viernes, 28 de octubre de 2016

Sabíamos que seríamos ferrocarrileros

En casa de don Alfredo Flores y Palacios se respira un ambiente gremial y tal parece que se escucharan los estruendos metálicos de los cambios de vía, de los émbolos que detienen las enormes ruedas de acero de las máquinas de ferrocarril. A pesar de su edad, no es difícil imaginarlo vestido con la parafernalia del conductor que se asoma por la ventanilla de la locomotora, aunque tal vez pueda ser confundido con otro maquinista idéntico a él, vestido con el mismo patrón y empleado de la misma empresa ferrocarrilera: su hermano gemelo. Por eso don Alfredo habla frecuentemente en plural, en su nombre y en el de su hermano.



DON ALFREDO FLORES Y PALACIOS

Nací en Oriental, Puebla, junto con mi hermano Gabriel, porque somos gemelos. De los mismos apellidos. Oriental está cerquita de Libres, está muy feo, pero yo le digo que es el rinconcito más bello del vergel poblano, una manera de hacerle mofa, porque es un pueblo de mucha arena. Normalmente así nos dicen a las personas que nacemos allá. Le voy a aclarar a usted que nosotros nada más nacimos y como a los 5 o 6 meses, se vino mi papá para acá a Puebla y ya no volvimos a salir. Mi papá estaba en Oriental porque es un centro ferrocarrilero, mi papá también era ferrocarrilero. Un centro ferrocarrilero mucho más grande que Apizaco, que Orizaba, que sólo eran troncales. Oriental era importante por el flete que se movía. Antes, hace sesenta, setenta años que yo tengo, pues no había tanta infraestructura de carreteras como la hay ahora, entonces el peso del flete se movía por el ferrocarril. Mi papá era conductor de trenes.

Nosotros los que trabajamos en transportes, tenemos que ir a donde nos necesite el Ferrocarril o, en su defecto, acomodarnos ya cuando tenemos determinados derechos,  años de antigüedad, en la plaza donde más nos convenga. Por ejemplo en México o aquí en Puebla. Pero si hace falta personal en Jalapa, a Jalapa, si hace falta en Oriental, a Oriental. Y los que ahí vivían, como mi papá, tenía sus corridas asignadas.  Normalmente los trenes completos de fletes se corrían en la noche. Esa fue la razón por la que fuimos a nacer allá en Oriental.

Llegamos a Puebla, me imagino que a la casa de mis abuelos, que estaba en la 2 poniente 507, muy cerquita del templo metodista, entre la 5 y la 7 Norte. De ahí, como es natural, mis papás tuvieron que buscar una casa para la familia que apenas empezaba. Nos fuimos a vivir a la 2 Poniente 501, dos casas de por medio.

En esos tiempos un ferrocarrilero vivía bien. Por ejemplo, en la locomotora veía usted al maquinista con su traje de mezclilla, que era el uniforme, pero ya que estaba aquí de descanso, andaban trajeaditos, si iban de café, desde el sombrero hasta los calcetines cafés, corbata café. Muy bien vestidos. Eran gente adulta, la mayoría mayores de cuarenta. El ferrocarrilero se significaba porque le pagaban al bien en comparación con otras empresas. En Puebla lo textilero. Y mi mamá alcanzó a ver cómo a mi papá y a otro tío, que era maquinista, les pagaban con bolsas de plata, en lugar de billetes, bolsas cerradas. Por decir mil pesos: mil pesos, se los daban en plata.

De niños, como éramos chiquitos –siempre hablo en plural-, pues íbamos creciendo y creciendo. Vivía con nosotros una tía de mi papá, una viejita, que era la que complementaba a la familia. Y siempre con una muchacha que ayudaba a mi mamá, como éramos dos. Mi papá viajando. Fuimos a la escuela, al instituto Iberia, que estaba en la 2 poniente 701.

Desde muy chiquitos nos dimos cuenta que seríamos ferrocarrileros, pero estudiamos igual. Mi papá siempre nos llevaba a los ferrocarriles, de servicio o descanso, o nos llevaba a viajar con él, como era Conductor de un tren de pasajeros, nos sentaba ahí en un carro de primera y vámonos; luego el regreso. Allá dormíamos con él, por ejemplo, en México. Después de primaria, en el Instituto Iberia había una carrerita corta que se llamaba Comercio, la ciudad era tan pequeña que el comercio era, me imagino, como ahora un bachillerato, algo así. Le daban a uno correspondencia, inglés, taquimecanografía. Nada más aguantamos un año, nos salimos y, a escondidas de mi papá, como nos conocían desde chiquillos (llevábamos a los jefes papeles que mi papá les enviaba para no subir escaleras, “llévale esto” y ya nos conocían), hicimos nuestra solicitud; se lo confieso a usted con algo de rubor, la firmamos en su lugar, porque él, debido a que el trabajo de los trenes es muy sufrido, no quería que fuéramos ferrocarrileros.  Y como tuvo oportunidad de darnos una carrera, pero la rechazamos, pues menos. Tenemos otro hermano que nos sigue, ese sí aprovechó. El ferrocarril le gustaba de otra forma.  Ese es ingenieros, entró a petróleos y ahora está jubilado. Él en cierta manera aprovechó, pero yo no me arrepiento, hice el trabajo que me gustaba y mi hermano por lo consiguiente.


 Nunca reprobábamos, íbamos en tercero, en cuatro, quinto, sexto: igual, igual, igual; llegamos al ferrocarril, llegamos a los mismos puestos y llegamos trabajar igual. Ahí nos jubilaron. En el ferrocarril no admitían con menos de 18 años, entonces a esa edad entramos en 1950 y yo salí en 1990, cuarenta años, mi hermano se pasó otro poquito más. En ese entonces, para ser derechos, entraba uno a los puestos más bajos. Nosotros entramos al taller mecánico donde se estaba necesitando personal y ya estando adentro cambiamos de especialidad. Era más fácil que entrar directamente a Transportes. Transportes era el departamento mejor pagado para las personas que ya estaban trabajando que al que iba a entrar de la calle. Lo poco que se me llegó a pegar de Talleres lo aproveché, aprendí las medidas en pulgadas, el nombre de las llaves, etcétera, porque estuve siete años, mientras había oportunidad de pasar a Transportes. En el intervalo me casé.

No sé como decirle a usted. Mi esposa es amiga de una de mis hermanas desde entonces. Casualmente, en una ocasión la fueron a visitar Alicia, mi esposa, otra amiga de ellas y otra más, que ya es difunta, a la casa de usted; vivíamos en la 4 Poniente. Ahí nos fueron a conocer y ahí Alicia se aprovechó conmigo y la otra amiga con mi hermano. Así fue como llegamos al matrimonio.

Mientras estuve soltero teníamos la residencia en la casa. Ya casado, me pasé a Transportes y fue cuando ya tuve que empezar a salir, etcétera. Cuando llegué a mi puesto de maquinista llegué al cielo. Cómo le podría hacer yo una comparación, me imagino que es como un aviador que se sube a su avionzote. Siente una satisfacción tremenda, un trailero que lleva un carrazo atrás bajo su responsabilidad. En este caso, hago mal en decir esto, pero se me hacía más importante porque llevaba un chorro de carros atrás. Era vía angosta, pero ya que se hizo en escantillón más ancho, la vía ancha, vinieron los trenes más pesados, las máquinas más grandes, y fácil noventa, cien carros, ciento diez. Usted se volteaba y no veía la cola.

Los mismos amigos míos eran los de mi hermano y viceversa. Siempre nos complementábamos. Aparte de que teníamos amigos, siempre nos buscamos el uno al otro, porque somos gemelos idénticos. Y las personitas que nacen así, en el mismo parto pero, que no son iguales, vulgarmente se les llama cuates, y puede ser niño o niña, o si los dos son varones pueden no parecerse. Nosotros somos idénticos. Una relación que sería difícil de explicar porque no nací solito, si hubiera nacido solo sí vería la distinción, pero yo me acostumbré desde los primeros recuerdos, siempre con mi hermano, mi hermano, mi hermano, pegados. Nos vestían igual y todo. Cuando vivíamos ahí en la 2 Poniente y se enfermaba uno de los dos, luego luego llevaban al enfermo a casa de los abuelos. Al rato, ahí viene de regreso. Ya estaba enfermo el otro también. Nos enfermábamos igual, aunque nos separaran y todo. Ya más grandes, en especial, íbamos al Paseo Bravo. Había juegos en lo que ahora es el Acuario, había un parque con columpios, escaleras, subibajas.

La plaza de toros de Paseo Bravo estaba en lo que ahora es un conjunto de casitas, que es en la 5 poniente, entre la 11 y la 9 pero, me parece -yo ya no me acuerdo- que era de madera, por lo que oía platicar a mi papá o mi abuelo, porque mi papá visitaba al abuelo o mi abuelo visitaba a mi papá. De la que sí me acuerdo es de la plaza de toros por donde ahora está la UPAEP, que ya era de puro cemento.

Después fuimos a dar a la 11 Norte, a una casa que le decían en ese entonces “de cuatro pisos”, no sé si la llegó usted a conocer, de mampostería, de piedra. Y era la casa más alta de Puebla en ese entonces, cuatro pisos. Ahí fuimos a vivir al segundo piso y de ahí se pasó mi papá a la 4 Poniente 908, en la calle que entonces se llamaba el Mesón del Sol, entonces todas las calles tenían nombres así, aunque ya empezaba la nomenclatura nueva, ponientes y orientes.


 En Puebla no había mucho a dónde ir. Las diversiones eran los bailes en El Retiro, en la Paz, con orquestas buenas. Los Bombines Negros, luego estuvo Pancho Vidal, orquestas poblanas tipo Ramón Márquez, Luis Arcaraz; claro, más modestas, pero muy buenas, no con el renombre de aquellas. Esa era la manera de divertirse con la novia, no había otra cosa. Luego, a entregar a la novia a las 9 de la noche, imagínese. Mis hermanas tenían que llegar a las 8 y media, nueve de la noche. Si vieran ahora que las muchachas andan a las doce de la noche, una de la mañana como si nada, mis papás se volverían a morir de la impresión.

Mi papá era muy condescendiente, como él también fue joven. La que era más estricta era mi mamá. Mi papá era muy liberal con nosotros, con las mujeres no, pero a nosotros sí, no nos jalaba la rienda.

Cuando estábamos en el taller terminábamos nuestro turno a las tres de la tarde. Llegábamos a la casa y al baño, a comer y ya teníamos toda la tarde libre. Del diario había que andar de trajecito, muy elegantes. La ciudad era otra, estábamos tan acostumbrados a la quietud que no había otra manera de disfrutarla. Entre semana se iba uno al cine, para pasar el tedio de la tarde. Porque al otro día temprano a las siete entraba uno a trabajar.

La ciudad de Puebla está creciendo, no es la ciudad que yo conocí, en la que me crié. Está tremendamente grande, sobre todo al sur. Es la consecuencia de la modernidad, de que está creciendo el país, somos más gente. Cuando era chamaco éramos veinte millones de mexicanos. Me acuerdo de la cifra porque había un eslogan de una cerveza o un jabón que decía: “20 millones de mexicanos no pueden estar equivocados”. Se me grabó eso. Ahora somos más de cien millones, ya creció el país cinco veces más como consecuencia de la explosión demográfica. Salimos a pasear con mi hija, mi señora, el nieto. La veo muy agitada, muy agresiva, en particular me refiero a las personas que manejan. Yo siempre tuve mi carrito pero se manejaba muy calmado. Ahora es una agresividad de los volanteros que le avientan a usted el carro, pitan con la bocina. Eso lo vi en los principios cuando empecé en México. Me decía para mis adentros: “por qué tanta prisa”, pero México era tan grande, necesitaba más rapidez y todo, y ahora la que le sigue es nuestra ciudad.

Mi papá era conductor que alguna gente confunde con el maquinista. Está un poco alrevesado porque el que conduce se supone que es el que lleva los controles, pero así era aquí. El que llevaba la máquina: maquinista; su ayudante fogonero, que se encargaba de alimentar la caldera de vapor, que a mí me tocaron todavía. Originalmente se alimentaba con leña, luego con carbón de coque a principios de siglo. Ya cuando introdujeron el petróleo para la combustión, ya se usaba petróleo crudo, mal llamado chapopote, con eso se alimentaba la caldera, el fogón. Se calienta a determinada temperatura, a que quede aguadito, muy ligero, porque el crudo es muy espeso, se calienta con el mismo calor de la caldera, pasa a un quemador y con el mismo vapor se levanta y llena todo el fogón de lumbre. Es para hacer el vapor. Bueno, ese era el fogonero.


 El conductor. En un grupo pequeño siempre debe haber una persona que dirija, en este caso el conductor era el jefe del tren, y actualmente sigue siendo el conductor. Todos los demás empleados, en lo que se refiere al trabajo, al tren -y nada de caprichos de “veme a comprar unos tacos”-, el conductor era el jefe, el que daba las órdenes más apropiadas, “vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro, vamos a agarrar carros, vamos a dejar carros”, todo lo que se refería al movimiento del tren.

Se llevaba aparte dos garroteros, y si se excedía el tren de 45 carros, estaba en el contrato que por cada quince carros más se pusiera otro garrotero.  El trabajo del garrotero era revisar que fueran bien los aparejos de tracción, cuidando que no hubiera piezas sueltas, fierros arrastrando y retrancas; le llamaron garrotero porque entonces los carros frenaban con aire, como ahora, pero cuando está solo el carro que no tiene aire puesto, tiene un volante que por medio de cadena pega las zapatas contra las ruedas, ese es el freno de mano. Entonces para moverlo necesitaban un garrote, una madera especial de pino bien pulidito para apretar los volantes. Eso ya desapareció, ahora es por medio de engranes, ahora con la mano, con un dedo le da usted y aprieta. Con un golpecito se afloja automáticamente.

En un tren normal de seis, ocho o diez carros llevaba dos garroteros, si era de carga tres. Cuando se excedía de 45 piezas llevaba un garrotero adicional por cada quince carros, distribuidos a lo largo, y su lugar de viaje era arriba de los carros, en los trenes de carga, vigilando. 

Había otro personaje en los trenes mal llamado auditor. Era la persona que se encargaba de cobrar el pasaje a bordo de los trenes de pasajeros, el importe de cada persona que subía. Si la persona abordaba el tren en una terminal: México, Puebla, San Lorenzo, Oriental o Jalapa, en la estación compraban su pasaje con un señor llamado boletero, se lo presentaban al auditor arriba del tren y no había problema, estaba pagado. Pero en la estaciones en que no había ese servicio, que eran las más, la gente subía y pagaba a bordo del tren, le daban su boleto y todo. Era un cobrador, pero lo llamaban auditor.

En los trenes de pasajeros regularmente iban uno o dos carros, tipo caja, que servían para el exprés y el correo. Iban, independientemente del pasaje, en sus carros especiales. El exprés lo manejaba un empleado de ferrocarriles, le decían mensajero de exprés y luego le cambiaron el nombre a Conductor de Exprés. Los nombres inadecuados me imagino que se deben a que, a la hora de trasladar del inglés al español la nomenclatura, no se pudo hacer a la letra.


El hecho de que viviéramos tan cerca de donde estaba la estación de ferrocarril, es porque al personal que va a salir a camino, se le avisa con dos horas de anticipación. Si usted va a salir a las tres de la tarde, se le avisa a la una. Había un empleado especial para eso, que iba a tocarle a usted y le llevaba un libro donde firmaba la hora de avisado. Esas maneras de trabajar me imagino que las vinieron a implantar los norteamericanos.

Cuando uno entra a Transportes va derecho a una especialidad que se llama similares de tripulantes de locomotoras, ahí le enseñan  a uno a encender máquinas, a cuidar calderas, etcétera, de tal forma que cuando sube uno a fogonero ya lleva uno los conocimientos para controlar la temperatura del vapor. Al fogonero después le cambiaron el nombre a Ayudante de maquinista de camino, pues ya no se justificaba el nombre de fogonero porque ya no había fogón que alimentar. En ese puesto llegué a tener uno de los mejores trenes de la división. Mejores en el aspecto salarial, los que ganaban mejor.

Para entrar a trabajar a Ferrocarriles hay que estar recomendado por el sindicato de ferrocarrileros. En ese entonces los que teníamos derecho a entrar a Ferrocarriles éramos los hijos de trabajadores establecidos, en su caso, si urgía mucho personal y no había suficientes hijos de trabajadores que cubrieran las plazas en el taller, las oficinas, etcétera, agarraban parientes, por ejemplo sobrinos.  Estaba estipulado en el contrato quiénes podían entrar y antes de ir a solicitar el empleo a Ferrocarriles iba uno al sindicato. Ya, lo apuntaban a uno por ahí, “soy hijo de fulano”, tiene tanta antigüedad, y ya con eso lo tomaban a uno en cuenta.

Cuando había una solicitud de Ferrocarriles le pedía al sindicato: “necesito tantos empleados”, el sindicato dice: “estos”. El sindicato lo manda a uno con sus papeles, en ese entones, cartilla, acta de nacimiento, igual que ahora.
El sindicato no me cobró cuotas hasta que empecé a laborar, en mi primera quincena de mi sueldo; el trabajador paga un tanto por ciento para el sindicato, entre más ganaba pagaba más de cuota sindical.


En el movimiento ferrocarrilero de 1958 estábamos nosotros ya en el departamento de Transportes pero como similares. Recuerdo los paros, una cosa tremenda, el señor Vallejo paró los trenes en plena Semana Santa, fue un desquiciamiento hasta que intervino el gobierno. Hizo una especie de requisa de ferrocarriles, preparó personal militar para que moviera los trenes, pero eso no se llevó a cabo, no fue necesario, aunque lo tenía preparado. Hubo mucha violencia y muertos, cárcel para Vallejo y sus allegados. Yo tuve que parar, estuve como una semana, quince días sin trabajar, deseando que se arreglara todo para regresar al trabajo. Solicitábamos mejores condiciones de trabajo y mejores salarios. Sí ayudó mucho ese movimiento, pues después, si un trabajador ganaba quince pesos diarios, por decir, con el movimiento alcanzó casi al doble, unos 28 pesos, un aumento substancial, casi del cien por ciento; entre otras prestaciones, servicio médico para la familia, pues Ferrocarriles tenía sus propias instalaciones médicas que les daba servicio a todos sus trabajadores, pero entró la ley del Seguro Social y los ferrocarrileros, que éramos muchos, ochenta, cien mil, con la ley, el Seguro Social pidió, solicitó, exigió, no sé, que sus trabajadores ferrocarrileros pasaran al Seguro Social e imagine usted lo que se iba a llevar en cuotas. Sí, se hicieron convenios y todo y pasamos al Seguro Social, pero como el Ferrocarril nos daba todo el servicio gratuito basado en el contrato colectivo, de que todo era gratis, entonces con esas mismas condiciones pasamos al Seguro Social. Pasamos con las mismas prerrogativas de que no teníamos que pagar nosotros ni un centavo de cuota obrero-patronal, porque pasamos limpiamente. Ni yo ni ninguno de mis compañeros nunca pagamos una sola cuota al Seguro Social, y cuando nos jubilamos, el Ferrocarril nos da el importe de la jubilación, y aparte el Seguro Social nos pensiona, así que tenemos dos pensiones. En otras partes el Seguro Social le da al jubilado su mensualidad, pero el patrón queda desligado completamente, a nosotros no.

Los representantes sindicales. El charrismo, representantes completamente apatronados, vendidos al gobierno. El sindicato era corporativo del PRI, cuando había elecciones el PRI ya sabía. ¿Cuántos ferrocarrileros tienes? Ochenta, cien, quinientos, esos votos los contaba automáticamente el PRI, aunque uno fuera y votara por otra persona, era el corporativismo. Éramos parte del sistema de hecho, no de pensamiento. Pero si a usted lo veían que se apalabraba, lo veían que tenía ciertas tendencias, le buscaban los pies y va para afuera. O el mismo sindicato, que tenía una cláusula que se llamaba de exclusión. A solicitud del sindicato: “quiero que saquen a Flores, no me conviene por esto y por esto otro”. Y aunque no recuerdo que me haya tocado ver despidos de conocidos míos, esa era la amenaza, “se me sale del carril y te quedas sin trabajo”. El gobierno estaba obligado a darle a los Ferrocarriles cierto número de puestos, diputaciones, senadurías, presidencias municipales, era la cuota. Pero los que estaban enquistados en el sindicato eran los que tenían acceso a esos puestos.


A mí todavía me tocó que me llevaran de acarreado cuando estaba yo en el taller, a México, los días primero de mayo. Llegábamos a México en la mañana a desfilar y va para atrás. El primero fue con Ruiz Cortines, fuimos a Puente de Alvarado, ahí estaba el viejito en el balcón. El viaje era divertido porque se trataba más bien de ir a convivir con los cuates, porque nos íbamos en bolita. Cuando llegábamos había que hacer la marcha y todo. Un día nos tocó desfilar junto con la Asociación Nacional de Autores, la ANDA, salimos de 5 de Mayo y quedamos juntos los ferrocarrileros y ellos.  Me acuerdo de Ramón Armengol, que iba con un muchachote. Estrellitas. Y había que agarrar el tren de regreso, después de comer y darse una vueltecita. Pero nosotros nunca nos regresamos, nos quedábamos al teatro, para ir a bailar al salón Corona, a otros famosos; al teatro Blanquita cuando era Margo. Y cuando estaba muy suavecita la cosa, al Follies, al Tívoli, que eran teatros de desnudo, teatro para adultos. Éramos chamacos veinteañeros. Eso sí, muy prendidos. En ese entonces no se usaba, como ahora, que anda uno muy casual, entonces había que andar muy uniformaditos, de corbata, el cuello muy almidonado, perfumados y naturalmente bañados. Buenos zapatos, pues eran baratos los zapatos. Y con 300 pesos tenía usted un traje de buen casimir.


Nos la pasábamos bien en los desfiles del primero de mayo. Nos quedábamos en México porque uno de los compañeros tenía a su papá allá por Nonoalco y nos daba posada a todos, los amigos que éramos seis, ocho, ahí nos calentaba agua para los pies. Había vinos muy buenos y baratos, el Batey, el Potosí; los tequilas eran muy baratos, ora es una bebida carísima. Pero muy agradable, me gusta mucho, no sé si sea correcto que lo mencione, el tequila o el mezcal. Y solo. Y no le tomo a usted refresco. En esas primeras ocasiones que me llegué a propasar, que amanece uno con dolor de cabeza y mucha sed, sin hambre. Y no..., se toma usted sus tequilitas, sus mezcalitos y amanece usted con hambre, ninguna molestia.

viernes, 21 de octubre de 2016

Aquí estuvimos un tiempito

No ser poblano es un estigma que sobrevive a lo largo de la vida; si no se nació en Puebla difícilmente se llegará a ser poblano algún día. Lo que no quita que el asimilado ame y admire la belleza y las bondades de Puebla. Para esta niña tlaxcalteca Puebla representaba a la gran ciudad en los años 20 y rápidamente se asimiló, se integró a sus usos y costumbres, a sus placeres y defectos. Pero a la altura de sus noventa años seguía recordando que ella no era poblana. Nunca lo sería. 



DOÑA VIVIANA PALMA

Para empezar le diré que yo no soy poblana, pero me siento poblana, porque tiene muchísimos años que vivo aquí, como desde los doce años que nos venimos con mi mamá para Puebla. Yo soy de Tlaxcala. Nos trajo para acá y aquí acabé de ir a la escuela, después estudié una carrera corta, después me casé, nacieron mis hijos. Y ya después cambia todo, ya cuando uno tiene muchos hijos -yo tuve seis-, uno que se me murió y cinco que viven.

Como le decía, yo me siento poblana.  Rentaba mi mamá un departamento en la 3 poniente, cerca de la iglesia de San Agustín. Ya después nos cambiamos a otro lugar, como al año, por el lado de la 9 sur. La calle era muy tranquila. Cuando se levantaba uno las calles estaban barridas, porque en esa época era obligatorio, al que no barriera enfrente de su casa le levantaban una multa. Y se regaba. La gente mayor, porque yo era niña, se levantaba a buena hora y cuando yo me levantaba para ir al pan, o me mandaban a algún mandado, me acuerdo que estaban las calles limpiecitas.

El cambio de Tlaxcala a Puebla fue un gran cambio. Tlaxcala era una ciudad muy chiquita. Y yo la veía, en comparación de Puebla, mucho muy descuidada. No estaba pavimentada, tenía sus banquetas, muy pintoresca hasta la fecha, pero muy chiquita. No había colonias, se podría decir que la salida de la ciudad estaba en San Dieguito, cuatro cinco seis calles y ya era el final de la ciudad, porque era muy pequeñita. Del otro lado, caminaba uno tres calles grandes, cuando mucho seis, póngale usted, y ya estaba el río Sahuayo.

Mi papá tenía un ranchito que es ahora –creo- la universidad o salubridad, algo así. Ya era la salida. Todavía está esa iglesia que se llama San Dieguito. Al final de esa iglesita había una que otra casita muy humilde y todo, pero eran ya milpas y todo eso. Ahora está irreconocible, poblado y todo.


 Para mí fue muy impactante venir a Puebla, porque ya había muchos coches, las calles estaban pavimentadas, hasta las pulquerías me parecían diferentes, porque me llamaban mucho la atención que les colgaban muchas cositas de papel de china. Por curiosa volteaba a ver y había muchas como repisitas, con sus tarros, las catrinas, que después supe que las hacían en La Luz: unas gorditas con su piquito y como llenas de globitos, así, muy pintorescas las catrinas, como jarros para el pulque. Esas creo eran de a litro, los de medio litro eran unos como vasos largos.

Cuando venimos a Puebla nos venimos mi hermana Josefina, Vicente, yo, mi hermana Cecilia, Olegario y mi mamá, era yo de las de en medio. Yo debo haber tenido como unos doce años. Aquí terminé la primaria y luego hice una carrera corta, comercial, en una academia que se llamaba Guadalupe Victoria. Ya desapareció.

Me acuerdo que cuando llegamos a Puebla, unas primas que llegaron de visita, ya casadas y con hijas, me dijeron: “vamos a una fiesta de graduación”. Fue cuando conocí el cine Variedades, recién llegada. A mí me pareció muy grande, porque el teatrito de Xicoténcatl de allá de Tlaxcala que a mí me tocó era muy chiquito, como el Principal de aquí. El Variedades me pareció un teatrote, grandote.

Cuando nosotros nos venimos no había manera de entrar a la escuela porque creo que no traíamos todos los papeles o algo así, entonces, acababan de expropiar un convento en la 9 poniente y abrieron una escuela con los mismos maestros que habían estado allá en Tlaxcala. Fui a visitar a una maestra y que me vio: “ay, qué milagro, que andas haciendo por acá”. Pues ya le dije, que ya nos veníamos para acá, y que necesitaba entrar a la escuela. “Pero no faltaba más”, que no sé qué y no sé cuanto. Ella me llevó, me matricularon y me dijo: aquí estamos provisionalmente porque esta es una escuela federal. Y me enseñó la escuela, muy grande por dentro, creo que después fue la escuela Pacheco, algo así. Pero por dentro tenía altares y cosas, era de tres pisos y tenía muchos patios.

Dilatamos como un año y luego nos tocó que nos cambiaran de edificio, a la Fray Pedro de Gante, por allá por Las Piadosas, que era donde es ahora la Cruz Roja. La escuela todavía es escuela, pero a nosotros nos tocó el momento en que sacaron a las internas que estaban ahí, porque adelante había otra escuela de hombres, pero esta era de mujeres. Más arriba, donde después estuvo la Maximino Ávila Camacho, fue un internado de hombres, era católico. En la primera visita yo fui de las elegidas y fuimos. Y todo estaba tal cual, los objetos intactos, como estaban desayunando. Todo todo, haga de cuenta que se habían salido al recreo, pero las habían sacado tal vez a la fuerza. Un lugar muy grande. Tenía teatro, un comedor enorme, del otro lado la cocina o algo así. Luego bajaba uno unas escaleritas y estaban los salones, un patio, daba uno la vuelta y era una capilla, con su púlpito, su altar, las vestimentas de los padres, la vestimenta de los monaguillos. Luego del otro lado otro patio, donde fueron ya después los salones. Después había más patios y un segundo piso que no se veía desde afuera, con más dormitorios. Yo creo que de las muchachas que estaban ahí. Por allí había una farmacia, con sus vitrinas y sus frascos que me llamaron mucho la atención. Lleno de estantes y medicinas. Luego una sala de cirugía con su plancha, muy bien equipada. Y luego, más adentro, hasta el final, había patios de hortalizas, lechugas y rábanos, de todo había. Y así, era muy grande, muy grande. Todo se quedó así.


 Como al año nos cambiamos cerca, a la 9 sur, ya no me acuerdo el número, pero estaba a un costado de la Maternidad, lo que es ahora la Upaep. Ahí estuvimos un tiempito, y luego nos cambiamos de ahí para la 5 sur y 5 poniente, junto a la Casa Arrieta, atravesando la calle. Todavía existe, es una casa de tres pisos, antigua, donde se usaban unos como puentes de piedra y tenían una llavecita. Abajo había dos departamentos chicos y todos los de más arriba eran grandes, muy grandes.  Los departamentos tenían sus balconcitos que daban a la 5 sur, pero la entrada era por la 5 Poniente, pero donde yo vivía daban los balcones para la 5 sur. Hasta ahí iban los muchachos a cantarle a una, porque se usaban los gallos.

Después de la misa, fue una época para mí muy bonita, porque ya creció uno y ya estando en la adolescencia, poco más, pues era costumbre ir a misa de 11, porque en las tardes no había misa, nada más había misa a medio día. Salía uno de la misa y se iba uno al zócalo, donde daba vueltas uno al zócalo, las vueltas que uno quisiera. La podía uno dar a la derecha o al revés, al contrario, pero acostumbraba uno ponerse su mejor vestido, se usaba el sombrero, se usaban los guantes, y no porque uno quisiera, sino que así era la costumbre y así los veía uno en los aparadores, que un sombrerito del color de los guantes, del color de los zapatos. Y bueno, pues uno lo veía bien. A mí me tocó esa época. Luego en la tarde se iba uno al cine. En ese entonces estaba el Guerrero y el Variedades, después de dar la vuelta al zócalo o ir a visitar a alguna amiga que estuviera enferma o simplemente recorrer otras calle, al salir del cine, las tortas de doña Meche, era muy conocida doña Meche. No nos las comíamos ahí, nos las empaquetaban. Nos decía cómo las iba uno a querer, las envolvía y ya se iba uno a la casa y se comía uno la torta, o ya llegando a unas calles donde estuviera más obscurito, porque era muy común que todo mundo se iba a su casa caminando. Ya los que tenían mucho dinero se iban en su coche.


Una vez me invitaron a ir a dar una vuelta en un carrote, fue cuando conocí Atlixco. Una familia muy allegada de donde es ahora el museo Bello me invitó. Esa amiguita era amiga de las hermanas del señor y me llevaron a Atlixco. Y me acuerdo que tenían un chofer que se llamaba Pepe. Y llegamos de decía: “señoritas, ya llegamos a Atlixco” Sí, José, dele vuelta al kiosquito. Dábamos la vuelta en el coche, no nos bajábamos, dábamos otra vuelta. “¿Algún otro lugar?”, preguntaba el chofer. Otra vuelta al kiosquito y nos regresamos. Esa era la vuelta dominguera. Entonces a mí me pareció Atlixco lleno de flores, fue una vuelta divertida y novedosa, porque, pues, uno no salía así como quiera.

Volviendo al cine Variedades me acuerdo que la primera vez que fui al cine pasaban una película, en el intermedio de la película había una orquestita que tocaba dos o tres piececitas. Ponían un cartel en la pantalla que decía “Intermedio”, y ya se levantaba uno, si quería uno caminar allí mismo, se volvía uno a sentar y era otra película o a veces era la mitad de la película, si era muy larga. Así era ahí en el Variedades, y en el del portal. Al cine Colonial fui mucho después, ya cuando habían pasado muchos años y me pareció bonito, pero ya no volví nunca más.  Pero siempre decían: “vamos al “Costalito”, donde se supone que sólo iba la gente que soportaba que le estuvieran aventando de cosas y chiflando, porque chiflaban mucho los de gayola, decían. Me pareció bonito. Al principio no tenía tan mal prestigio, pero ya después decían: ”no, ahí no.” Y nos íbamos al Guerrero. Entonces en el Guerrero era lo mismo que en el Variedades.  Ahora es el Teatro de la Ciudad. Esos eran los más comunes en esa época.


 Yo iba al cine con mis cuñadas. A mis dos hermanos chicos los enviaba mi mamá a Tlaxcala, y luego ya después me casé y nunca conocí el Constantino, que estaba en la calle de los Gallos, la 6 poniente. Nunca fui. Yo nomás veía que iba mucha gente, sobre todo hombres, porque ahí había lucha libre, los sábados era día de lucha libre. Ese sí decían que era muy corriente, que la lucha libre, que no sé cuanto, era un cinito chiquito.

Yo siempre tuve mucho respeto para mi mamá, a pesar de que no teníamos papá porque se habían separado. Nos preguntó si queríamos quedarnos con él nos quedáramos en Tlaxcala, y si no nos veníamos con ella. Nosotros escogimos venirnos con ella.  Afortunadamente yo tenía unas amigas que después fueron mis cuñadas, que vivían ahí la misma 5 sur, pero en el 904, o sea entre la 9 y la 11, entonces ellas siempre pasaban por mí, le pedían permiso a mi mamá de ir al cine, de ir a dar la vuelta. Éramos compañeras en la academia.

Después, pues ya tenía unas amigas que vivían por La Paz, por donde estaba el balneario de la Paz, quién sabe si exista todavía en la 9 Poniente, donde está una iglesita y luego, a  mitad de la calle, le pedían permiso a mi mamá, vamos a ir nadar. Eran unas alberquitas chiquitas que tenían una ranita en medio que echaban por la boca el agua azufrosa, nosotros decíamos que olía a huevo cocido. Ahí había unos bailes pero nosotras no íbamos a los bailes, porque decían que era de las sirvientas, que nada más iban las sirvientas y las mujeres galantes, entonces por eso no íbamos. Pero a mi se me antojaba mucho. Si yo hubiera tenido una amiga que me hubiera insistido, “vamos a ese tipo de bailes”, pues yo si hubiera ido, porque a mi me encantaba bailar. Íbamos a los bailes, pero de alguna boda, de algún festejo, de algún cumpleaños, en casas particulares.

Al Carolino fui dos veces. En ese entonces me llamaba la atención ver al señor Vélez Pliego, alto, pero yo no lo veía moreno, sino como verde. Lo veía yo así como verdoso, bueno, un moreno raro. Y lo veía porque era pretendiente de una amiguita. Me invitaron esas muchachas que eran unas hermanas. Vamos, vamos. Eran los sábados o los domingos, en la tarde. Fui un par de veces y se ponía muy bonito. Tocaba una como orquestita lo de moda. Iban los muchachos, pues todos con sus trajes, porque no era como ahora, que son más informales. Iban todos con sus trajes y todos muy peinados. Era la costumbre en esa época porque los domingos y los sábados se ponían su traje y su saco y todo lo demás. Y como a las siete de la noche se acababa. Se acababa temprano. Eran unas tardeadas de las cuatro de la tarde a las siete. Muy sanas tardeadas, muy divertidas. Todo mundo tenía la atención de ir a pedir la pieza, no como ahora que se levanta uno así nomás. En ese entonces no, era muy formal. Y a las 7 de la noche, los músicos guardaban sus instrumentos y eso quería decir que hasta ahí. Pero era un patio bonito. Me acuerdo que sí era un patio.


Había unos bailes muy formales, nomás fui a uno. Blanco y Negro. Iba uno de largo, muy peinado, muy engomado. Los peinados se usaban muy pegados, no se usaba el crepé ni los postizos, sino que se usaban pegaditos, así marcando un ondulado, muy marcado, pegaditos a la cabeza.


Para esto, había muchachas que eran mucho más grandes que nosotras, que en ese entonces tendríamos...estábamos jovencitas, porque nosotros ya veíamos que había muchachas grandes, nosotras todavía nos poníamos un taconcito chico, no tan alto. En cambio ellas iban con unos taconzotes. Esas eran las tardeadas, porque ya los bailes bailes, cuando venía Carlos Campos y Juan Arpeta y muchos famosos, entonces eran en la noche, pero ya no iba yo, porque cómo iba uno a ir a repetir un vestido, a repetir algo. No, ni se sentía uno a gusto, y la verdad a veces ni le daban permiso, porque eran unos bailes que terminaban ya muy noche.

miércoles, 12 de octubre de 2016

Cuando llovía bonito y se inundaban las calles

Una costumbre muy poblana es hablar con extrema precisión sobre el número de las calles y su orientación: la 2 poniente; la 8 norte, que en ocasiones se convierten en un entresijo de nomenclaturas incomprensible para el escucha, pero sumamente importante en el sentido de sus relatos. No es el caso de don Juan Manuel Brito, pero su recuerdo guarda esa preocupación, además de los sutiles detalles que un hombre cultivado como él es capaz de evocar con la sustancia extraída de su memoria.



DON JUAN MANUEL BRITO

Yo nací aquí en la ciudad de Puebla, en la calle de San Martín número 8, o sea, actualmente la calle 5 de Mayo número 208, entre la 2 y la 4 Oriente. Mis padres, Luis Gonzaga Brito Roldán y Virginia Velázquez Fernández, los dos poblanos, nacidos en Puebla ambos y de familias poblanas, ya que mi abuela paterna, doña Felicitas Roldán de Brito, vino de México y mi abuelo, Pedro Brito Herrera, nació aquí en Puebla. He tratado de investigar un poco más allá pero no he encontrado muchos datos. De eso hace ya más de cien años.

De mi primera infancia, aunque yo nací en la calle de San Martín, mis primeros años vivíamos en la misma 5 de Mayo, pero en la casa 1403, antigua calle primera de San Juan de Dios, entre la 14 y 16 Poniente. Era un barrio del primer cuadro de la ciudad, en la esquina, la Iglesia de San Juan de Dios, que pertenecía a la parroquia de San José, ahí muy cerca, a tres calles; era una ciudad tranquila, todavía medio recuerdo las calles laterales. La 5 de Mayo estaba pavimentada hasta la 18 Oriente. Pero las otras, la calle de las Bellas, que se llamaba, la calle de Calceta y otras que generalmente recordaban a algún poblano o algún héroe o no héroe que vivió en esas calles, o que se distinguió en alguna forma por hacer el bien o por tratarse de alguna leyenda, como la calle de don Juan Manuel, que tomó la leyenda de México y la pasaron para acá. Había calles muy interesantes, como la calle del Ladrillo.

Nosotros fuimos nueve, cinco mujeres, cuatro hombres. De los hombres sólo vivimos dos, el mayor José Luis y el que me seguía a mí, murieron, y mis hermanas también murieron. Luis murió como de 14 años, Eduardo como de quince años y la hermana murió de doce años, yo tenía 14 cuando ella murió, María Elena.

De los parientes me acuerdo de la muerte de mi abuela paterna, que murió a los 92 años de una pulmonía fulminante, pues en aquellos años no había -eso debe haber sido en 1930-, no había los medicamentos que hay ahora. Yo la acompañaba diariamente a misa, ella se apoyaba en mí, ya estaba grande, y pues le dio una pulmonía en enero y murió el día 10. Esa muerte me impactó bastante.

Mi abuela fue más bien del lado conservador, ella no sé si tuvo un hermano o primo Roldán, que primero estuvo en el colegio militar y fue de los defensores de México contra la invasión americana. Después murió el muchacho siendo militar todavía y yo ya no lo conocí, pero mi abuela me contaba de él y de su época.
De don Porfirio Díaz, por lo que recuerdo, pensaba que había sido un buen gobernante, pero ella, sobre todo parece que tuvo amistad con familia de los Miramón, de Miguel Miramón, porque ella tenía algunos documentos, la carta que está en El Alfeñique, que escribió la víspera de ser ejecutado, dirigida a Concha, su mujer, y al pueblo de México. Yo la tenía por ahí copiada, porque es una carta que me gusta mucho por su sinceridad. La víspera de ser ejecutado él dice que quiere que lo perdone Dios y que lo perdone el pueblo mexicano porque no es, como dicen, un traidor, y que no quiere tener el nombre de traidor, “que se borre tan fea mancha de mis hijos.” Eso a mi siempre me ha impresionado. Esa carta la tuvo mi abuela ¿por qué? no sé, ella la dio al museo cuando se fundó, porque tenía amistad con los Ochoa, don Tomás y Moisés, Tomasito Ochoa, de los que vivían ahí entre la 2 Oriente y el río. Mi abuela había sido maestra de letras y había tenido un grupo en el que figuraban los Ochoa, el doctor Andrés Anaya, ya murió hace tiempo, y algunos otros, pero en una forma particular; enseñaba primeras letras y además en su casa. Su nombre era Felicitas Roldán Guerrero. La abuela paterna.

De la abuela materna puedo decir que ella era Pascuala Fernández de Velázquez y más bien se inclinaba por los liberales, a diferencia de la paterna. Claro que entre ellas eran amigas, se llevaban bien, se respetaban, pero una era conservadora, la otra era liberal. Las dos muy buenas personas y mi abuela paterna también con algo más de cultura, como podría tenerla una mujer en esa época en que no tenían mucho acceso a la cultura, pero ella dibujaba, tenía muy buena letra, en fin, era una mujer culta en su época. Cuando muere mi abuela fue una muerte que me impactó y yo la recuerdo como una mujer muy buena y muy estimada, era pariente de unas rubiecitas, María y Manuelita Bravo, que yo creo que algo tuvieron que ver con los Bravo de Nicolás, era puestas, muy habilidosas, solteras las dos, yo me acuerdo de ellas ya muy grandes, cuando era niño y murieron pronto, no sé más de ellas.

Mi niñez fue bonita, tranquila, le decía yo que vivía en el barrio de San Juan de Dios. Había tres casas en esa calle, y nosotros teníamos dos o tres balcones, uno de la sala, otro de la recámara; era una casa antigua, todavía está ahí pero ya un poco reformada. Existe el patio arriba, con su corredor, pero ya no está como estaba, me he dado algunas vueltas para verla. Nuestra cuadra era una calle de gentes amigas, se vivía la vida de barrio y de conocidos, enfrente había una tiendita que vendía dulces, desde macarrones de a centavo, camotitos, anisitos; despachaban de a centavo, de a cinco. Era la moneda que teníamos nosotros, nos daban de domingo cinco centavos y nos alcanzaba para varias compritas sencillas. Ya con diez, quince centavos nos sentíamos más ricos. La dueña de esa tiendita era Carito, que se llamaba Carolina y había sido “gente bien”, todavía cuando yo la conocí ella se vestía con sus enaguas largas, como las de las fotografías que vemos de personas de la época de don Porfirio, con su camisa alta hasta el cuello, con su bordado. Muy limpia, le decíamos Carito, y nos regalaba a veces dulces, tenía amistad con toda la calle y casi con toda la zona.

La misa era en San Juan de Dios, ahí fui monaguillo, fue el primer lugar donde aprendí, no sólo ayudar en la misa, sino a recoger las limosnas, ayudando al padre, al final la entregaba y después me iba a mi casa. Cuando me iba bien me daba diez o quince centavos a la semana, si no, no me daba nada. Ya después subí de categoría porque fui algún tiempo monaguillo de San José, la parroquia. A mí me bautizaron en el sagrario, porque la calle de San Martín pertenece a esa parroquia, ya a mis hermanos, los menores que yo, les tocó San José como parroquia. Subí de categoría porque la iglesia de San Juan de Dios era más sencilla y la parroquia tenía más vida como parroquia, más misas, más gente, más de todo. No era lo mismo una iglesia que tenía nada más dos misas, a la otra que tenía cuatro, seis los domingos, cambiaba la cosa. Sigue siendo más importante actualmente, más San José que San Juan de Dios. Recuerdo que me impresionaba y me gustaba ver el retablo de San Juan de Dios, bonito retablo, barroco chirruguera, blanco, de eso no hay mucho aquí, blanco con doradito, porque los retablos blancos aquí no son muy comunes, son más bien dorados, como los de Santa Catalina y otros.



Me acuerdo en mi niñez de la ciudad de Puebla, el Paseo de San Francisco, muy bonito paseo. Sigue siendo más o menos el mismo, pero entonces tenía el río, del lado poniente estaba el molino de San Francisco, estilo un poco morisco, y luego había campos de labor hasta San José, de tal modo que había un gran espacio. Muchos árboles, entre la 18 Oriente y la 8, donde estaba el puente de El Alto y la salida a Veracruz, traza antigua de la ciudad.

Mi papá era un empleado de comercio, siempre muy trabajador, muy buena persona, muy honrado, muy estimado, muy decente. Todos lo conocían, le llamaban señor Brito; él iba por la calle: “muy buenos días, muy buenos días”, saludando con su sombrero. Vecinos, tanto de las cercanías de la casa como de su trabajo lo saludaban. Atendía como trabajo una tienda de ropa, primero con los franceses, El Palacio de Hierro y cosas así, después en la Ciudad de México -se llamaba así-, en La Primavera; luego la fábrica de La Leonesa. Como él sabía del comercio de tienda y de ropa, le encargaron que pusiera una tienda y abrió primero La Fama en el portillo de un mercado, y mi papá les sugirió que podían abrir otra en un lugar mejor, entonces escogieron el Portal Hidalgo, y ahí abrieron una tienda de ropa. Era en aquella época también el Portal bastante comercial, entonces ahí estaba Salazar, que era de ropa -todavía está-, y algunas tiendas. Pusieron La Fama y les dio resultado, después hubo oportunidad de fundar otra más grande, porque el local era chico, abajo del hotel Royalty, y la fueron a abrir frente a La Santísima, donde ahora hay un estacionamiento. Esa era La Fama, tenía sus bodegas de telas y una gran parte de aparadores, una tienda bonita que él organizó y llevó. Después de su muerte se acabó la tienda, pero de ahí salió otra tienda para México, también para vender telas de la fábrica. Pero no sólo vendía telas de la fábrica sino otras cosas, una tienda de departamentos. Le gustaba poner el aparador, ya sea que él lo hiciera o que llamaran a un aparadorista para que estuviera todo bien presentado, creo que cambiaban cada semana de aparador para darle vista. Sí, mi padre fue una gente muy trabajadora, honrado. Muy apreciado y todo.

Yo hice mis estudios de párbulo con las madres teresianas donde se trataba de iniciarse en las letras. En ese colegio San Luis, que está en la 5 de Mayo entre la 8 y la 10 Oriente (donde después estuvo la secundaria Venustiano Carranza un tiempo, luego creo que estuvo también el Benavente unos días), es un edificio que fue en tiempos de la colonia el colegio de San Luis, que hicieron los padres dominicos, tenían donde está la iglesia, lo que es su atrio, y luego hacia el norte toda la manzana y otra más, donde fue y aún está el mercado la Victoria. Todo eso fue el convento dominicano, que después en 1967 -por ahí-, lo destruyeron, lástima, debe haber sido un convento semejante al de Oaxaca. Así debe haber sido éste, pero lo destruyeron, nada más quedó eso, hay un patio ahí, no es del mismo estiloaxacaOasx
, es otra cosa, pero todavía queda algo ahí.

Esos colegios que tenían seminarios los acabaron, ese dominico yo creo que era uno de los mejores, queda otro, pero más chico, allá en la 18, donde están los dominicos también. Pero el de aquí era bueno, y no he logrado yo ver en algunos grabados de la época cómo era, pero desde luego que sí era todo lo que fue el mercado la Victoria, era una cosa grande. El mercado la Victoria, que no era mercado, estaba integrado al cuerpo del edificio que medía dos manzanas completas. Todo eso se perdió, lo derribaron, no quedó casi nada. Menos mal que sí quedaron las iglesias, con la capilla del Rosario, las dos capillitas de mixtecos y naturales que están en el atrio, pero sí debe haber sido eso muy bonito.

Y entré a la primaria del Oriente, ahí hice primaria, secundaria y casi preparatoria, digo casi porque, aunque cursé la mayoría, resulta que eran tiempos de persecución religiosa, todavía, y el colegio no estaba reconocido, así es que cuando yo salí, para pretender entrar a la universidad, no tenía papeles oficiales, no valían mis estudios. Tengo por ahí certificados de todos mis estudios del Oriente, pero no tenían validez, no estaba incorporado ni reconocido. Era jesuita.



Los jesuitas tuvieron muchos colegios aquí: el Hospicio, frente al gobierno del estado, también en el Paseo, San Javier, que era para indios, San Ildefonso ahí frente al gobierno, es todo lo que era el Hospicio, ese edificio. Cuando expulsaron a los jesuitas, antes de la independencia, por 1767 ó 68, suspendieron la Compañía de Jesús en todo el mundo, y entonces los bienes de la Compañía pasaron al gobierno y ahí establecieron otras instituciones. Bueno, pues yo estuve con los jesuitas, luego ellos hicieron, donde fue el Instituto Normal, en la 11 Sur, el colegio católico del Sagrado Corazón. Ahora ya le borraron las letras que estaban hasta hace como un año, ese colegio se los quitaron allá por 1927, 28, y ellos abrieron su colegio en la Avenida Juárez, donde estaba Teléfonos de México. Tiraron el edificio, que fue de la familia De la Concha. Ahí está la fachada y yo conocí ese edificio estilo francés por dentro, sus decorados, y daba hasta la otra calle, de la 5 Poniente, era grande ese edificio. Ahí pusieron la preparatoria, mientras que la primaria la pusieron también en la Avenida Juárez, esquina con la 15 Sur, donde estuvo después el Sanatorio del Río. Después la primaria la pusieron en la 9 Poniente, donde hoy está la Upaep, ahí construyeron el nuevo edificio para la primaria, me tocó llegar a estrenar ese edificio, en 1930 debe haber sido. Eran cuatro salones nada más, el patio, desde luego sin pavimento y sin nada, donde jugábamos y el bañito de atrás que no era del colegio, pero se lo prestaba don Luis Gómez, que fue dueño del terreno donde hicieron el colegio. Eran tiempos de muchas restricciones y persecuciones, pero entonces los jesuitas comenzaron otra vez, hicieron los cuatro salones, luego los de arriba, luego los de enfrente. Después ya se fueron adonde están ahora, al Instituto Oriente... pero a mí me tocaron los diez primeros años.

Cuando fui estudiante vivía yo ahí en San Juan de Dios y el Colegio Oriente estaba donde está la Upaep y hacía mis cuatro viajes a pie. En tiempo de aguas -que llovía más que ahora porque había más bosque, ahora que se los han acabado ya no llueve mucho y creo que estamos cada vez peor-, pero entonces llovía bonito y se inundaban las calles. Atravesar el Paseo corriendo, cuando regresábamos para entrar en la tarde al colegio, era una aventura que nos gustaba. Recuerdo que alguna vez granizó y ahí vamos por el Paseo, levanto la cara y se me estrella un granizo en el anteojo. Lo rompió.

Para entrar a la universidad tuve que pagar a título de suficiencia desde la primaria, la pagué en la Escuela Tipo, pre-vocacional. Ya habían sacado primero mi certificado de primaria, comencé a pagar en la secundaria Venustiano Carranza toda la secundaria, y ya después ingresé a la prepa de Puebla. Como ya tenía una cierta formación, con eso llegué a la universidad. Entré a la Escuela de Derecho. donde hice mis estudios de Derecho y donde me tocó ser de los que luchamos por la autonomía.

En la juventud de mi época había de todo. A los preparatorianos nos daba temor ingresar ahí, no sólo por la novatada, con la rapada y algunos guasas un poco pesaditas, lo metían a uno en la fuente, pero eso era natural, si uno quería llegar allá tenía que aceptar. Y ya después uno era de los que andaba haciendo lo mismo. Pero era muy respetable el Colegio del Estado, tenía una tradición de cultura y de buenos alumnos, la mayoría de los profesionales de aquí de Puebla habían estado ahí, eran buenos, eran reconocidos, tanto los de Medicina en el hospital, donde tomaban sus clases, como los de Derecho, los ingenieros; teníamos una buena preparatoria, recuerdo yo a los maestros Sáenz de Miera; estaba Antonio, que después se fue a México, estaba el otro, Fernando, muy respetable, creo que era filósofo, eran hermanos. Y bueno, pues ahí tuve que sufrir la rapada cuando entré.



Yo hice todos mis estudios de la universidad en el primer patio del Carolino. Difícilmente íbamos a los otros dos patios, éramos pocos, relativamente; los de Medicina recibían algunas clases ahí, pero la mayoría en el hospital, los de Química algunas clases. Y otros en el segundo y tercer patio, los de Odontología, entonces hicieron esa entrada modernista, tan fea que hay del lado de la 3, para independizar la Facultad de Odontología.

Me acuerdo que iba los sábados en la tarde y el domingo desde luego. Le pedía autorización al prefecto, señor Sánchez, para que me dejara pasar a estudiar y estaba toda la universidad solita, uno escogía para pasearse, como el corredor tan grande de arriba, podía uno ir leyendo sin temor ni a tropezarse, ni a nada. Un silencio absoluto. Se encontraba a unos cuantos alumnos, pero no más de cinco en todo el edificio. La biblioteca de la universidad era La Fragua, ya después abrieron otra, Nacho Ibarra abrió la hemeroteca y algo de biblioteca, pero la biblioteca era la Fragua, que tiene hasta adentro su entrada. Ahí llevaron todos los libros que rescataron de los conventos de Puebla, los que no tiraron, porque se dice que había conventos que vaciaban en carreta y se llevaban a tirar los libros y las bibliotecas de los conventos a la basura. Lo que se pudo salvar estaba ahí, y estaba el frente de la biblioteca don Delfino Moreno, era un humanista, poeta, escritor y conocía bastante de bibliotecas. Había otro que era el que le seguía, también había sido seminarista y daba clases de latín en la propia universidad, porque en ese entonces desde la prepa se estudiaba latín. Había inglés, francés y latín y aprendíamos algo, nociones, no alcanzaba para mucho. El latín servía para leer directamente derecho romano.

En mi época, como ahora, también había buenos y malos estudiantes. En los jóvenes había de todo, había quien se iba a la biblioteca -los menos-, otros que se paraban allí afuera, en la calle, entregados a la ociosidad, inventando algunas guasas, algunas cosas, juegos y en ocasiones hasta detener vehículos por cualquier razón. Entonces estaba un jardincito frente a iglesia de La Compañía, ahí también estaban los jóvenes; habían puesto ahí la estatua de don Melchor de Covarrubias, el fundador del Colegio del Espíritu Santo, y era motivo de guasas: lo vestían, le ponían su carrete y su sombrero. No pasaban a mayores, pero...  En los Sapos estaba el callejón, pero no había nada, era un lugar muy tranquilo, estaba el jardincito de los Sapos y el Callejón de los Sapos, luego estaba el río, ahí se cerraba. El puente estaba hasta la 9 y en la avenida Ayuntamiento, que se llamó Maximino.

Hablando de Maximino, yo estudié cuando estaba Maximino Ávila Camacho de gobernador. Una vez que me recibí, me nombraron Director de la Comisión de Turismo de Puebla, que era una institución colegiada, la primera que hicieron, pues contaba con representantes de la Cámara de Comercio y de la Industria. Y a mí me llamaron para que fuera el gerente de esa comisión; era un empleo, ya estaba recibido, el primero que tuve, porque yo había sido... me señalaban como católico, y lo era, lo soy, yo nunca di la espalda a eso. Yo iba a misa en La Compañía, me veían tanto maestros como alumnos y yo fui, siendo estudiante, fui presidente de la Federación Estudiantil Poblana, que era una institución de tradición que representaba a todos los universitarios, a los estudiantes de todas las facultades. Cada facultad, cada escuela tenía su directiva y la FEP era general, sobre todos ellos.

Entonces estaba de moda el Partido Comunista y había comunistas, había socialistas, más moderados que los comunistas, y yo fui amigo de todos ellos. Saturnino Téllez era el presidente del Partido Comunista en Puebla, y hacia sus manifestaciones, era buen orador de extrema izquierda, en la época del Partido Comunista de México cuando estaba bien. Ahí en la universidad yo llegué, católico y todo, y no lo oculté, y tuve la oportunidad de platicar con él y nos hicimos amigos. Total que, en esa época, en lugar de tener enemistad y pleitos, éramos amigos, tomábamos café, platicábamos y cada quien trabajaba para lo suyo.

Los políticos eran en una época Carlos I. Betancourt, puesto por Rafael Ávila Camacho, todavía, y el cacique de todos era Maximino Ávila Camacho, él mandaba en la universidad. él nombraba rector, no había autonomía. Al rector lo nombraba el gobernador del estado, ya después el rector nombraba a los directores de escuelas y facultades, pero todo eso lo hacía con el acuerdo del gobernador. El rector era un servidor del gobernador.


Nosotros, en mi época, cuando fui presidente de la Federación Estudiantil Poblana, luchamos por la autonomía de la universidad, que consistía en que ya no nombrara el gobernador al rector. No se consiguió en mi tiempo, sino después, en uno que siguió después de mí, Arellano Ocampo, al que le tocó la autonomía. Antes que yo ya habían venido pidiendo y luchando por la autonomía Manuel Cubas y Maza, un abogado que creo que vive, ya está grande. Él luchó bastante, era orador, se echaron sus discursos en el Zócalo y toda la cosa, era una lucha abierta de estudiantes valientes, como siempre los ha habido, valientes. Manuel Cubas y Maza no es poblano sino de Huajuapan de León, que entonces venían a estudiar a Puebla pues allá no tenían universidad y venían a estudiar del estado de Oaxaca, de Chiapas y de todo el sur, todavía vienen.

lunes, 3 de octubre de 2016

Las lágrimas del Campeón

La visita que hice a doña Mary un poco antes de su muerte fue memorable por muchas razones. Esta hermosa viejecita vivía en su casa del centro histórico de Puebla apenas con una ayudante que le hacía de comer y le ofrecía la mínima ayuda que necesitaba a sus noventa y tantos años. En nuestra charla reímos, cantamos y lloramos. Lúcida y sensible, doña Mary Santillana se remontó a casi un siglo antes para obsequiarme una de las entrevistas antropológicas más sabrosas y elocuentes de entre las centenares que he realizado en mi trabajo de Tradición Oral.

Atlixco, Puebla

DOÑA MARIA SANTILLANA LÓPEZ:

Nací en Atlixco, Puebla, el 24 de Junio de 1907. Mi papá era Bernardo Santillana Gaviola y mi papá Manuela López Santillana. Metepec era la segunda fábrica textil de la república, era muy buena. Mi papacito era ganadero, tenía vacas en la casa, tenía caballos. Negociaba él en su casa. Ahí crecí y me vine a estudiar cuando estuve grandecita a la Normal.

Mi vida en Atlixco fue muy feliz. Sabía yo muy bien montar a caballo porque, como mi papá era ranchero, montaba mucho. Iba a su ranchito a ver cómo iba la siembra y todo, llevaba provisiones para el camino. Habían una señora humilde que nos hacía unas gorditas... ¡ay! pero qué ricas, hasta la fecha me acuerdo y se me antojan. Era la memelita con su salsa picosa, verde o roja y frijolitos. Con huevitos, esa era la comida, pero yo era feliz de que me llevaba mi papá al campo y me acostumbré mucho al caballo. Así es de qué ya grande todavía me encantaban los caballos. Ahora ya no puedo, me duelen mucho mis piernas, pero hubo mucho tiempo que monté caballo. Ya de casada. Íbamos a Atlixco, a Matamoros, a los ingenios que hay por Matamoros: Acatzingo, Chietla, Chautla. Todo a caballo. A veces nos íbamos a Izúcar de Matamoros. Todo eso lo recorríamos a caballo.

Tuve un caballo tordillo. Mi papá le puso el Campeón, era un caballo muy  bonito. Era blanco con manchas azules. Bonito caballo, bonito. Lo quería yo mucho, mucho. Le lloré cuando lo vendió mi papá, lo tuvo que vender porque urgía dinero en la casa y lo tuvo que vender. Y yo le lloré mucho a ese caballo. Ya sabía la hora y se arrimaba a la ventana y se ponía en forma que yo pudiera montarlo sin lastimarme. Sabíamos muy bien la hora el caballo y yo. Se arrimaba el caballo y ya lo montaba y nos íbamos a distintas partes, felices. El Campeón también me quería mucho. No lo va usted a creer pero lloró cuando se lo llevaron. Echó sus lágrimas. No, yo peor, yo peor. Me abracé de las patas y no me quería yo soltar, y mi papá: “no mi´jita, ya lo vendí, suéltalo, ya no es de nosotros, ya ni modo.” Y lo tuve que soltar. Llorando los dos, el Campeón y yo. Sí, pero fue muy bonito tiempo. Y le digo, ahora ustedes dirán que porque soy viejita ya se me olvidan muchas cosas, y es cierto, pero no tantas que no recuerdo todo.


Tenía como 15 años y llegué a Puebla a estudiar para maestra en la Normal (Juan C.) Bonilla. Era mi maestro uno que nos puso como libro de texto el Florilegio. La que nos daba lenguaje era mi maestra Rosita. Para mí todo era sorpresa, porque venía muy cerrada de Atlixco, mi vida la había pasado en Atlixco. Al salir de clases íbamos al Paseo Nuevo, era nuestro predilecto. Salíamos de la escuela y nos íbamos a estudiar al Paseo Nuevo. Era muy pintoresco. Ya habíamos cogido la costumbre. También nos gustaba mucho ir a la estación a ver pasar los trenes, también ya había trenes, en la estación de la 11. Era una ilusión muy grande ver pasar el tren, decirle adiós y platicar de dónde venían: de distintas partes, venían de distintos lugares, “pues fíjese que mi tierra es así,...” nos platicaban, nos entreteníamos. Teníamos nuestras amiguitas, nuestros amiguitos. Era lo que nos divertía. Había neverías e íbamos a tomar un refresco, las chalupas también, nos juntábamos varias compañeras y yo e íbamos a tomar un refresco con chalupas; también había molotes, dulces, con eso nos entreteníamos.

Cuando estuve en la Normal también fui muy feliz, porque estábamos juntos, la Normal de mujeres y la Normal de muchachos. Los muchachos se trepaban a su azotea y todos los días, a buena horita, se trepaban y empezaban a echar papelitos. Unos de enamoramientos, otros de otras cosas, pero teníamos comunicación con los muchachos. Nos platicábamos, nos echaban los papelitos. Ahora me río porque muchas veces eran cosas sin ningún interés, pero éramos muy felices, ellos y nosotras.

Como maestra, yo ejercí en la escuela Garfias, la escuela Serrano y otras, fueron muchas escuelas. De mis alumnos recuerdo, como en todas las escuelas, que unos salían muy listos otros salían muy tontitos. Tuve un chamaco, que por conciencia mía lo pasé yo de grado porque era un indito (indito, indito de huarache) pero inteligente... me espantaba a mí su inteligencia. Pero de veras de veras. Muchas veces cuando iba yo a dar la clase él ya la sabía antes que yo. Lo pasé con puro diez. Eso y más, es que de veras era de una inteligencia tan natural, tan de él, tan  bonita, que de veras lo asustaba a uno su manera de expresarse. Se llamaba Pablo, lo que no me acuerdo es cómo se apellidaba. Indito indito, de  veras maravillaba. Como que presentía las cosas, como que prematuramente él ya iba a decirle a usted lo que usted le podría haber dicho. Sí, mi Pablo, nunca lo he vuelto a ver, nunca lo volví a  ver. Era muy inteligente.
Estuve ejerciendo como veinte años, porque luego me cambiaban de una escuela a otra, sí, fui rolando y sí, dilaté.


De Puebla me gustó todo, porque como vivíamos en Atlixco, para mí todo era nuevo. Me gustó mucho Puebla. Los edificios, los teatros, todo el conjunto. Conocí a la Conesa,  a María Conesa.
Los domingos veíamos en el cine películas que ahora se me figuran muy antiguas, pero en esa época eran una gran diversión. Había el (cine) Olimpia, el Parisín. También había funciones de teatro en el Principal. Se quemó, una vez, me acuerdo que fue muy imponente la quemazón aquella. Estaba en mi casa, "se está quemando el teatro". No me acuerdo por cuál de los teatros empezó. La gente corría, unos corrían a ver el incendio y otros... fue una confusión muy grande. Me parece que fue el Parisín, fue el primero que se quemó. Una luminaria muy grande, imponía.
Los restauranes no eran como ahora, eran muy rústicos, muy pobres. Sí, muy pobres. Por lo regular comíamos en familia, íbamos, pero no siempre. Lo de los turistas ya fue últimamente, entonces no había turistas. Había, pero uno que otro, no como ahora. Muy de vez en cuando iba uno al restaurán, comía uno en la casa. Y es que también...

La música era muy bonita, yo la recuerdo mucho. En el zócalo íbamos a escucharla. Se usaba mucho la canción “Perjura”, (canta) “Júrame... que aunque pase mucho tiempo pensarás en el momento en que yo te conocí...” Se usaba mucho “Júrame”. (canta) “Cuando escuches este vals... ten un recuerdo de mí, piensa en los besos de amor que me diste y que te di; si alguien pretende robar, un beso de tu corazón, dile que no robará, que en tu vida sigo yo...”

Cuando estábamos chicas éramos muy atrevidas. Nos decían mis tías, vaya, todos somos católicos, pero ellas eran exageradas. Ellas decían: “no vayan a pasar por el cuartel porque están los soldados”, y yo tenía unas primas, unas ya murieron, pero algunas viven. Decían: “mi mamá dice que no pasemos por el cuartel, vamos a pasar por el cuartel.” (ríe) “Vamos”. Nos gustaba pasar por el cuartel y que nos echaran flores. En una ocasión, uno de mis hermanas ya también en paz descanse, ya murió, decía: “ay, ya ves qué bonitas cosas nos dicen los soldados, mi mamá dice que no pasemos, pero vamos a pasar por ahí para que nos echen flores.” Y pasábamos y nos echaban flores. No les teníamos miedo, mi mamá les tenía mucho miedo, pero nosotras no.


Conocía  mi novio en Atlixco, y ya después me casé y salí de Puebla. De aquí de Puebla ya caminé bastante porque el que fue mi novio fue mi esposo y ya me llevaba a distintos lugares. Y fue cuando conocí a los revolucionarios.
Conocí a Zapata, a Emiliano Zapata. Lo conocí en mi casa porque mi papá era compadre de un compadre de Emiliano Zapata, y por eso lo conocí, porque fue él a comer a la casa de mis padres y por eso lo traté. Era bien parecido, estaba comiendo, comió varias veces en la casa. Conocí a alguno de sus generales, a Fortino Ayaquica; Zapata no era nada tonto, era medio estudiado. Vaya, le gustaba a uno conversar con él, porque no era ningún ignorante, tenía algo de educación.
Conocí a Álvaro Obregón, ya estaba manquito, a Carranza lo conocí por el rumbo de Atlixco, a él le cantaban un corrido que decía: (canta) “Con las barbas de Carranza voy a hacer una tortilla pa ponérselo de sombrero al general Pancho Villa”. Eso se usaba en esa época.

De Atlixco a Puebla venimos dos veces en burro. Ponía mi papá un huacal de un lado y otro del otro. Ponía dos huacales, y ahí nos traían, a mis hermanos y a mí. Fuimos muchos, y entonces nos acomodaban en huacales. Todo el día de viaje, parábamos a comer en Los Frailes, que era una estación como de paso, cerca de Los Molinos. Ahí comíamos. Llevaba mi mamá huevos cocidos, cosas secas. Comíamos ahí. Luego de Los Frailes nos seguíamos hasta aquí, hasta Puebla. Se usaban los tranvías, todavía habían tranvías en la ciudad. Los jalaban unas mulitas. Aquí, mis tías vivían en la 2 Poniente. Y ahí parábamos con la familia, llegábamos con la familia. Veníamos huyendo de la revolución.

Estaba usted comiendo y empezaba la balacera. Decían, ahí están ya los carrancistas. O los zapatistas, a veces, eran los enemigos. “Ya están entrando los zapatistas, están entrando los villistas.” Eran los zapatistas, los villistas, los carrancistas. A esconderse, sobre todo las muchachas, porque llegaban y jalaban con lo que encontraban. A varias muchachas se las llevaban a donde ellos querían, y luego las ponían a echar tortilla y las traían descalzas. Dicen que sufrieron mucho en esa época las jovencitas. Procuraban a las de buenas familias, primero que nadie. Y luego ya las de mediana cultura, pero por lo regular a las principales, llegaban y se llevaban a las principales. O ganado, todo lo que podían de ganado, de caballos, todos los caballos, era con lo primero que cargaban, y sus cobijas, sus sarapes, era lo que más cargaban.

Mi esposo fue militar. Y me tocó una vez una batalla, por Los Frailes, y otra por Matamoros, por Izúcar. Por ahí había madrigueras de uno y otro bando. Y me decía: “¿podrás cargarme las cananas?” Le digo “sí, sí puedo.” Y sí pude. Y sí, cargué cananas. La batalla fue de dos bandos, por acá uno y por acá otro, y se cruzaban las balas. Y a mí me gustaba mucho. Y ahora me acuerdo y digo: “pero qué atrevida”. Lo que es que cuando uno es joven, uno es muy intrépida, todo le llama a uno la atención.

Mi marido era carrancista, les decían los carranclanes. Eran los aristócratas. A mi papacito le dolió mucho que me casara porque no le gustaba para mí, pero pues me casé. A contra su voluntad pero me casé. Decía mi papá: “ay, mi´ja casada con un carranclán”,  pero ya me había casado y ya ni modo. Una vez a mi mamá la tuvo que esconder en un tinaco, me acuerdo, en un tinaco de esos grandotes. La tuvo que esconder porque se la quería llevar un coronel de los contrarios. Tuvo que esconderse mi mamá, que era joven y muy hermosa. Si les gustaban las feas, pues con más razón las bonitas. Tapó el tinaco y no dejaba que se acercaran “los carranclanes”, como les decía. Yo era muy chiquilla y a mí no me trataron de llevar y yo decía, “por qué no me llevarán a mí a vivir la aventura.” No me hacían caso. Y yo sufría, ¿por qué no me jalan aquí? Me gustaban los caballos, me gustaba cargar las cananas. Me gustaba meter las balas. Y sí llegué a ayudar a cargar las cananas y disparar también, pero disparar poco, porque me daba miedo el ruido.

A los militares se les respetaba mucho en esa época. Lo que es los militares y los sacerdotes tenían la primacía en todo. Los sacerdotes entonces andaban vestidos como sacerdotes, les permitían. Ya después vi que les prohibieron andar vestidos como estaban acostumbrados. Oíamos misa a escondidas. Una vez me acuerdo que yo me fui a una misa a escondidas. Como me tardaba yo mucho mi papá, pobrecito, me fue a buscar. Ya que me encontró le dio mucho gusto, me llevó a la casa llorando de emoción de que me había encontrado. “Ay, hija, yo creí que ya te habían llevado a la cárcel.” Lo llevaban a uno a la cárcel. Fue una época muy dura para los católicos. Sí, tenía uno que esconderse para ir a la misa, pero íbamos a las casas. Por ejemplo, usted prestaba su casa y ahí nos reuníamos varios católicos a oír misa, pero a escondidas. Llegaba el cura, se cambiaba y empezaba la misa. Fue en la época de Plutarco Elías Calles, y luego él murió entre puras monjas (ríe), después de ser tan anticatólico.