La breve serie de entregas sobre Tlacoachistlahuaca,
Guerrero, termina hoy con una historia feliz, contrastante con las dos
anteriores. Me la contó el profesor Jesús Adán Méndez Gastélum, asesor escolar
de diez escuelas en la región costa de Hermosillo, Pesqueira y Carbó, Sonora,
en medio de una nube de moscas y un calor infernal de 42 grados centígrados.
Es la historia de una familia de la zona
norte de Tlacoachistlahuaca, la región mixteca de la que he hablado antes, que
terminó en los campos de cultivo de Sonora bajo el resguardo autoritario de un
abuelo que hacía funcionar a la familia como clan. Pero algo ocurrió, una feliz
coincidencia de varios hechos que el maestro Méndez Gastélum me platicó a
detalle:
Había
una familia muy numerosa, era un patriarcado en esa familia, el abuelo se hacía
cargo de todo, de todo; del sustento familiar, del equilibrio emocional y de la
estructura familiar; él era juez, él era todo ahí. Juan Ponce se llamaba el señor
y provenían todos de un municipio de guerrerense llamado Tlacoachistlahuaca. Eran
mixtecos. Nunca se me van a olvidar.
Los
días de raya él se presentaba en ventanilla y exigía el pago de todos sus hijos
y de todas sus nueras que habían estado trabajando, entonces él administraba
económicamente y el día sábado salían a comprar la despensa de toda la familia.
Llenaba una camioneta de materiales y de alimentos y el mismo sábado en la
tarde preparaban una comida grande, carne, huesos, una comida típica de por allá
de su tierra. Rentaba un taxi e iban por eso. Todos los sábados eran día de
fiesta para ellos, porque era una alegría grande, un premio después de tantas
jornadas de trabajo de toda la semana, porque la gente viene a gozar de un rayito
de sol y a ganar dinero. Entonces me sorprendió la economía que tenían, porque
lograban mantener cierto nivel, guardaban su dinero y tenían lo suficiente para
subsistir; no ambicionaban lujos de ningún tipo, no se compraban ropa cada
ratito, pero comían bien. Había cierta conformidad de todos, menos de tres
niñas que estudiaban con nosotros. Las niñas no se mostraban conformes, porque
en la escuela se dieron cuenta de que hay otras formas de vivir, hay otras
formas de pensar; una maestra que compartía un grupo conmigo les fue inculcando
ideas más modernas, las niñas se dieron cuenta de que tienen derecho a
disfrutar de lo que ganan, y que si necesitaban algo también tenían derecho a
exigirlo. Las tres niñas aprendieron a hablar español en mi grupo, pero eso fue
lo interesante de ellas, que lo hicieron en forma de un intercambio. No
hablaban casi en el grupo, pero cuando les propuse que me enseñaran ellas su idioma
y yo les enseñaba el español, ellas se mostraron muy interesadas. Les pareció
correcto, un buen trato. Y lo hicieron muy bien, aprendieron. Yo no puedo decir
lo mismo, porque tenía entrelazados otros idiomas, entonces me era difícil
aprender todos, pero sí las instrucciones básicas, las sabía comunicar. Me
comunicaba con ellas y me ayudaba con el diccionario. Ya, después, para las niñas
no fue suficiente el español, ellas querían aprender inglés también. Y ahí
entra el compromiso de uno ¿no?, porque, pues, había que investigar también.
La
mayoría de estos niños, hijos de los migrantes que circulan por los campos de
cultivo de nuestro país, son muy inteligentes, pero lo que tienen ellos es una
gran facilidad de adaptación, a donde vayan se adaptan rápidamente por la misma
migración, han estado en tantos lugares que han aprendido a adaptarse, a incluirse
ahí dentro del contexto. No quedan ya relegados como en años anteriores, se
agregan a la comunidad, el hecho de
poder hablar ya en español les abre las puertas. Antes no era así, cuando yo
inicié era muy frecuente ver a muchos niños que solamente hablaban lengua
indígena, ahorita la mayoría desarrolló la habilidad de comunicarse en su
lengua originaria, aparte en español y otros en inglés.
Las
niñas que le comento, a estas alturas ya tienen 18, 19 años, ya hablan inglés
también y cruzan la frontera, van y vienen, nos visitan donde estemos, van y
nos buscan y nos comentan sus anécdotas de por allá. Esas niñas, gracias al
desarrollo que tuvieron en la escuela, a la visión que lograron ampliar,
evitaron ser parte de esa tradición, muy de allá de Guerrero, en la que venden a las hijas. De hecho ellas ya
estaban negociadas, ya estaban tratadas, pero un día sucedió algo muy especial
que le abrió los ojos al abuelo y dijo: “no, yo no vendo a mis hijas, no vendo
a mis nietas”.
Un
día, uno de sus nietos andaba jugando arriba de un esquite, se tira para
bajarse y cae de rodillas, se levanta y se va. En la tarde-noche al niño se le
empieza a inflamar la rodilla, lo llevan al hospital al día siguiente, allá en
el hospital no hallaban qué había sucedido, le hacían radiografías, le buscaban
por una parte y por otra y no hallaban la enfermedad, fue hasta que ya le
hicieron estudios más profundos que encontraron una pequeña espina en el
cartílago de la rodilla; el detalle era que no sabía cómo hacerle saber esto a
los familiares, los doctores tenían la idea de amputarle la pierna al niño. La
mamá era indígena, no hablaba español, el abuelo hablaba muy poquito el español,
fue ahí donde entró en funcionamiento lo aprendido en la escuela, las niñas se
convirtieron en el principal intérprete entre el doctor, el abuelo y la mamá.
Después el doctor dijo: yo ya no quiero hablar ni con la mamá ni con el abuelo,
con ustedes. Entonces ellas se encargaban de la receta, de darle la dosis de
medicina, y ya cositas que no entendían me involucraban a mí, como maestro,
para saberlo. Entonces eso le abrió la mente al señor y dijo: “no, mis hijas
valen mucho más, no las vendo, valen tanto que no las vendo”. Y eso a mí me dio
muchísimo gusto y a las niñas también,
porque de ahí en adelante se les dio otro trato, se dio un estrato más alto
para ellas, uno que quizás no se les dio ni a sus hermanitos y sus hermanos
mayores, que ya las miraban con respeto, como quien mira un licenciado que va
cruzando una calle, así las miraban y a partir de entonces ellas tenían voz y
voto en la familia, estaban a la altura del abuelo y ellas se encargaban ahora
de la despensa, de hacer la ración; lo que uno les explicaba en la escuela lo
estaban aplicando ya en la familia, ellas hacían el presupuesto, decían cuánto
iban a gastar, decían cuándo iban a rayar y cuánto les iba a quedar. Lo
sorprendente de esa familia es que tenían un autocontrol, no exageraban en los
gastos y siempre tenían una manera de ahorrar, una reserva. En una ocasión uno
de los hijos se enfermó, se le cerró la garganta, se asfixió y murió. El señor
no quiso sepultarlo aquí en Sonora, que murió en el hospital general de allá de
Hermosillo; buscó la manera, le ayudé para que lo subiera a un avión y así lo
trasladó y fue a sepultarlo allá a Guerrero.
Pero
las niñas, a partir de entonces, fueron otra cosa.