad alemana. O mejor, más específicamente, zapoteca.

Una de las cosas más importantes que entendí de la comunidad de San Peter es su origen zapoteco que hoy se toma poco en cuenta, pues todos niegan hablar el idioma ancestral, aunque, al menos los adultos, todos lo mastican cuando no lo hablan con fluidez, como fue el caso de Silvino comunicándose con su anciana madre. “Nomás poquito…” Como sea, su apego a las antiguas costumbres tiene una relación directa con el éxito comunitario y con su adaptabilidad a las circunstancias de lo que hoy es el estado de Oaxaca y el propio país del que forma parte. Porque Silvino no es el único exitoso en este lugar. Todo el pueblo lo es. Pero percibí poco interés en el tema de sus ancestros zapotecas, por eso me pareció importante rascar en  ese origen aparentemente indiferente para tener al menos una breve noción de lo que significan hoy sus antecedentes zapotecos, ancestros directos de la comunidad  de San Peter, que les legaron la costumbre –aunque más bien tenga apariencia de obligación– de cumplir con los numerosos cargos en la comunidad (policía, tequitlato, topil de iglesia, topil de mayor, mayor, regidor, agente segundo o suplente, agente municipal, alcalde constitucional, fiscal y fiscal de la iglesia, todos de servicio, sin sueldo y solo para hombres), la responsabilidad social, la guelaguetza, la astucia política y hasta el ánimo pacifista que hoy promueve el comisariado de bienes comunales, como un valor intrínseco del carácter local.

Pandal

En 1948 se apersonó en la zona un señor de nombre Alfonso Pandal Kraft que percibió que los ricos bosques de la enorme sierra oaxaqueña estaban desaprovechados, que no fuera para levantar la leña del fogón y juntar ocotito para venderlo en la ciudad. Junto a una treintena de comunidades de la sierra norte y sur, San Peter se dejó convencer de rentárselo a este hombre de la ciudad de México a cambio de una carretera que les cambiaría la sensación de abandono y pobreza, que a grandes rasgos es el único recuerdo de los más ancianos. “Cuando yo me fui dando cuenta mis padres eran pobres, el mismo pueblo era un pueblo muy pobre”, me contó doña Prisciliana. “Lo que recuerdo es que la vida de uno era muy sufrida con la pobreza, no había trabajo, no había nada”, rememoró don Luis. Frente a esa “nada”, el horizonte se les ensanchó con la apertura de la carretera, donde algunos obtuvieron empleo y las ciudades de Zimatlán y Oaxaca se les acercaron muchas horas proporcionales. Con la carretera llegó la Compañía Forestal de Oaxaca, del susodicho Pandal, que durante 25 años estuvo sacando alegremente millones de pies cúbicos de madera –pagando una modesta renta a la comunidad– y construyendo un emporio económico y político que llegaría a tener relevancia nacional. Muy pocos obtuvieron trabajo en “la Forestal”, pues las labores eran especializadas y peligrosas, por lo que fueron traídos obreros forestales de Michoacán y Toluca que con el tiempo construyeron pueblos con comodidades atípicas en la región, como una clínica con médico, cine, escuelas de seis grados, tiendas surtidas, servicios y casitas limpias y uniformes como ocurrió en El Tlacuache (“parecía un pueblo gringo”), dentro del territorio de San Peter. Con el tiempo los sampedrinos eran vistos como extraños en su propia tierra, habitantes incómodos, suspicaces, no bienvenidos en las oficinas de la compañía. Pero el tiempo pasó, las generaciones se renovaron, cambiaron de mentalidad. Para cuando se vence la concesión por 25 años en 1982, muchos habían trabajado o trabajaban en “la Forestal” y contaban con otra clase de experiencia. De forma incipiente comienza un movimiento que se atrevía a pensar que la propia comunidad se hiciera cargo de su bosque, que no se renovara la concesión a la Forestal de Oaxaca y se pensara en serio en tomar las riendas de la explotación comercial de madera. Hacía poco la comunidad había logrado que se les diera el negocio de transportar la madera afuera de la sierra, por lo que adquirieron a crédito decenas de transportes de carga que eran, digamos, el único activo moderno con el que contaban (“con tres meses de carga se pagaba el camión”). Bueno, sí, pero ¿y todo lo demás? No tenían experiencia de mercado, de precios, de tecnología, de las cuestiones técnicas y científicas de un bosque. Y lo más importante, no tenían ninguna experiencia en administración; “quebrarán en unas cuantas semanas”, vaticinaron las autoridades en Oaxaca. Pero los meses pasaron y el movimiento comenzó a tomar forma en la dirigencia del comisariado. Hubo que hacer presión. El presidente José López Portillo concesionó los bosques de Oaxaca “por tiempo indefinido” a la Compañía Forestal y ahí ardió Troya. Treinta pueblos se levantaron contra la medida y unificaron su lucha en un movimiento estatal. En San Peter secuestraron las máquinas de la Compañía y paralizaron la producción. El Gobierno tuvo que echarse para atrás. Los meses que siguieron fueron de zozobra, de desempleo, de crisis económica y emocional. La Compañía salió de los dominios del pueblo, pero dejó detrás una cauda de dudas y ciertamente de desolación. El Tlacuache fue desmantelado y se convirtió en un pueblo fantasma. Las grúas y otra maquinaria que quedó paralizada fueron víctimas de la oxidación y el abandono. Los hombres salieron del pueblo y de la región, y se fueron a trabajar en donde fuera para sostener a sus familias. Fueron dos o tres años de incertidumbre en los que las autoridades comunitarias no bajaron la guardia, porfiaron en su tarea de rescatar el bosque y construir una empresa de y para la comunidad. Fue cuando ocurrieron cosas del destino que permitieron a San Peter alcanzar su propósito. Llegaron asesores, algunos eran desempleados de la SARH, otros venían huyendo de los conflictos de Chiapas, todos jóvenes y bien intencionados cuya ardua labor podríamos sintetizarla en unas cuantas frases que desperdigaron como granos de maíz en una tierra pródiga: “sí se puede, ustedes pueden hacerlo, si se organizan lo pueden lograr”. Y los ayudaron a organizarse. Una docena de pueblos decidieron entrarle a esa aventura y se organizaron con los “licenciados”.

“Esto es una factura, esto es un cheque, esto es una cuenta.” Con el ABC de la más elemental administración se comenzaron a adiestrar. Con el tiempo trajeron asesoría finlandesa y alemana para lo forestal, compraron maquinaria, se implicaron como comunidad en cada uno de los detalles de la explotación forestal, con cargos rotativos de dos años de duración en donde todos fueron de todo, como me lo contó don Luis.

“… he andado poquito, lo que se puede, yo soy escaso de conocimientos porque casi no sé leer, pero no sé si por suerte o por qué me dieron cargos, me dieron muchos cargos. He tenido los cargos de aquí, los que tiene la población: tequitlato, mayor, regidor, agente segundo, agente municipal, alcalde, esos fueron los primeros cargos que pasé. Después me dieron el cargo de tesorero en el Comisariado, después alcalde de la Agencia Municipal, después de eso, en el 80, me dieron otro cargo de tesorero, dos periodos estuve sirviendo en el Comisariado. Esos son los cargos.”

El toque genial de todo esto fue la creación de la Comisión Revisora que desde entonces y hasta el día de hoy lleva celosamente las cuentas claras de toda la organización comunal. Gracias a eso han podido crecer sostenidamente por más de un cuarto de siglo.


Bosque

En la actualidad se cumplen tres décadas de aquellos hechos que marcaron el destino de San Peter, una de las nueve agencias que tiene el municipio de Zimatitlán, Oaxaca (no confundirlo con el municipio de San Peter, Oaxaca, vecino de la costa sur del estado). La United de Aprovechamiento Forestal Comunal, coloquialmente conocida como “la United”, es hoy la matriz de todos sus desarrollos, su fuente de empleo, de bienestar, de progreso, de proyectos y sueños. Tiene una empresa forestal que factura millones, un aserradero, una clínica comunitaria con farmacia gratuita, una empresa de agua embotellada que se surte de su propio manantial; una empresa de autotransportes foráneos con una docena de unidades que hace la ruta San Peter-Ciudad de Oaxaca con varias corridas al día; una Caja de Ahorro funcional, que ofrece créditos baratos a los comuneros; construyeron un flamante edificio de cantera rosada para la presidencia auxiliar –ya la quisieran muchos municipios–, una hermosa escuela primaria; una tienda de abarrotes comunitaria con productos básicos y establecieron pensiones vitalicias para los mayores de sesenta años y las madres solteras; tienen un sistema de becas universitarias para los jóvenes que deseen estudiar y salarios dignos, suficientes para los hombres que explotan el bosque de la comunidad.

El pueblo de San Peter dejó de ser una comunidad de pobres, lo que no significa que se hayan acabado los problemas, que no haya carencias y necesidades, endemias como el alcoholismo y los embarazos prematuros, pero los sampedrinos de hoy viven sus propias circunstancias marcadas por la modernidad de un mundo que muta constantemente; nos exige modificar mentalidades y metodologías, adaptar nuevas circunstancias a sus inalienables usos y costumbres que permanecen impávidos al paso de los años. La vida sigue, pues, y la viven lo mejor que se puede, con un ojo en el gato y otro en el garabato. Es decir, cuidando sus bosques de los múltiples escenarios que los amenazan, sean naturales, económicos, políticos o sociales.

Detrás de todos los anhelos, los sueños, las necesidades y problemas que viven los sampedrinos de hoy está la sempiterna “United”, la gran ubre que alimenta los afanes de toda la comunidad. Marcha porque desde el principio la asamblea comunitaria de San Peter tomó la decisión de que marchara. Cuentas claras, amistades largas, dice el dicho, y lo que la United ha logrado en su perenne renovación de cuadros ha sido, no solo la creación de un emporio bien manejado con números saludables y finanzas sanas, sino la creación de una comunidad completa de administradores que saben de lo que se habla cuando se presentan las cuentas y los proyectos en la asamblea comunitaria. Esa es la gran enseñanza de San Peter.

“La unidad va bien porque todo el pueblo está trabajando –me confió el actual comisario llamado también Peter–, no hay gente rebelde contra el pueblo, todo el pueblo está trabajando, vamos bien. Yo doy las gracias al pueblo porque sí nos reconocen a los viejos. Así estamos.”

Cuando regresé a la ciudad de Puebla, luego de días de trabajo de campo, aún no tenía la claridad que tengo ahora cuando he terminado la redacción de la historia testimonial de San Peter. Llegué con 20 horas de grabaciones y la clara convicción de que, si las comunidades mexicanas tuvieran un control administrativo en sus pueblos y sus municipios como el de San Peter, en lugar de ostentar demagógicamente con órganos de fiscalización en los congresos locales y oficinas de transparencia tan poco transparentes, otro gallo cantara. Pero el ejemplo de San Peter no es suizo, ni finlandés, ni estadounidense, sino que es un ejemplo nuestro, oaxaqueño, tomado de uno de los vilipendiados pueblos indígenas eternamente socavados y condenados al olvido y a la disgregación. Y eso, por decir lo menos, es una fuente de inspiración y de esperanza real. Como dirían los voceros vocingleros, entonces, sí se puede.

 

Fotos tomadas de PueblosAmerica.com

https://mexico.pueblosamerica.com/fotos/san-pedro-el-alto-5

sábado, 3 de agosto de 2024

Zapatero a tus zapatos

 


Cada vez que escribe el doctor Antonio Lazcano sobre sus especialidades científicas lo leo con fruición, a sus amplios conocimientos de ciencia adjunta una cultura literaria que no rehúye la acidez ni el humor. Hoy por hoy nuestro principal divulgador de la ciencia y espero que lo siga siendo por mucho tiempo. El 14 de junio de 2024 nos regaló otra jugosa columna sobre piojos y pulgas, especímenes a los que sigue desde la antigüedad hasta nuestros tiempos. Muy divertido e ilustrativo.

Todo muy bien hasta que el doctor deja de hablar de su especialidad, que es la ciencia desde su entrenada visión, para meterse en camisa de once varas y mezclar ignorancia con prejuicios, superficialidad y ardor. En sus últimos dos párrafos expresó:

“Gracias a los migrantes asiáticos que cruzaron el estrecho de Behring, los piojos llegaron a América y se fueron diversificando a medida que se fue poblando el continente. Cuando arribaron los europeos, los piojos de ambos lados del Atlántico se vieron frente a frente, se mezclaron y terminaron cruzándose. Lo mismo pasó con las poblaciones humanas. El DNA no viaja solo; con los genes llegaron lenguas, culturas, y formas de convivencia, incluyendo algunas de una violencia aterradora. Los resultados coinciden con evidencia lingüística, arqueológica y antropológica, y representan un desmentido adicional al mito de la existencia de pueblos originarios de México. Los piojos y nosotros somos migrantes y mestizos.

“¿Cuál de todas las culturas actuales es la originaria? Ninguna, porque todo depende de dónde y cómo tracemos la línea del tiempo. Los llamados pueblos originarios no son ni homogéneos ni puros, ni sus culturas han permanecido inalteradas desde la noche de los tiempos. Suponer lo contrario es negar la capacidad de cambio y adaptación de los usos y costumbres de distintas etnias a lo largo de los siglos. Las tradiciones de ahora, que algunos quieren remontar a un pasado dorado que nunca existió, carecen de una continuidad cultural con tiempos míticos que nada tienen que ver con la realidad. Ni remedio. El término ´pueblos originarios´ ya se quedó, y se ha convertido en una frase que resume las fantasías étnicas que han invadido el discurso político, se coló a los libros de texto, y se dejan ver en actos caricaturescos como el cambio del bastón de mando y el sacrificio de gallinas en el Senado de la República. Como lo entendieron Hesíodo y John Milton, el paraíso perdido es un mito poderoso, pero ni sirve para hacer justicia a las identidades negadas, ni es una salvaguarda contra la mezcla de racismo, clasismo y discriminación étnica que sigue azotando a los más pobres.”1

Hasta aquí el doctor Lazcano. Sigue mi comentario condimentado con desazón: la evidencia lingüística es tangible, así como las arqueológicas y antropológicas, pero no veo cómo representan un desmentido de nada, somos mestizos como los piojos, pero estos animalitos no hablaban ningún idioma y su única costumbre era (y es) chupar la sangre.

Aquí el doctor Lazcano penetra en arenas movedizas. “¿cuál de todas las culturas actuales es la originaria?”, se pregunta. “ninguna –responde–, porque todo depende de dónde tracemos la línea del tiempo”. No entiendo por qué le incomoda tanto a Lazcano el vocablo originario, que solo habla de principio, de origen, que él confunde con pureza en un barullo similar a la patraña aria. “Los llamados pueblos originarios no son ni homogéneos ni puros, ni sus culturas han permanecido inalteradas desde la noche de los tiempos”, afirma categórico. Fuera de algunos fanáticos desinformados, no sé de nadie que considere a los pueblos originarios mexicanos homogéneos o puros, quienes hemos estado en los pueblos que hoy habitan reconocemos su “originalidad”, su carácter originario, en costumbres ancestrales como el temazcal, la herbolaria y la alimentación. En ciertos lugares hasta en el idioma antiguo que todavía hablan. Nadie dice que sean “puros”, ¿quién es puro?

Afirma categórico: “Suponer lo contrario es negar la capacidad de cambio y adaptación de los usos y costumbres de distintas etnias a lo largo de los siglos”. Tampoco, pues yo supongo lo contrario y no tengo por qué negar la capacidad de cambio de estos pueblos originarios, así como la adaptación cultural y económica que se han visto obligados a asumir por diversas circunstancias en los últimos cinco siglos. Y particularmente en este blog, donde maestros de escuelas aún llamadas “de educación indígena” piden mayor conectividad digital y mejores planes de enseñanza matemática en totonaco.


Lazcano también se lanza de cabeza contra las tradiciones actuales: “las tradiciones de ahora, que algunos quieren remontar a un pasado dorado que nunca existió, carecen de una continuidad cultural con tiempos míticos que nada tienen que ver con la realidad”. No se sabe con quién pelea Lazcano, con “algunos”, afirma; dice que las tradiciones carecen de continuidad, quinientos años le parecen poco ¿deben de cumplir dos mil años como las cristianas?, ¿qué entiende Lazcano por tradición, solo la navidad le parece aceptable?, y luego afirma con fatal claudicación: “ni remedio, el término ´pueblos originarios´ ya se quedó, (… ha)
 invadido el discurso político (…) en actos caricaturescos como el cambio del bastón de mando y el sacrificio de gallinas en el senado de la república”, mezclando ignorancia con prejuicios y fobias políticas.

Como antropólogo me interesó y comencé a usar el concepto de pueblos originarios porque me pareció inadmisible que tantos siglos después siguiéramos llamándolos indios, inditos. Y esa adopción fue tan pertinente que en efecto penetró todos los ámbitos sociales y culturales en los que por cualquier razón se ven involucrados estos compatriotas, negados y vilipendiados por nuestras “tradiciones” mestizas. También se ha colado a la política, siempre oportunista, pero visto con frialdad científica, doctor Lazcano, nada tienen que ver estos pueblos con los “actos caricaturescos” en los que grupos de mestizos (también oportunistas) manipulan símbolos originarios para llevar agua a su molino. Es como culpar a los piojos de la caspa. Termina el doctor Lazcano apesadumbrado, concediendo que “el paraíso perdido es un mito poderoso” que no sirve “para hacer justicia a las identidades negadas”; ¿lo dejamos igual, entonces? les llamaremos inditos porque pueblos originarios no le parece correcto al prominente divulgador científico, un poco más digno que la pálida e ignorante presencia de esos pueblos originarios en el imaginario colectivo de los mexicanos, que están tan interesados que ni sus nombres conocen, aunque hayan convivido con ellos toda su vida. “El principio fundamental de que es humano y civilizado eliminar del lenguaje corriente las palabras que hacen sufrir a nuestros semejantes”, expresó Umberto Eco sobre esas nominaciones y apodos ajenos que los “vencedores” ponen a los “vencidos”.2 Que nombrarlos con mayor dignidad que como lo hemos hecho por siglos no los salvaguarda del racismo, el clasismo y la discriminación étnica que sigue azotando a los más pobres. Por eso es lamentable que una mente brillante les niegue a los “indios” esa mínima atribución de ser anteriores a los españoles, de ser originarios de estos lares. Triste. Seguiré leyendo a Antonio Lazcano cuando hable de ciencia, porque es brillante, culto y valiente, estaré atento para en su momento emitir mi modesta opinión.

 

Fotos del autor

1 Antonio Lazcano Araujo, El piojo y la pulga, Reforma, 14/jun/2024.

https://www.reforma.com/el-piojo-y-la-pulga-2024-06-14/op272875?pc=102

2 Eco, Umberto, Revista Confabulario 16/06/07.


martes, 5 de marzo de 2024

La religión mexicana


Seríamos un país mucho más interesante si se hubieran seguido las recomendaciones de Miguel Othón de Mendizábal, quien pregonaba tras la Revolución que México debía mirar a los pueblos indígenas antes de pretender “occidentalizarlos”, al modo de vida obrero. Mendizábal imploraba que no perdiéramos las costumbres heredadas por los pueblos originarios, que se procuraran para enriquecer nuestra propia “identidad mexicana”. En algún momento del siglo XXI los mexicanos retomarán aquella inquietud, reconociendo a los pueblos originarios como los ancestros de los mexicanos de hoy, los que son; un día del futuro el náhuatl crecerá en hablantes antes que disminuir o desaparecer, como vaticinan alarmados los antropólogos; que ciertas costumbres naturistas, cosmogónicas sobre la naturaleza y otros misticismos “originarios” cobrarán importancia entre los mexicanos de las próximas décadas, derivado de un desequilibrio del clima que se volvió árido y desértico o lluvioso con inundaciones. Religiones reinventadas con aquella inspiración, religiones propias, que además tendrán que ver con la naturaleza antes que con entelequias foráneas por antiguas que sean; aquí, encabezadas por el culto a Quetzalcóatl, un nuevo Sol frente a la decrepitud de Tonatiuh; el culto a la Luna y los rituales en los templos, que son pirámides ofrendadas al divino Sol, innegable dador de la vida. Científicamente comprobada, esta deidad tolteca que dice llamarse Sol, sale en las mañanas del horizonte y se retira al atardecer en la dirección opuesta, da vida a la tierra y los océanos.

Tal vez sea una argumentación necia, prematura e insostenible (aún), un bosquejo de utopía; se trata en todo caso de una primera acechanza epistemológica sobre los quehaceres de una academia antropológica perdida en la búsqueda de su objeto de estudio, incapaz de orientar a los mexicanos sobre su situación antropológica, con medio centenar de idiomas vivos, como muchas cualidades evidentes en esa esencia originaria que insistimos en negar. El INI se convirtió en un instituto sin voz, sin personalidad, a pesar de las personalidades que se cruzaron en su camino, fue incapaz de transmitir a los despistados mexicanos siquiera las características objetivas de los pueblos originarios que conviven con nosotros, sus bondades históricas que muchos mexicanos no quieren reconocer como su propio pasado, su pertenencia a un país múltiétnico donde, paradójicamente, periodistas como Fernando Benítez, historiadores como Florescano; documentalistas como Paul Leduc y cronistas como Carlos Monsiváis –sin olvidar al Canal 11–, y numerosas revistas de divulgación; entre todos ellos han aportado más a nuestra cultura antropológica que los miles de antropólogos que pueblan el revoltijo institucional. Dicho sea con todo respeto.

 


Las aglomeraciones cada vez más masivas de entusiastas que van a bañarse de energía a las pirámides de Tenochtitlan, Teotihuacan, Malinalco o Cholula –sitios arqueológicos en todo el país–, son un primer indicio de la proliferación de rasgos de religiones ignotas que sincronizarán sus ritos con la tecnología y la ciencia; con la electrónica y la internet.

Abusando de tu paciencia, este ímpetu nahuatlizador se extenderá en todos los estados que hoy ocupa el antiguo territorio del centro mexicano definido por Paul Kirschhoff como Mesoamérica.

 Así sea.

Fotos del autor.

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