Tras sesenta años de uso, notarán ustedes
que dejo atrás mi pequeño nombre de Polo para denominarme en lo sucesivo
Leopoldo, por así convenir a mis intereses y la prosapia de mis canas, ese
largo y pretencioso nombre de origen germánico que por desgracia rememora a
muchos sátrapas belgas que tiranizaron a sus pueblos y colonizaron África con
fuego y espada, aunque siempre estarán Alas Clarín y Lugones para renovarme la
sonrisa. Y mi abuelo Leopoldo, por supuesto.
Dicho lo cual, ahí me ven, aquí me ven y
aquí me tienen. Yo sé que esto no tiene la menor importancia para el lector, a
quien debe darle lo mismo que me llame Moisés o Galeano (o Marcos, que está vacante
de momento), pero quisiera que comprenda lo mucho que significa para mí, es una
nueva identidad, una renovación, un nuevo cambio de piel (Texto completo en el
otro blog).
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