El
nacionalismo es una necesidad de los habitantes de un territorio por definir
rasgos comunes que protejan un patrimonio cultural heredado por sus
antepasados, sea una costumbre, unas edificaciones o simplemente una manera de
describir el mundo, es decir, una lengua. El nacionalismo ha sido el pretexto para
centenares de conflictos bélicos a lo largo de la historia, pero también el
motor para que muchos pueblos hayan podido superar algunos de sus problemas
sociales más básicos; ha sido útil para la invención y consolidación de las
leyes, la división política y la creación de una abstracta, pero útil,
conciencia nacional. Siempre ha tenido como víctimas a las minorías
heterogéneas, aquellas que escapan a la homologación por sus propias costumbres,
lenguas, edificaciones o, simplemente, por su manera diferente de ver el mundo
y sus confines. Un círculo vicioso que arrasa con la diferencia, que empareja
visiones, costumbres y habilidades –también defectos- y aniquila, o al menos
busca aniquilar, cualquier obstáculo que se interponga en la edificación del
ideal.
Para
el historiador Eric Hobsbawm, en Historia
y mitos nacionales, durante el siglo XX el nacionalismo “reaccionario y
retrógrado se convirtió, en manos de políticos y fanáticos, en un instrumento
sumamente peligroso, capaz de acabar con la civilización". El nacionalismo
se legitima a sí mismo y legitima también sus metas políticas invocando el
pasado común de la nación que dice representar. Toda esta barbarie se legitima
en razón del pasado, es decir, de la historia o, más exactamente, de la mala
historia, pues es el siglo XX cuando se inventan el aniquilamiento sistemático
de naciones enteras y el nacional-socialismo, el mismo que sólo le concede a un
único grupo étnico derechos ciudadanos y derecho a existir. En otras palabras,
considera Hobsbawm, la más bella tarea de los historiadores modernos es “ser un
peligro para los mitos nacionales”. (Hobsbawm, 1992, Historia y mitos
nacionales)
El
filósofo e historiador francés Joseph Ernest Renan, en su famoso discurso de
1882 denominado ¿Qué es una nación?, despoja al concepto de nacionalismo de sus
implicaciones raciales que implican los orígenes étnicos e idiomáticos. Para
Renan la formación de una identidad nacional tiene que ver más con una creencia
que comparte una historia común, acontecimientos trágicos o felices y el
sentimiento de querer vivir esas coincidencias y otras más unidos como lo han
estado hasta el momento. Más que la religión, la raza, el idioma, la cultura y
el territorio impacta sobre el sentimiento nacional "el olvido o el error histórico”, que “son factores esenciales para la creación
de una nación”. Y por esa misma razón, aclara Renan, “el avance, el progreso de
la historia como ciencia es, con frecuencia, un peligro para la
nacionalidad". (Renan, 1882, ¿Qué es una nación?)
Roger
Bartra, que ha insistido sobre este fenómeno nacional en México, opina que el
nacionalismo, sin duda, ha contribuido a la legitimación del sistema político,
pero se estableció como una forma mítica poco coherente con el desarrollo del
capitalismo occidental, típico del siglo XX.
Para
algunos estudiosos del nacionalismo en el mundo, que tan bien ha ilustrado el
antropólogo argentino Carlos Floria en su obra, la politización de las
religiones y la etnicidad constituyen las fracturas más visibles para su
sobrevivencia; para otros, el nacionalismo es un refugio frente a las amenazas
de la globalización. Sin embargo, todos coinciden en que es uno de los
fenómenos políticos más importantes del siglo XX que persistirá en el nuevo
milenio a pesar de sus contradicciones. El nacionalismo reaparece en los
debates sobre migración y sus reacciones xenófobas, así como en los esfuerzos
casi desesperados de algunos gobiernos por crear instrumentos jurídicos para
preservar a sus minorías étnicas. “Sea como sea, -afirma Floria en Pasiones Nacionalistas - es el mundo el
que cambia y su centro es el hombre, no el hecho nacional”. (Floria,
1998:12-13)
De
ahí que la pregunta esencial que se hicieron los antropólogos de los años
sesenta, sigue siendo hoy el paradigma del indígena asumido pero aún ignorado.
¿Es incompatible la idea de la patria y la presencia de diversas identidades
étnicas? ¿Toca a la comunidad mestiza culturalmente esa condición
multifacética? Múltiples evidencias de una reacción distinta es la que vemos
hoy, cuando, al menos en la capital del país, los funcionarios son obligados a
estudiar el idioma náhuatl, los grupos artísticos “mexicanistas” son
estimulados por los dineros públicos y se crean universidades indígenas en
muchos puntos de la geografía. Es posible palpar que los mexicanos ya no se
conforman con un modelo acartonado de “habitantes occidentales” y comienzan a
voltear hacia su interior, a su genealogía.
El origen de sus padres y de sus abuelos que ya no los sonroja. Incluso el
gobierno federal, habiendo abatido la caduca institución indigenista y sus
prácticas asimilatorias, divulga mensajes de concordia y comprensión hacia los
pueblos originarios. ¿Es el principio de una nueva (o el fortalecimiento de una
vieja) identidad?
Para
Octavio Paz, que expresó su versión tan sensiblemente en El Laberinto de la soledad, el nacionalismo, si acaso no es una
enfermedad mental o una idolatría, podría desembocar “en una búsqueda
universal”. El premio Nobel mexicano afirmó que nuestra “enajenación”
nacionalista no es distinta a la de otros pueblos, “ser nosotros mismos será
oponer al avance de los hielos históricos el rostro móvil del hombre. Tanto
mejor si no tenemos recetas ni remedios patentados para nuestros males.
Podemos, al menos, pensar y obrar con sobriedad y resolución”. (Paz, 1967)
El
indigenismo mexicano tuvo una oportunidad histórica en los años treinta de
definir una singularidad nacional para los mexicanos, pero la desaprovechó.
Eligió que los mexicanos fueran “occidentales” de derechos universales, que sus
obreros tuvieran los derechos de los obreros franceses y estadounidenses, que
la lengua europea que nos legaron los conquistadores españoles fuera la única
lengua hablante en este país. Eligió un nacionalismo con recetas ajenas,
patentes internacionales que nos dieron un rostro fragmentado y confuso;
careció de resolución, de confianza, de sobriedad, y hoy los mexicanos lo
estamos pagando. El indigenismo mexicano eligió evitarnos ser nosotros mismos
en contra de los “hielos históricos” que también decidió negar.
Bibliografía:
Renan, Enest: ¿Qué es una nación?, discurso
de 1882, Sequitur, Wikipedia.
Floria, Carlos: Pasiones Nacionalistas,
Fondo de Cultura Económica, 1998
Paz, Octavio, El laberinto de la
soledad, FCE, 5ª Edición, México, 1967.
Hobsbawn, Eric: Historia y mitos nacionales desde 1780, Crítica, Barcelona, 1992.