En las primeras décadas del siglo XX el gobierno de
México institucionaliza el indigenismo para ser aplicado como estrategia de
desarrollo económico de las regiones. El Estado mexicano asume la estrategia de
la integración, la asimilación, buscando uniformar las diferencias étnicas y
culturales de los mexicanos a favor de un antiguo ideal de igualdad.
La asimilación tenía una larga historia desde que, tras
la Independencia y a lo largo del siglo XIX, fue discutida por los
intelectuales que coincidieron en que la educación era el vehículo adecuado
para llevar a cabo esa asimilación, aunque hubo voces que la consideraron
peligrosa.
Al término de la Revolución la asimilación fue formalizada
“científicamente” por Manuel Gamio, que la asume desde el indigenismo desde un
programa de antropología ambicioso e inteligente. Gamio proponía estudios
integrales para conocer y valorar a las comunidades indígenas, para facilitar
el trabajo de la asimilación. En los siguientes años, los buenos deseos y las
complejidades técnicas de los antropólogos fueron absorbidos por los archiveros
de las dependencias de los sucesivos gobiernos revolucionarios.
No había que darle tantas vueltas, la asimilación
significaba convertirlos en campesinos mexicanos hablantes del español; el
indigenismo, en la práctica, con sus experimentos esporádicos, fue consagrado a
castellanizar al indio por medio de la educación y a negarles, hasta 1992,
alguna personalidad cultural.
El indigenismo se implementa como estratagema para el
tratamiento del asunto indígena a través de departamentos, escuelas, albergues,
oficinas y dependencias que terminaron convirtiéndose en el Instituto Nacional
Indigenista en 1948. La nueva burocracia asumió desde sus inicios que los mexicanos nada querían saber
de la otra mitad de su pasado, la indígena, negándose a escuchar las voces
discordantes. El Indigenismo tendría supuestamente otras prioridades: abatir la
miseria prevaleciente en las regiones de México; imponer el español como idioma
único de los mexicanos; educar y capacitar a los indígenas y campesinos de
México para que pudieran ser el motor del desarrollo económico e industrial del
país. Fracasó en todas, aunque, tras nueve décadas, hay que apuntarle algunos éxitos
cuando los mestizos mexicanos de hoy no conocemos ni los nombres de los pueblos
originarios, mucho menos las cualidades herbolarias, lingüísticas, artísticas,
agrícolas o sociales que muestran hoy las culturas indomexicanas, encendidas y
vigentes.
Contemporáneo a estos hechos, Miguel Othón de
Mendizábal hizo desde 1922,
a través de escritos, conferencias, cátedras y
comisiones gubernamentales que encabezó o en las que colaboró; como educador y
fundador de algunas de las instituciones más importantes de este país, una
enérgica defensa a favor del indígena tomando en cuenta sus aportaciones
culturales, sin despojarlo de su raigambre étnica, de su lengua, rasgo que lo
distingue de sus contemporáneos, que decidieron hacer exactamente lo contrario.
Mendizábal propuso un indigenismo político, empezando
por solicitar que los indígenas fueran reconocidos en la Constitución Mexicana
como comunidades culturales, y no como individuos particulares. Y una vez
hechos sujetos culturales por las leyes, establecer estrategias de acuerdo a
las zonas geográficas que habitaran, crear una procuraduría indígena dedicada a
defender los derechos constitucionales de las comunidades, defenderlos del
abuso de los cacicazgos y poderes locales prevalecientes, para que ellos
pudieran proteger la distribución de sus productos; hacerlos sujetos al
crédito, permitirles el uso de tecnología y, a la par de aprender español,
cultivar su lengua autóctona, que para Mendizábal era más que un idioma, era
una forma de ver el mundo que pertenecía a las regiones, que guardaba
sabidurías antiguas y que, en realidad, pertenecía a los propios mestizos
mexicanos, pues era parte de su pasado en una mitad, por lo que deberían
apropiárselo, antes que distanciarse de él. Pero Lázaro Cárdenas no lo escuchó.
Y si lo hizo, como muestran ciertas evidencias de su cercanía con el Tata,
cambió radicalmente de opinión, constituyó el indigenismo exactamente hacia el
otro lado: no había nada qué conocerles. Ellos debían hacerse “mexicanos”.
La imagen del indio fue estereotipada en los más diversos
soportes (cine, comedia, carpa, canciones, periodismo, familias), desde
entonces sería una figura decorativa de nuestro folclor, un bufón, la imagen
viva de la miseria y la insalubridad, del deterioro moral y físico. “Lo único
que no es posible escatimarles –observó el periodista Fernando Benítez–, es ese
carácter del que no podemos despojarlos: son nuestros compatriotas”.
Y sí, lo son.
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