En casa de don Alfredo Flores y Palacios se respira
un ambiente gremial y tal parece que se escucharan los estruendos metálicos de
los cambios de vía, de los émbolos que detienen las enormes ruedas de acero de
las máquinas de ferrocarril. A pesar de su edad, no es difícil imaginarlo
vestido con la parafernalia del conductor que se asoma por la ventanilla de la
locomotora, aunque tal vez pueda ser confundido con otro maquinista idéntico a
él, vestido con el mismo patrón y empleado de la misma empresa ferrocarrilera: su
hermano gemelo. Por eso don Alfredo habla frecuentemente en plural, en su
nombre y en el de su hermano.
DON ALFREDO
FLORES Y PALACIOS
Nací en
Oriental, Puebla, junto con mi hermano Gabriel, porque somos gemelos. De los
mismos apellidos. Oriental está cerquita de Libres, está muy feo, pero yo le
digo que es el rinconcito más bello del vergel poblano, una manera de hacerle
mofa, porque es un pueblo de mucha arena. Normalmente así nos dicen a las
personas que nacemos allá. Le voy a aclarar a usted que nosotros nada más
nacimos y como a los 5 o 6 meses, se vino mi papá para acá a Puebla y ya no
volvimos a salir. Mi papá estaba en Oriental porque es un centro
ferrocarrilero, mi papá también era ferrocarrilero. Un centro ferrocarrilero
mucho más grande que Apizaco, que Orizaba, que sólo eran troncales. Oriental
era importante por el flete que se movía. Antes, hace sesenta, setenta años que
yo tengo, pues no había tanta infraestructura de carreteras como la hay ahora,
entonces el peso del flete se movía por el ferrocarril. Mi papá era conductor de
trenes.
Nosotros los
que trabajamos en transportes, tenemos que ir a donde nos necesite el
Ferrocarril o, en su defecto, acomodarnos ya cuando tenemos determinados
derechos, años de antigüedad, en la
plaza donde más nos convenga. Por ejemplo en México o aquí en Puebla. Pero si
hace falta personal en Jalapa, a Jalapa, si hace falta en Oriental, a Oriental.
Y los que ahí vivían, como mi papá, tenía sus corridas asignadas. Normalmente los trenes completos de fletes se
corrían en la noche. Esa fue la razón por la que fuimos a nacer allá en
Oriental.
Llegamos a
Puebla, me imagino que a la casa de mis abuelos, que estaba en la 2 poniente
507, muy cerquita del templo metodista, entre la 5 y la 7 Norte. De ahí, como
es natural, mis papás tuvieron que buscar una casa para la familia que apenas
empezaba. Nos fuimos a vivir a la 2 Poniente 501, dos casas de por medio.
En esos tiempos
un ferrocarrilero vivía bien. Por ejemplo, en la locomotora veía usted al
maquinista con su traje de mezclilla, que era el uniforme, pero ya que estaba
aquí de descanso, andaban trajeaditos, si iban de café, desde el sombrero hasta
los calcetines cafés, corbata café. Muy bien vestidos. Eran gente adulta, la
mayoría mayores de cuarenta. El ferrocarrilero se significaba porque le pagaban
al bien en comparación con otras empresas. En Puebla lo textilero. Y mi mamá
alcanzó a ver cómo a mi papá y a otro tío, que era maquinista, les pagaban con
bolsas de plata, en lugar de billetes, bolsas cerradas. Por decir mil pesos:
mil pesos, se los daban en plata.
De niños, como
éramos chiquitos –siempre hablo en plural-, pues íbamos creciendo y creciendo.
Vivía con nosotros una tía de mi papá, una viejita, que era la que
complementaba a la familia. Y siempre con una muchacha que ayudaba a mi mamá,
como éramos dos. Mi papá viajando. Fuimos a la escuela, al instituto Iberia,
que estaba en la 2 poniente 701.
Desde muy
chiquitos nos dimos cuenta que seríamos ferrocarrileros, pero estudiamos igual.
Mi papá siempre nos llevaba a los ferrocarriles, de servicio o descanso, o nos
llevaba a viajar con él, como era Conductor de un tren de pasajeros, nos
sentaba ahí en un carro de primera y vámonos; luego el regreso. Allá dormíamos
con él, por ejemplo, en México. Después de primaria, en el Instituto Iberia
había una carrerita corta que se llamaba Comercio, la ciudad era tan pequeña
que el comercio era, me imagino, como ahora un bachillerato, algo así. Le daban
a uno correspondencia, inglés, taquimecanografía. Nada más aguantamos un año,
nos salimos y, a escondidas de mi papá, como nos conocían desde chiquillos
(llevábamos a los jefes papeles que mi papá les enviaba para no subir escaleras,
“llévale esto” y ya nos conocían), hicimos nuestra solicitud; se lo confieso a
usted con algo de rubor, la firmamos en su lugar, porque él, debido a que el
trabajo de los trenes es muy sufrido, no quería que fuéramos
ferrocarrileros. Y como tuvo oportunidad
de darnos una carrera, pero la rechazamos, pues menos. Tenemos otro hermano que
nos sigue, ese sí aprovechó. El ferrocarril le gustaba de otra forma. Ese es ingenieros, entró a petróleos y ahora
está jubilado. Él en cierta manera aprovechó, pero yo no me arrepiento, hice el
trabajo que me gustaba y mi hermano por lo consiguiente.
Nunca
reprobábamos, íbamos en tercero, en cuatro, quinto, sexto: igual, igual, igual;
llegamos al ferrocarril, llegamos a los mismos puestos y llegamos trabajar
igual. Ahí nos jubilaron. En el ferrocarril no admitían con menos de 18 años,
entonces a esa edad entramos en 1950 y yo salí en 1990, cuarenta años, mi
hermano se pasó otro poquito más. En ese entonces, para ser derechos, entraba
uno a los puestos más bajos. Nosotros entramos al taller mecánico donde se
estaba necesitando personal y ya estando adentro cambiamos de especialidad. Era
más fácil que entrar directamente a Transportes. Transportes era el
departamento mejor pagado para las personas que ya estaban trabajando que al
que iba a entrar de la calle. Lo poco que se me llegó a pegar de Talleres lo
aproveché, aprendí las medidas en pulgadas, el nombre de las llaves, etcétera,
porque estuve siete años, mientras había oportunidad de pasar a Transportes. En
el intervalo me casé.
No sé como
decirle a usted. Mi esposa es amiga de una de mis hermanas desde entonces.
Casualmente, en una ocasión la fueron a visitar Alicia, mi esposa, otra amiga
de ellas y otra más, que ya es difunta, a la casa de usted; vivíamos en la 4
Poniente. Ahí nos fueron a conocer y ahí Alicia se aprovechó conmigo y la otra
amiga con mi hermano. Así fue como llegamos al matrimonio.
Mientras estuve
soltero teníamos la residencia en la casa. Ya casado, me pasé a Transportes y
fue cuando ya tuve que empezar a salir, etcétera. Cuando llegué a mi puesto de
maquinista llegué al cielo. Cómo le podría hacer yo una comparación, me imagino
que es como un aviador que se sube a su avionzote. Siente una satisfacción
tremenda, un trailero que lleva un carrazo atrás bajo su responsabilidad. En
este caso, hago mal en decir esto, pero se me hacía más importante porque llevaba
un chorro de carros atrás. Era vía angosta, pero ya que se hizo en escantillón
más ancho, la vía ancha, vinieron los trenes más pesados, las máquinas más
grandes, y fácil noventa, cien carros, ciento diez. Usted se volteaba y no veía
la cola.
Los mismos
amigos míos eran los de mi hermano y viceversa. Siempre nos complementábamos.
Aparte de que teníamos amigos, siempre nos buscamos el uno al otro, porque
somos gemelos idénticos. Y las personitas que nacen así, en el mismo parto
pero, que no son iguales, vulgarmente se les llama cuates, y puede ser niño o
niña, o si los dos son varones pueden no parecerse. Nosotros somos idénticos.
Una relación que sería difícil de explicar porque no nací solito, si hubiera
nacido solo sí vería la distinción, pero yo me acostumbré desde los primeros
recuerdos, siempre con mi hermano, mi hermano, mi hermano, pegados. Nos vestían
igual y todo. Cuando vivíamos ahí en la 2 Poniente y se enfermaba uno de los
dos, luego luego llevaban al enfermo a casa de los abuelos. Al rato, ahí viene
de regreso. Ya estaba enfermo el otro también. Nos enfermábamos igual, aunque
nos separaran y todo. Ya más grandes, en especial, íbamos al Paseo Bravo. Había
juegos en lo que ahora es el Acuario, había un parque con columpios, escaleras,
subibajas.
La plaza de
toros de Paseo Bravo estaba en lo que ahora es un conjunto de casitas, que es
en la 5 poniente, entre la 11 y la 9 pero, me parece -yo ya no me acuerdo- que
era de madera, por lo que oía platicar a mi papá o mi abuelo, porque mi papá
visitaba al abuelo o mi abuelo visitaba a mi papá. De la que sí me acuerdo es
de la plaza de toros por donde ahora está la UPAEP, que ya era de puro cemento.
Después fuimos
a dar a la 11 Norte, a una casa que le decían en ese entonces “de cuatro
pisos”, no sé si la llegó usted a conocer, de mampostería, de piedra. Y era la
casa más alta de Puebla en ese entonces, cuatro pisos. Ahí fuimos a vivir al
segundo piso y de ahí se pasó mi papá a la 4 Poniente 908, en la calle que
entonces se llamaba el Mesón del Sol, entonces todas las calles tenían nombres
así, aunque ya empezaba la nomenclatura nueva, ponientes y orientes.
En
Puebla no había mucho a dónde ir. Las diversiones eran los bailes en El Retiro,
en la Paz, con orquestas buenas. Los Bombines Negros, luego estuvo Pancho
Vidal, orquestas poblanas tipo Ramón Márquez, Luis Arcaraz; claro, más
modestas, pero muy buenas, no con el renombre de aquellas. Esa era la manera de
divertirse con la novia, no había otra cosa. Luego, a entregar a la novia a las
9 de la noche, imagínese. Mis hermanas tenían que llegar a las 8 y media, nueve
de la noche. Si vieran ahora que las muchachas andan a las doce de la noche,
una de la mañana como si nada, mis papás se volverían a morir de la impresión.
Mi
papá era muy condescendiente, como él también fue joven. La que era más
estricta era mi mamá. Mi papá era muy liberal con nosotros, con las mujeres no,
pero a nosotros sí, no nos jalaba la rienda.
Cuando
estábamos en el taller terminábamos nuestro turno a las tres de la tarde. Llegábamos
a la casa y al baño, a comer y ya teníamos toda la tarde libre. Del diario
había que andar de trajecito, muy elegantes. La ciudad era otra, estábamos tan
acostumbrados a la quietud que no había otra manera de disfrutarla. Entre
semana se iba uno al cine, para pasar el tedio de la tarde. Porque al otro día
temprano a las siete entraba uno a trabajar.
La
ciudad de Puebla está creciendo, no es la ciudad que yo conocí, en la que me
crié. Está tremendamente grande, sobre todo al sur. Es la consecuencia de la
modernidad, de que está creciendo el país, somos más gente. Cuando era chamaco
éramos veinte millones de mexicanos. Me acuerdo de la cifra porque había un eslogan
de una cerveza o un jabón que decía: “20 millones de mexicanos no pueden estar
equivocados”. Se me grabó eso. Ahora somos más de cien millones, ya creció el
país cinco veces más como consecuencia de la explosión demográfica. Salimos a
pasear con mi hija, mi señora, el nieto. La veo muy agitada, muy agresiva, en
particular me refiero a las personas que manejan. Yo siempre tuve mi carrito
pero se manejaba muy calmado. Ahora es una agresividad de los volanteros que le
avientan a usted el carro, pitan con la bocina. Eso lo vi en los principios
cuando empecé en México. Me decía para mis adentros: “por qué tanta prisa”,
pero México era tan grande, necesitaba más rapidez y todo, y ahora la que le
sigue es nuestra ciudad.
Mi papá era
conductor que alguna gente confunde con el maquinista. Está un poco alrevesado
porque el que conduce se supone que es el que lleva los controles, pero así era
aquí. El que llevaba la máquina: maquinista; su ayudante fogonero, que se
encargaba de alimentar la caldera de vapor, que a mí me tocaron todavía.
Originalmente se alimentaba con leña, luego con carbón de coque a principios de
siglo. Ya cuando introdujeron el petróleo para la combustión, ya se usaba
petróleo crudo, mal llamado chapopote, con eso se alimentaba la caldera, el
fogón. Se calienta a determinada temperatura, a que quede aguadito, muy ligero,
porque el crudo es muy espeso, se calienta con el mismo calor de la caldera,
pasa a un quemador y con el mismo vapor se levanta y llena todo el fogón de
lumbre. Es para hacer el vapor. Bueno, ese era el fogonero.
El conductor.
En un grupo pequeño siempre debe haber una persona que dirija, en este caso el
conductor era el jefe del tren, y actualmente sigue siendo el conductor. Todos
los demás empleados, en lo que se refiere al trabajo, al tren -y nada de
caprichos de “veme a comprar unos tacos”-, el conductor era el jefe, el que
daba las órdenes más apropiadas, “vamos a hacer esto, vamos a hacer lo otro,
vamos a agarrar carros, vamos a dejar carros”, todo lo que se refería al
movimiento del tren.
Se llevaba
aparte dos garroteros, y si se excedía el tren de 45 carros, estaba en el
contrato que por cada quince carros más se pusiera otro garrotero. El trabajo del garrotero era revisar que
fueran bien los aparejos de tracción, cuidando que no hubiera piezas sueltas,
fierros arrastrando y retrancas; le llamaron garrotero porque entonces los
carros frenaban con aire, como ahora, pero cuando está solo el carro que no
tiene aire puesto, tiene un volante que por medio de cadena pega las zapatas
contra las ruedas, ese es el freno de mano. Entonces para moverlo necesitaban
un garrote, una madera especial de pino bien pulidito para apretar los
volantes. Eso ya desapareció, ahora es por medio de engranes, ahora con la
mano, con un dedo le da usted y aprieta. Con un golpecito se afloja
automáticamente.
En un tren
normal de seis, ocho o diez carros llevaba dos garroteros, si era de carga
tres. Cuando se excedía de 45 piezas llevaba un garrotero adicional por cada
quince carros, distribuidos a lo largo, y su lugar de viaje era arriba de los
carros, en los trenes de carga, vigilando.
Había otro
personaje en los trenes mal llamado auditor. Era la persona que se encargaba de
cobrar el pasaje a bordo de los trenes de pasajeros, el importe de cada persona
que subía. Si la persona abordaba el tren en una terminal: México, Puebla, San
Lorenzo, Oriental o Jalapa, en la estación compraban su pasaje con un señor
llamado boletero, se lo presentaban al auditor arriba del tren y no había
problema, estaba pagado. Pero en la estaciones en que no había ese servicio,
que eran las más, la gente subía y pagaba a bordo del tren, le daban su boleto
y todo. Era un cobrador, pero lo llamaban auditor.
En los trenes
de pasajeros regularmente iban uno o dos carros, tipo caja, que servían para el
exprés y el correo. Iban, independientemente del pasaje, en sus carros
especiales. El exprés lo manejaba un empleado de ferrocarriles, le decían
mensajero de exprés y luego le cambiaron el nombre a Conductor de Exprés. Los
nombres inadecuados me imagino que se deben a que, a la hora de trasladar del
inglés al español la nomenclatura, no se pudo hacer a la letra.
El hecho de que
viviéramos tan cerca de donde estaba la estación de ferrocarril, es porque al
personal que va a salir a camino, se le avisa con dos horas de anticipación. Si
usted va a salir a las tres de la tarde, se le avisa a la una. Había un
empleado especial para eso, que iba a tocarle a usted y le llevaba un libro
donde firmaba la hora de avisado. Esas maneras de trabajar me imagino que las
vinieron a implantar los norteamericanos.
Cuando uno
entra a Transportes va derecho a una especialidad que se llama similares de
tripulantes de locomotoras, ahí le enseñan
a uno a encender máquinas, a cuidar calderas, etcétera, de tal forma que
cuando sube uno a fogonero ya lleva uno los conocimientos para controlar la
temperatura del vapor. Al fogonero después le cambiaron el nombre a Ayudante de
maquinista de camino, pues ya no se justificaba el nombre de fogonero porque ya
no había fogón que alimentar. En ese puesto llegué a tener uno de los mejores
trenes de la división. Mejores en el aspecto salarial, los que ganaban mejor.
Para entrar a
trabajar a Ferrocarriles hay que estar recomendado por el sindicato de
ferrocarrileros. En ese entonces los que teníamos derecho a entrar a Ferrocarriles
éramos los hijos de trabajadores establecidos, en su caso, si urgía mucho
personal y no había suficientes hijos de trabajadores que cubrieran las plazas
en el taller, las oficinas, etcétera, agarraban parientes, por ejemplo
sobrinos. Estaba estipulado en el
contrato quiénes podían entrar y antes de ir a solicitar el empleo a
Ferrocarriles iba uno al sindicato. Ya, lo apuntaban a uno por ahí, “soy hijo
de fulano”, tiene tanta antigüedad, y ya con eso lo tomaban a uno en cuenta.
Cuando había
una solicitud de Ferrocarriles le pedía al sindicato: “necesito tantos
empleados”, el sindicato dice: “estos”. El sindicato lo manda a uno con sus
papeles, en ese entones, cartilla, acta de nacimiento, igual que ahora.
El sindicato no
me cobró cuotas hasta que empecé a laborar, en mi primera quincena de mi sueldo;
el trabajador paga un tanto por ciento para el sindicato, entre más ganaba
pagaba más de cuota sindical.
En el
movimiento ferrocarrilero de 1958 estábamos nosotros ya en el departamento de
Transportes pero como similares. Recuerdo los paros, una cosa tremenda, el
señor Vallejo paró los trenes en plena Semana Santa, fue un desquiciamiento
hasta que intervino el gobierno. Hizo una especie de requisa de ferrocarriles,
preparó personal militar para que moviera los trenes, pero eso no se llevó a
cabo, no fue necesario, aunque lo tenía preparado. Hubo mucha violencia y
muertos, cárcel para Vallejo y sus allegados. Yo tuve que parar, estuve como
una semana, quince días sin trabajar, deseando que se arreglara todo para
regresar al trabajo. Solicitábamos mejores condiciones de trabajo y mejores
salarios. Sí ayudó mucho ese movimiento, pues después, si un trabajador ganaba
quince pesos diarios, por decir, con el movimiento alcanzó casi al doble, unos
28 pesos, un aumento substancial, casi del cien por ciento; entre otras
prestaciones, servicio médico para la familia, pues Ferrocarriles tenía sus
propias instalaciones médicas que les daba servicio a todos sus trabajadores,
pero entró la ley del Seguro Social y los ferrocarrileros, que éramos muchos,
ochenta, cien mil, con la ley, el Seguro Social pidió, solicitó, exigió, no sé,
que sus trabajadores ferrocarrileros pasaran al Seguro Social e imagine usted
lo que se iba a llevar en cuotas. Sí, se hicieron convenios y todo y pasamos al
Seguro Social, pero como el Ferrocarril nos daba todo el servicio gratuito
basado en el contrato colectivo, de que todo era gratis, entonces con esas
mismas condiciones pasamos al Seguro Social. Pasamos con las mismas
prerrogativas de que no teníamos que pagar nosotros ni un centavo de cuota
obrero-patronal, porque pasamos limpiamente. Ni yo ni ninguno de mis compañeros
nunca pagamos una sola cuota al Seguro Social, y cuando nos jubilamos, el
Ferrocarril nos da el importe de la jubilación, y aparte el Seguro Social nos
pensiona, así que tenemos dos pensiones. En otras partes el Seguro Social le da
al jubilado su mensualidad, pero el patrón queda desligado completamente, a
nosotros no.
Los
representantes sindicales. El charrismo, representantes completamente
apatronados, vendidos al gobierno. El sindicato era corporativo del PRI, cuando
había elecciones el PRI ya sabía. ¿Cuántos ferrocarrileros tienes? Ochenta,
cien, quinientos, esos votos los contaba automáticamente el PRI, aunque uno fuera
y votara por otra persona, era el corporativismo. Éramos parte del sistema de
hecho, no de pensamiento. Pero si a usted lo veían que se apalabraba, lo veían
que tenía ciertas tendencias, le buscaban los pies y va para afuera. O el mismo
sindicato, que tenía una cláusula que se llamaba de exclusión. A solicitud del
sindicato: “quiero que saquen a Flores, no me conviene por esto y por esto
otro”. Y aunque no recuerdo que me haya tocado ver despidos de conocidos míos,
esa era la amenaza, “se me sale del carril y te quedas sin trabajo”. El
gobierno estaba obligado a darle a los Ferrocarriles cierto número de puestos,
diputaciones, senadurías, presidencias municipales, era la cuota. Pero los que
estaban enquistados en el sindicato eran los que tenían acceso a esos puestos.
A mí todavía me
tocó que me llevaran de acarreado cuando estaba yo en el taller, a México, los
días primero de mayo. Llegábamos a México en la mañana a desfilar y va para
atrás. El primero fue con Ruiz Cortines, fuimos a Puente de Alvarado, ahí
estaba el viejito en el balcón. El viaje era divertido porque se trataba más
bien de ir a convivir con los cuates, porque nos íbamos en bolita. Cuando
llegábamos había que hacer la marcha y todo. Un día nos tocó desfilar junto con
la Asociación Nacional de Autores, la ANDA, salimos de 5 de Mayo y quedamos
juntos los ferrocarrileros y ellos. Me
acuerdo de Ramón Armengol, que iba con un muchachote. Estrellitas. Y había que
agarrar el tren de regreso, después de comer y darse una vueltecita. Pero
nosotros nunca nos regresamos, nos quedábamos al teatro, para ir a bailar al
salón Corona, a otros famosos; al teatro Blanquita cuando era Margo. Y cuando
estaba muy suavecita la cosa, al Follies, al Tívoli, que eran teatros de
desnudo, teatro para adultos. Éramos chamacos veinteañeros. Eso sí, muy
prendidos. En ese entonces no se usaba, como ahora, que anda uno muy casual,
entonces había que andar muy uniformaditos, de corbata, el cuello muy
almidonado, perfumados y naturalmente bañados. Buenos zapatos, pues eran baratos
los zapatos. Y con 300 pesos tenía usted un traje de buen casimir.
Nos la
pasábamos bien en los desfiles del primero de mayo. Nos quedábamos en México
porque uno de los compañeros tenía a su papá allá por Nonoalco y nos daba
posada a todos, los amigos que éramos seis, ocho, ahí nos calentaba agua para
los pies. Había vinos muy buenos y baratos, el Batey, el Potosí; los tequilas
eran muy baratos, ora es una bebida carísima. Pero muy agradable, me gusta
mucho, no sé si sea correcto que lo mencione, el tequila o el mezcal. Y solo. Y
no le tomo a usted refresco. En esas primeras ocasiones que me llegué a
propasar, que amanece uno con dolor de cabeza y mucha sed, sin hambre. Y no...,
se toma usted sus tequilitas, sus mezcalitos y amanece usted con hambre, ninguna
molestia.