El origen de las
pasiones colectivas lo dedujo Miguel Othón de Mendizábal de sus apasionadas y
minuciosas lecturas del pasado histórico, sus viajes por las sierras mexicanas
y el estudio de los vestigios arqueológicos; de ahí se deriva su papel
protagónico en el tema de las migraciones del norte al sur del continente y su
hipótesis biológica del hambre de sal; también de sus estudios sobre las religiones
prehispánicas, el derecho, la cultura y la educación, la reforma agraria y el
sistema nacional de salud, de la que fue un crítico especializado. Sus
opiniones sobre la creación de un Instituto Indigenista no estaban basadas en
la ocurrencia -como sí es visible en protagonistas tan importantes como Rafael
Ramírez-, sino en profundos estudios sobre el significado real de la presencia
indígena en la cultura mexicana contemporánea, prolijamente expuestos en la
bibliografía consignada en los seis tomos de su obra.
El rescate del
indio para Mendizábal, siempre analítico y práctico, significaba distinguir los
problemas fundamentales: la comunicación, en primer lugar, teníamos que estar
comunicados y para eso habría que llevar los caminos hasta las sierras; propone
cultivar de alguna forma las lenguas indígenas, sobre las características de la
educación en las diferentes regiones de México, que no tenía por qué ser una
aplanadora uniformadora.
Es cuando
Mendizábal propone observar un patrimonio intangible cuya riqueza serviría para
todos nuestros propósitos nacionales. Pero no hubo quién lo escuchara, pues él
pronto murió y sus contemporáneos -que después crearon premios, nombres de
calles y de auditorios con su nombre-, se encargaron de echarle tierra a sus
ideas que, en efecto, contrastaban con las que terminaron imponiéndose en la
práctica del indigenismo que, como es fácil suponer, no atañe solo a los
especializados antropólogos y a los funcionarios encargados de llevarlo a cabo.
Este sí es un asunto nacional.
A través de una
visión integral del mundo indígena, Mendizábal tiene la virtud de ser realista.
Basado en sus estudios de la historia y la antropología, que incluía análisis
de producción agrícola, medicina natural, religiones y mitos; derecho,
educación y lenguas, MOM se atreve a hacer una sugerencia original, que hasta
hoy nos parecería moderna, sobre observar más detenidamente las características
de los pueblos originarios. Comprenderlos. Dejar a la “vida misma” su
aceptación o su rechazo. Él quiso hacer una síntesis que convenciera a los
mestizos de que las culturas autóctonas eran más interesantes de lo que
parecían, y que, al conocerlas, eran muchos los beneficios para el mestizo,
pues podría fortalecer su sentido de pertenencia, servirse de ellas, incluso
apropiárselas. El mundo originario podría tener otro papel en la conciencia
colectiva de los mexicanos, podría ayudar a resolver el insoluble asunto de la
identidad, observado desde entonces a través de laberintos, jaulas melancólicas
e inconfesables complejos que cargamos, como una cruz, bajo el inclemente sol
de la mexicanidad. Pero sus frutos han alcanzado apenas para proferir insultos
al portero visitante en los partidos de futbol y desahogarnos tequileramente
las madrugadas de los 15 de septiembre.
Se trata de
imaginar lo que hubiera sido de México con un indigenismo más co-activo, en
términos antropológicos, y que en lugar de mexicanizar a los indígenas, México
se hubiera indianizado un poco, como proponía Mendizábal. En los albores del
siglo XXI esta parece ser una tendencia de los mexicanos, amplios sectores de México
tienden a indianizarse porque es históricamente necesario que busquemos en esa
herencia respuestas a preguntas reiteradas sobre nuestra capacidad y los
límites de nuestra cultura; el mexicano del mañana estará más completo al haber
aceptado su implicación en la genética nacional, y esa, bajo ninguna
circunstancia, puede disociarse de sus raíces originarias.
La pobre
contribución indigenista miró más bien al lado contrario: no había nada qué
conocerles, los indígenas debían asimilarse, hablar español y formar parte del
campesinado mexicano. Debían desaparecer como indígenas, convertirse en obreros
de las ciudades, ser domesticados como las clases populares de Europa y
Norteamérica. Y eso, como podemos ver, no ocurrió.
Miguel Othón de Mendizábal
propuso, en el momento clave de la discusión a finales de los años 20, una
práctica indigenista distinta a la que finalmente se constituyó en el INI. La
marginación a la que este importante antropólogo fue sometido muestra el tamaño
del miedo oficial al prolongarse por décadas el boicot a sus numerosos
escritos, solo publicados por los amigos de su viuda en 1947, a dos años de su
muerte. Fue la única edición de sus obras completas, en tanto que la academia
solamente incluyó en sus estudios el trabajo sobre la influencia de la sal en
el poblamiento de América, texto interesante, pero relacionado únicamente
con nuestra historia más antigua. La
opinión de Mendizábal sobre los problemas fundamentales del indígena y sus
propuestas para solucionarlos fue sacada de la mesa de análisis y discusión lo
mismo en los institutos que en la academia.
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